Borracho por soledad

Un día cualquiera, en un lugar cualquiera, caminaba solo, sin más compañía que su sombra. Avanzaba sin rumbo, como si buscara a qué aferrarse para no dejarse arrastrar por el fondo oscuro de sí mismo. Siempre acababa igual: en un bar sucio, apagado, donde el vino blanco era más barato que la dignidad, y donde su voz, rota por el alcohol, entonaba viejas canciones o poemas que solía escribir a mano en una servilleta, antes de perderse del todo.

Nunca molestaba a nadie. Solo bebía. Y bebía. Los clientes habituales le costeaban las copas a cambio de que cantara. Le jaleaban, se reían, lo animaban a vaciar de un trago el siguiente vaso, como si fuera un espectáculo más del bar. Cada ronda era una humillación disfrazada de camaradería. Él aceptaba, con esa obediencia de los que ya no esperan nada.

Yo entré en aquel bar por primera —y última— vez. Tal vez no fue por casualidad. Iba sin rumbo, como él. Pero lo que vi allí me sacudió. Me vi reflejado en ese hombre vencido, y comprendí que estaba a tiempo de no convertirme en él.

Me acerqué a la barra, lo más cerca que pude. Quería observarlo, entender. Lo escuché recitar un poema, con la voz rota, pero firme:

Tus labios de miel 
inspiran dulzura. 
Tus ojos, mujer, me miran 
llenos de amargura. 
Y ahora yo sé 
que perderte fue mi locura.
 
No sé por qué, 
perdido otra vez, 
sin saber qué hacer, 
busco tus ojos, mujer, 
y tus labios de miel 
que me inspiran dulzura. 
Y ahora yo sé 
que perderte fue 
lo peor que me pudo suceder.

Me quedé helado. En medio de la burla general, él recitaba con una verdad que nadie parecía escuchar. Aquella voz tenía otra profundidad, otro origen. Su ropa desgastada, su aliento alcohólico, su figura encorvada... todo eso podía hacerlo pasar por un borracho más. Pero no lo era. No del todo.

Esperé. Cuando el bar se vació, me atreví a hablarle.

—¿Cómo ha llegado a esto? —le pregunté, sin adornos.

Por un instante pensé que se levantaría y se iría. Pero simplemente murmuró, con voz grave:

—La vida, señor.

En ese momento apareció el camarero. Me preguntó si me estaba molestando. Su tono me incomodó. Le respondí que era yo quien había iniciado la conversación. El tipo rió, mostrando los restos de una dentadura en retirada.

—Este es un borrachín. Su mujer lo dejó por culpa de la bebida. Desde entonces, esto es lo único que hace.

Le pedí otra copa. Cuando la sirvió, Juan —así se llamaba— me miró y dijo:

—¿Me invita a una?

Le dije que sí. Y que no me llamara “señor”.

—Juan. Me llamo Juan —añadió, bajando la vista.

—¿Está seguro de que quiere otra copa? ¿Ha cenado?

Negó con la cabeza. No lo pensé más. Pagué y nos fuimos. A él le costó entender qué hacía yo allí, por qué lo sacaba de ese sitio. Caminó en silencio hasta que, frente a un restaurante modesto pero limpio, le dije: “Aquí. Mi invitación”.

Al principio habló poco. Dudaba. Se protegía. Pero tras el primer plato empezó a relajarse. Tenía hambre. Tenía sed también, pero no solo de vino.

Y poco a poco fue contando. Sin detalles. Sin fechas. Solo una frase, que aún conservo:

—Un día cualquiera, en cualquier lugar… sin más compañía que su soledad, un hombre sin rumbo entró en un bar. Y allí se quedó. Aunque no pertenecía a ese sitio, terminó siendo parte de él.

Esa noche no salvé a nadie. Pero Juan, al menos por un momento, dejó de estar solo.

FIN

Entradas populares de este blog

BREVES FRAGMENTOS DE LA HISTORIA DE CABRA (LIBRO)

Inicio

Cartas Proféticas Pananeñas