La chica del ascensor

Se sintió intimidado cuando entró en el ascensor; la chica, de un metro ochenta centímetros, le sobrepasaba en altura. Balbuceó un “hola” que apenas era audible, y la voz dulce, pero enérgica de la joven sonó fuerte dentro del pequeño habitáculo.

—¡Hola, vecino!

La confianza de la mujer le amedrentaba.

—Hola, joven. ¿Dónde va? —dijo él, llevando su mano derecha a la botonera del ascensor para teclear el número.

—Al sexto piso.

—Yo voy al quinto. Pulso este primero y después usted marque el suyo. Este ascensor no tiene memoria —dijo, en una explicación que no tenía ningún sentido, pues era obvio su funcionamiento para quien hiciera uso de él.

Durante el corto trayecto, solo miró a la chica de soslayo, mientras esta lo hacía de un modo descarado, tanto que se sentía cohibido, lo que provocó que no fuese capaz de abrir la boca en todo el tiempo. Cuando el ascensor paró, la chica se situó entre la puerta y él y, mientras esta se abría, le dijo:

—¿Está seguro de querer bajarse? ¿No querría acompañarme a casa? Le invito a un café.

Mientras decía esto, la chica ya había pulsado el número seis y el elevador cerraba la puerta, iniciando la maniobra de ascenso a la planta indicada. Estaba en un estado de aturdimiento tal que no sabía qué pensar ni qué decir, por lo que la chica dedujo que el silencio era la afirmación a su invitación.

Cuando se abrió la puerta, cedió el paso para que saliese la mujer, y estuvo tentado de pulsar el número cinco para bajar a su piso, pero, ya que estaba allí, con cautela seguiría el juego al cual se veía sometido por la joven. Esta abrió su puerta, que quedaba a la izquierda a la salida del ascensor. El bloque contaba con dos pisos por planta.

—¿Piensa quedarse ahí fuera o se va a decidir a entrar? —dijo con el mismo tono enérgico de voz que usara la primera vez.

Entró al piso, que en realidad era un apartamento. La entrada servía de distribución de las distintas habitaciones de la vivienda. La chica cerró la puerta de la casa y quitó la llave, que guardó en un bolsillo de su traje chaqueta, muy elegante, de color blanco, compuesto por un pantalón pitillo y un blazer con cierre de botón. La camisa también era blanca, de algodón liso. Toda la ropa era de marca.

Él quedó inmóvil. La chica se le aproximaba. Se había desabotonado su blazer y ahora estaba soltando los botones de su camisa, que dejaban ver un sujetador sin tirantes, con aros y relleno. Cogió las manos de él y las llevó hasta sus senos. Seguía impávido. Cuando la chica soltó sus manos, él las dejó caer también, apenas habiendo rozado los pechos de la chica, que había soltado su sujetador y dejaba ver unos senos más bien pequeños.

—¿No le gusta lo que ve, o es que no le gustan las mujeres?

—Por supuesto que me gusta lo que veo, y por lo tanto las mujeres. Lo que ocurre es que mi raciocinio me frena en un comportamiento que, de dejarme llevar por mi instinto, me haría sentir muy mal. Soy casado.

—¿Y? ¿Se ha parado a pensar que la moral es el vehículo abstracto de las prohibiciones, excusa perfecta de la cobardía?

—No, no es cobardía, y estoy seguro de que nadie me juzgará tan implacablemente por mis pecados como yo mismo.

—¿Esto es un pecado?

—No, pero visto desde mi posición es algo más profundo. Considerando que mi pareja soy yo… ¿No sería engañarla, por lo tanto, engañarme a mí mismo?

—Yo solo busco amor. Soy una niña suplicando una caricia.

Quiso girar sobre sí mismo y salir de esa casa. La chica abrió la puerta del salón y, como si nada hubiera sucedido, le dijo que pasase:

—Pase al salón. Le preparo el café que le prometí, nos lo tomamos juntos y se marcha.

—Ah, por cierto, mi nombre es Emma. ¿Y el suyo?

—Carlos.

—Siéntete como en casa. Tardo un par de minutos. ¿Nos tuteamos?

El salón tenía un enorme ventanal, que quedaba justo en frente de la puerta de entrada al mismo, y tras él se accedía a una fabulosa terraza que daba a la calle Doctor Vicente Zaragoza, de Benimaclet. Las paredes laterales estaban cubiertas por enormes estanterías hasta el techo, repletas de libros. Una pequeña mesa cuadrada con cuatro sillas a su alrededor, un sofá tipo chester tapizado en piel, una mesa de centro rectangular y un televisor de cuarenta y tres pulgadas en uno de los anaqueles de la inmensa estantería que forraba la pared de la derecha a la entrada del salón. Era todo el mobiliario.

Sobre la mesa cuadrada, un ordenador portátil, un jarrón con flores frescas, una lámpara de escritorio de led y un montón de papeles que cubrían todo el espacio. Ojeó varios dosieres que estaban encuadernados con espiral metálica blanca. En la portada de ellos destacaba sobremanera el título, en letras grandes impresas en rojo en su parte central: “CIEN HOMBRES ANTE UNA SITUACIÓN COMPROMETIDA”. En la parte inferior, escrito en letras negras más pequeñas: Dosier uno. Descubrió hasta tres dosieres, y cada uno de ellos contenía veinticinco casos.

En la pared junto a la mesa, donde estaba la puerta, había colgados tres cuadros que enmarcaban diferentes titulaciones: Emma Santos Reyes, licenciada en Psicología, Universidad de Granada. Emma Santos Reyes, licenciada en Psiquiatría, Universidad Autónoma de Barcelona. Emma Santos Reyes, doctora en Psiquiatría por la Universidad Autónoma de Barcelona.

No se percató de la entrada de Emma al salón hasta que esta lo sacó de su abstracción.

—Pero siéntate, hombre. ¿Qué haces ahí parado como un pasmarote? ¿No estarás curioseando mis papeles?, ¿o sí?

Había colocado la bandeja que traía con dos tazas de café, un azucarero cerámico decorado con flores en relieve y un pequeño plato colmado de un surtido de pastas de diferentes formas, bañadas en chocolate, en la mesita de centro que había junto al sofá donde Emma ya se había sentado. Él se sentó junto a ella y, mirándola, le dijo:

—Vaya, no has perdido el tiempo. Para ser tan joven, tienes un buen currículum. Pero dime, ¿qué número soy yo? Si tienes tres dosieres, quiere decir que setenta y cinco pardillos ya han picado para lo que parece ser un estudio o un libro.

—Sí, has ojeado mis papeles. La verdad es que esa era mi pretensión al hacerte pasar al salón. Pero no te lo tomes a mal. Tú, hasta ahora, has sido el que más me ha sorprendido. La verdad es que eres todo un caballero, un hombre formal. Sin duda, has sido sincero. Pero no le des más importancia, ya sabes: nada es importante.

Endulzó el café con un par de cucharadas de azúcar, que costó un poco disolver, ya que era azúcar moreno, y cambió el rumbo de la conversación, porque verdaderamente lo que le había llamado la atención era la cantidad de libros que había, incluso en cajas apiladas en un rincón de la estancia.

—¿Cómo tienes tantos libros? Por tu juventud y tus estudios, ¿no te habrá dado tiempo a leerlos todos?

—Pertenecieron a mi padre. Era un lector empedernido. Me hizo prometerle que me haría cargo de ellos cuando falleciese. Es lo único que me dejó en herencia. Bueno, también fue él quien pagó mis estudios.

—Eres increíble. ¿Montas este juego para colgar otro título al lado de esos, o es que te gusta poner tu vida en peligro? Con el juego que has propiciado, podrías haber dado con un tipo sin escrúpulos e igual te hubieras visto tú en una situación comprometida.

—Márchate. No tengo por qué aguantar más tus impertinencias.

—¿Lo mío son impertinencias? Lo tuyo es acoso. De haberse producido al revés, estaría ahora mismo detenido. Creo que se te están yendo de las manos los estudios, pero tú sabrás, doctora Emma Santos.

 

Soltó la taza de café que aún no había terminado de tomar y se levantó como un resorte del sofá, añadiendo:

—Diría que ha sido un placer conocerte, pero creo que estás como una regadera, y, teniéndote como vecina, no sé si debiera tomar alguna precaución.

—¡Ábreme la puerta!

—No te vayas, espera. Lee esto. Mi satisfacción es acabar con los abusadores para que nunca más puedan abusar de nadie.

—Preferiría que no me hagas partícipe de ello. Ten en cuenta que si has infringido la ley y puedo demostrarlo, tendré que detenerte. Soy inspector de policía y, aunque haya sido en defensa propia, solo la justicia podría eximirte de responsabilidad penal.

—No te preocupes. Solo sufrieron daños colaterales como consecuencia de sus actos. No fui yo quien acabó con ellos: lo hicieron sus esposas y, créeme, están bastante agradecidas de haberse librado de semejantes sujetos.

El dosier que le había entregado estaba igualmente encuadernado con espiral metálica blanca. En el centro, en grandes letras rojas, podía leerse: “Jaque mate a cuatro violadores”.

Carlos bajó a su piso. Miró el reloj: eran las seis de la tarde. Su esposa aún tardaría dos horas en volver. Se tumbó en el sofá y comenzó a leer.

Reseña

Si alguna vez lo pensaron, cuán equivocados estaban: no mataron a la reina, solamente la humillaron. Ni tan siquiera podría decirse que fue jaque: fui capturada, amenazada y mancillada. Fui tratada como libidinosa, voluble, débil... pero no pensaron cómo ganar la partida. Solo la reina puede moverse en cualquier dirección, avanzar y retroceder.

Podía manejar la información que me habían dado sobre ellos mismos cuando pensaron que podían contar conmigo como su amante. Debí sortear obstáculos para lograr mis propósitos, pero mi objetivo final lo habían provocado ellos. Debía darles jaque mate porque se creyeron los reyes del mambo.

Puede resultar complicado dar jaque mate al rey con una reina, pero también es uno de los finales más básicos en el ajedrez. Por sí sola no podría hacerlo, pero contaría con la inestimable ayuda de jugar la partida con dos reinas. No es posible en un tablero de ajedrez. Pero si yo era una reina, no lo serían menos las esposas de esos desalmados que tuvieron el deshonroso honor de creerse que me habían dado jaque.

 

CASO NÚMERO UNO

Ni tan siquiera merece que ponga el nombre del tipo. No, no he olvidado su nombre; jamás lo olvidaré. Podría haber puesto “el innombrable”, pero se ha repetido en varias ocasiones, en distintos lugares y con distintos tipos. No merecen ser nombrados. Ya han pagado su osadía. Ciertamente, si esto viera la luz, igual añadiría los nombres, pero solo es un estudio sociológico de quien escribe para acallar su conciencia: si debió llevar tan lejos los acontecimientos, si solo me movió la venganza, el intentar recuperar mi autoestima o la impotencia ante la inmunidad que pensaban que gozaban tan miserables seres. ¿Debí hacerlo? No lo sé. Hice lo que creí en ese momento. Sé que jamás volverán a violar a nadie más y reconozco que parte de la culpa que al principio me achacaba a mí misma por provocar una situación más allá de la aconsejable no era la causa. Sus esposas, que fueron en definitiva quienes culminaron mi represalia, me corroboraron que eran unos desalmados que no necesitaban pretextos para repetir tan abominable monstruosidad.

Había quedado en que le esperaría a la salida de la universidad, donde impartía clases de dibujo. Me habían llegado comentarios sobre él: solía excederse en demasía con sus alumnas. Nada que pudiera trascender ni al rectorado ni a una denuncia, pero algunas estudiantes se sentían intimidadas por sus comentarios e insinuaciones. Yo le conocía del instituto, así que no le hablé de mi estudio; solo le dije que estaba en la ciudad y me apetecía tomar un café para recordar viejos tiempos.

El café era la excusa para mi propósito, para mi estudio sobre cien hombres ante una situación comprometida. Había resuelto treinta situaciones hasta ahora con desconocidos. Era la primera vez que iba a actuar frente a un viejo conocido. Nunca hubiera imaginado lo que sucedió.

Subí a su coche. Dijo que tomaríamos café en un lugar de moda, no muy lejos de la universidad. Cuando me percaté de que había cogido la autovía, en principio pensé: “Genial para mis planes”. Pero cuando dijo que mejor íbamos a su casa de la playa, me sentí vulnerable. Aunque, la verdad, confiaba en él. Realmente no tuve que hacer nada especial para que fuese él quien tomara las riendas de la situación, y en un momento pensé que la situación comprometida no era tanto para él como para mí. Puso su mano derecha sobre mi muslo y lo acarició. Me dejé llevar, pero entendí que nada era como yo había planeado.

Dejó la autovía y nos adentramos en un camino que llevaba a una playa solitaria, donde estaba su casa. Entramos en la vivienda e inmediatamente se lanzó hacia mí, besándome y manoseándome. Le dije que parara, que había entendido mal mi invitación y que, por ese camino, rompería nuestra vieja amistad.

Me cogió en volandas, me llevó al sofá e intentó forzarme. Tuve la suerte de coger una lámpara que había sobre una mesa de rincón, junto al sofá, y le golpeé en la cabeza. Me zafé de él. Con cinta americana até sus piernas y sus manos. Busqué un prolongador al cual quité la clavija hembra, pelé ambos cables unos seis centímetros. Coloqué uno de los cables en el pene del tipo y lo adherí con un trozo de cinta. El otro cable lo fijé sobre su pecho, junto a su tetilla derecha. Cuando volvió en sí por el golpe recibido, conecté la alargadera a una toma de corriente. Fue patético verle gritar y maldecir. Rápidamente lo desconecté del enchufe; mi intención no era electrocutarlo.

—Así estarás hasta que me des el número de teléfono de tu mujer. Voy a llamarla, así que tú mismo.

Bastaron tres conexiones más de mi improvisado cable a la corriente para que me diese el número y el nombre de su mujer.

Conocía a Ana. Habíamos estado juntas en primero de carrera en Granada; desde entonces no la había visto. Me contó cómo conoció a su marido: quedó embarazada y tuvo que dejar de estudiar porque tuvo muchos contratiempos. Ahora había retomado sus estudios, aunque su marido se oponía a que estudiase. Le conté lo que había sucedido. Me dijo que me marchase, que ella se haría cargo de la situación.

El inspector se levantó del sofá, cogió su portátil y buscó en diferentes carpetas. Abrió una cuyo título era Sucesos año 2015. Cuando pulsó el cuarto mes, leyó:

El viernes 7 de abril, el Ideal de Granada daba la noticia de que un catedrático de la Universidad de Granada fue hallado muerto tras ser torturado en su casa de la playa, que había sido saqueada. Su esposa fue encontrada en su piso en el centro de la ciudad, atada a una silla en la que había permanecido desde la noche del pasado miércoles, día en que las autoridades sitúan los acontecimientos. Los delincuentes se habían llevado joyas y dinero en efectivo. La mujer presentaba un fuerte golpe en la cabeza y diversos moratones debido a un posible forcejeo. Se encuentra en estado de shock.

—¡Maldita sea! —gritó—. Seguro que es este tipo. Pero ¿quién acabó con él? Recuerdo el caso; está archivado a la espera de nuevas pruebas.

Miró su reloj. Aún faltaba una hora para que llegase su esposa y prosiguió su lectura.

CASO NÚMERO DOS

Tú y yo fuimos lo que se podría llamar un amor de juventud. Te había elegido porque ahora buscaba, en mi estudio, saber cómo se comportaban ante situaciones comprometidas aquellas personas que conoces y cuando la provocación viene por parte de una de ellas. La experiencia del primer caso creí que había sido solo debida a la maldad, y era obvia la fama de mujeriego que le precedía. No, no lo esperaba de ti. Pero ahora eres solo otro más en esta fatídica estadística. Tú, solo tú, eres merecedor de lo que te aconteció. Lamento que Rosalía no viese la salvación que suponía librarse de ti. Estaba tan sometida, tan acostumbrada a ser solo un objeto de tu propiedad, que no quería que nadie la usara igual.

Aquella tarde quedamos en tu casa. Rosalía no me conocía. Solo le dijiste que era una compañera de la universidad; querías que ella me conociera porque íbamos a trabajar en un proyecto juntos. Nos llevaría mucho tiempo y horas, y que verdaderamente habías cambiado. Se ve que tus mentiras ya no las creía, y así, conociéndome, al menos tuviera la seguridad de que yo no andaba tras de ti, y que solo era una imposición del trabajo.

¡Caíste tan bajo! Nunca la habías respetado. Seguramente estaba acostumbrada a que la ningunearas. Y tú, tan seguro de ser tan seductor, que no te diste cuenta de quién estaba seduciendo a quién. Cenamos y bebimos un poco. Mi objetivo estaba casi acabado. Me habías sobado en la cocina cuando te acompañé a por los postres, y en la mesa, mientras tu mujer sacaba las pizzas del horno. Te empeñaste en acompañarme a la puerta cuando me marchaba e intentaste forzarme. No, yo no grité, pero ella observaba desde el zaguán de la casa. Corrió en mi ayuda. Me sorprendió su frialdad. Clavó el largo cuchillo de cocina que tenía en su mano derecha tres o cuatro veces en tu costado derecho y, cuando apenas conseguiste girarte, lo hizo en tu pecho. Fue lo que acabó con tu vida: atravesó tu corazón.

Grité. Grité con todas mis fuerzas. Cuando acudieron los vecinos, solo pudieron atestiguar que, tras apuñalar a su marido en el pecho, Rosalía montó en su coche, que estaba aparcado unos diez metros de la casa, y chocó de frente con el camión de la basura que venía en sentido contrario.

Lloré de rabia. Lloré la muerte de tu mujer, a quien acababa de conocer y quien, a la vista de los hechos acaecidos y por mis conocimientos en psicología y psiquiatría, tenías desquiciada.

Dejó el dosier sobre el sofá, cogió su portátil y el inspector volvió a buscar en su ordenador información. Leyó una noticia que el diario El País daba el 25 de junio del año 2016:

Una mujer mata a su marido por celos y acaba suicidándose.

—Joder... joder —dijo.

—¿Qué te pasa, cariño? ¿Ya te has traído trabajo a casa?

Absorto en su lectura, no se había percatado de que había regresado su mujer. Se levantó y facilitó que pudieran darse un beso a modo de saludo, como hacían cada vez que uno u otro entraba en casa.

—No, no es trabajo, cariño… o sí. No sé. Hoy he tenido un día bastante raro. Ahora te cuento.

—Está bien. Voy a ponerme cómoda. ¿Y tú qué haces así vestido? ¿Cuándo has venido? No te has cambiado la ropa de calle.

—No, como ves, no. Nos cambiamos y hablamos.

—Me estás preocupando… ¿Pasa algo?

—No, nada, cielo. ¿Encargo una pizza para cenar?

—Sí, de cuatro quesos, por favor, cariño.

—Está bien. Llamo por teléfono y te cuento.

Contó a Elena, su mujer, todo lo que le había sucedido desde que cogiera el ascensor para subir a casa. No obvió ningún detalle del comportamiento de la doctora, e incluso le contó toda la conversación que habían tenido. Por último, le enseñó el dosier que le había dado y que estaba leyendo.

—¿Y qué opinas?

—Como le he dicho, pienso que está como una regadera. Pero, por lo que llevo leído, es un peligro para ella misma, para quien elige como víctima y para su familia.

—¿Piensas que estamos en peligro?

—No. Me refiero a que es un juego muy peligroso el que lleva a término, para su tesis o su libro o lo que diablos pretenda con eso. Pero, al mismo tiempo —y solo he leído dos casos—, no tienen nada que ver con mi comportamiento con ella. Aunque en esos acontecimientos ya van tres personas muertas.

—¿Las mató ella?

—No exactamente.

—¿Qué quiere decir eso? ¿Sí o no?

—Pues que en el primer caso no sé quién mató al que eligió para su estudio. En el segundo, su víctima fue asesinado por su mujer, y esta acabó suicidándose.

—Si tú has sido elegido como un conejillo de indias para su estudio, ¿podemos estar seguros?

—¿Por qué no? Salvo ver lo que ella ha querido mostrarme, no ha pasado nada que pueda haberla hecho sentir que ha sido mancillada. Creo, sinceramente —muy al contrario—, que mi rechazo debería haberle hecho reflexionar sobre su comportamiento, en aras de garantizar su integridad frente a quienes no sepan frenar sus peores instintos.

El insistente tono del timbre de la puerta los volvió a la realidad.

—Es muy pronto para ser la pizza —dijo Elena.

—Tienes razón. Iré yo a abrir —dijo Carlos.

Cuando abrió la puerta, no tuvo tiempo de reaccionar: Emma estaba dentro antes de que pudiera decir ni tan siquiera “¿qué es lo que quieres?”. Le saludó con un:

—Hola, vecino. ¿Está Elena?

—Elena, soy Emma. Ya te habrá hablado Carlos de mí.

Elena, que se encontraba ya en la entrada de la casa, preguntó:

—¿Qué haces en mi casa? Sal inmediatamente o llamo a la policía.

—La policía es tu marido. Que él decida.

Este, cogiéndola de un brazo, intentó sacarla fuera de la casa.

—Eso no son modales, y me estás haciendo daño. Seguro que me sale un cardenal. Yo que tú, me lo pensaría antes de seguir presionando mi brazo.

Carlos soltó inmediatamente a la chica y miró con cara de desconcierto a su mujer.

—Vamos al salón y coge el dosier —ordenó Emma a Carlos.

Pasaron al salón. Carlos cogió el dosier del sofá y se lo alargó a Emma.

—Ahí lo tienes. Vete de mi casa.

—Joder… Abre el dosier y mira el caso número cuatro.

Abrió el documento y buscó.

—Está en blanco.

—Correcto. Vamos a escribirlo.

—¿Qué? —dijeron a la vez Carlos y Elena.

—Elena es la protagonista principal. Tú y yo podemos ser actores secundarios o simples espectadores. ¿Verdad, Elena?

—¿Qué pretendes de mí? Ni te conozco ni me conoces —dijo Elena.

—¿Estás segura? ¿Conoces a Roberto Montes Huertas?

—No.

—No mientas. ¿Desde cuándo sois amantes?

Carlos abrió la boca como para tomar aire. No acababa de creerse lo que estaba escuchando. Pero no pudo pronunciar ninguna palabra. Elena miró a su marido, pero no pudo sostenerle la mirada y, llevándose las manos a la cara, rompió en un llanto silencioso. Carlos miró a Emma, suplicándole que hablara.

—¿De qué va todo esto?

—Creo que es mejor que te lo cuente tu mujer —dijo Emma al mismo tiempo que se sentaba en uno de los sillones de piel que había en la estancia.

Carlos se sentó junto a Elena en el sofá y la animó a hablar.

—¿Qué tienes que decir, Elena?

—No sé qué relación tiene Roberto con Emma ni cómo ella se ha enterado de lo nuestro. Llevamos seis meses viéndonos. Hace un mes he sabido que estoy embarazada de él.

Carlos se levantó de golpe, llevó su mano al pecho, sintió que le faltaba el aire. Buscó en un cajón del mueble del salón una caja y colocó una cafinitrina debajo de su lengua. Hacía cinco años había sufrido un infarto. Había conocido a Elena en el Hospital Cardiovascular Quirónsalud Valencia; era la doctora que le atendió. Él nunca había estado casado. Su profesión le había llevado de ciudad en ciudad, hasta que definitivamente había recalado como inspector de policía en Benimaclet (Valencia). Llevaba viviendo dos años cuando sufrió el infarto. Fue lo que se dice un flechazo. Se conocieron y, cuatro meses después, decidieron irse a vivir juntos. Ella era quince años menor que él.

Elena tuvo un novio que dejó cuando acabó la carrera y se vino de su pueblo para ejercer su profesión en esta ciudad, ya que él no quiso acompañarla. Elena le tomó el pulso, colocó un tensiómetro a Carlos, lo auscultó con su estetoscopio y comprobó que, poco a poco, iba recuperándose de lo que solo había sido un shock emocional.

Emma se levantó y cogió entre sus manos las de Carlos.

—Deseo que todo salga bien, pero no podía estar más callada.

—¿Quién es ese tal Roberto? —dijo Carlos, mirando con ojos de súplica a Emma.

—Era mi novio. Teníamos previsto casarnos cuando lo trasladaron de Barcelona aquí, a Valencia. Pensé que era la distancia lo que nos estaba alejando, por ello hace dos meses decidí venirme para estar con él. Entonces descubrí la verdad: era esta violadora quien lo ha alejado de mí.

—¿Violadora? —dijo Carlos.

—Sí, abusadora. Es la jefa de Roberto en el departamento de Cardiología del hospital. No ha parado de tirárselo desde que llegó aquí.

Carlos miró a Elena, pero esta bajó la mirada, sumida en una profunda desolación. Su vida se había venido abajo como un castillo de naipes. Cierto es que más temprano que tarde se iba a notar su vientre abultado y se sabría la verdad, pero estaba preparando una forma menos cruel que la que le parecía estar resultando esta.

Durante unos segundos, el tiempo pareció detenerse. El timbre de la puerta los volvió a todos a la dura realidad. Solo Emma, la más entera de los tres, acudió a abrir la puerta. Abrió inmediatamente, tras comprobar por la mirilla que era un repartidor de pizza.

Nos vendrá bien, pensó, y abrió.

—Hola, su pizza, señora. Son diez euros.

—Está bien —sacó de un bolsillo de sus vaqueros un billete por dicho importe que entregó al repartidor—.

—Que disfrute la pizza. Buenas noches.

—Buenas noches.

Volvió al salón, se sentó en el sillón que antes había ocupado, abrió la caja de la pizza, cogió un trozo, lo dejó sobre la mesa de centro que había junto al sofá y dijo:

—Creo que os vendrá bien tomar algo. Con el estómago lleno se digieren mejor los disgustos.

Carlos miró a Emma. Estuvo a punto de romper en una carcajada. Definitivamente, aquella chica le apabullaba.

Ni Carlos ni Elena probaron bocado de la pizza. Elena seguía sentada en el sofá, sin hablar, cabizbaja. Carlos, sentado en el sillón orejero compañero al de Emma, se recuperaba del shock emocional, y Emma engullía la pizza, de la cual había dado buena cuenta en muy poco tiempo.

Al fin y al cabo, la he pagado yo, pensó. Y no he cenado.

—¿Tienes cerveza en el frigorífico? Así, la pizza sola no puedo tragarla bien —dijo, mirando a Carlos.

—No lo parece. Ya te has comido media —dijo este.

—¿Quieres un trozo?

—No. Está bien. Tengo cerveza o tinto, coge lo que te apetezca.

Mordiendo un trozo de pizza, se levantó del sillón y fue a la cocina, donde se sirvió una generosa copa de tinto de una botella que había sobre la mesa. Lo saboreó y le resultó de agradable paladar. Desde la cocina vociferó:

—¡Joder, qué vino más bueno! Espero que seas tú, Carlos, quien tenga tan buen gusto para elegirlo. Es agradable al olfato y, dentro de la boca, es un placer para los sentidos del gusto, tanto en la lengua como en la superficie interna de la boca. Genial. Es un Rioja, Barón del Rey, reserva. Buena elección.

Volvió al salón con la copa en la mano y cogió un nuevo trozo de pizza. Ya solo quedaban dos trozos de una pizza familiar.

—Está bien —dijo Elena—. Recogeré mis cosas y me marcho.

—No tienes por qué hacerlo ahora mismo.

—Será mejor. Cogeré lo más preciso. Este fin de semana vendré por el resto. Dejaré las llaves al portero. Siento que haya sido así.

—¿Y cómo querías que fuera? ¿Me enteraría en cuanto tu vientre te delatase o pensabas mentirme también?

—No… no quería decir eso. Es que podría haber sido menos traumática esta ruptura.

—Sea cual fuere la forma, es dolorosa. ¿Acaso no te das cuenta de que me has traicionado?, ¿de qué me has engañado, de que has estado tú misma viviendo en tu propia mentira? Es como engañarte tú. Espero que no pases por este trance que yo estoy pasando. ¿Puedes fiarte de un tipo que ha engañado a su anterior pareja para estar contigo? ¿Cómo sabes que no te lo hará a ti?

Acusó el golpe de Carlos y se sintió desamparada. Por primera vez desde que lo traicionara, se daba cuenta de que este era el hombre más importante de su vida, pero ya, lamentablemente, era muy tarde para corregir su error.

Cuando Elena salió de la habitación, Emma comentó:

—Este vino está genial. Deberíamos brindar por la nueva vida que le espera a mi exnovio y a Elena. O por nosotros, tú y yo —dijo Emma mirando a Carlos—, dos auténticos imbéciles que hemos sido un mero objeto decorativo en la vida de estos infames degenerados.

—Definitivamente esta chica está como una cabra —pensó Carlos—, pero es auténtica. Aunque aún no sé si peligrosa.

Se levantó del sillón, fue a la cocina y se sirvió una copa.

—Brindemos —dijo a Emma—. Hagámoslo por mi cobardía, por mi desusada moral, por mi trasnochado instinto, que a tus ojos esta tarde me habrán hecho pasar por el más manso de los hombres que has conocido.

—¿Tú no sabías que estabas siendo engañado?

—Pero tú sí.

—Yo solo interpretaba un papel para buscar una justificación al comportamiento de Elena. Siempre he sostenido la relación efecto-causa. Tú me has convencido de que estaba equivocada.

—Pero ¿cómo puedes afirmar eso? ¿Tu ruptura, entonces, a qué causa la achacas?

—Sí… Me sentí culpable. Pensé que mi estudio sobre cien hombres ante una provocación había provocado muchas habladurías, y que Roberto ya se habría cansado. Aunque nunca, nunca le he traicionado.

—Aún te quedan veinticinco.

—No. Está terminado. Fue mi tesis doctoral.

—Solo vi tres en tu mesa. He leído dos casos de “Jaque mate a cuatro violadores”.

—Lee el tercero. Escribiré el cuarto. Y si te gusta, lo publicaré en un relato. No son casos reales… mejor dicho, están inspirados en casos reales, pero yo no tengo nada que ver con ellos. Me gusta escribir.

—Eres increíble. Contigo me siento aturdido y, al mismo tiempo, seguro de mí mismo. Es una contradicción.

—Estás temblando —dijo Emma, cogiendo las manos de Carlos entre las suyas—. Sé que eres mayor que yo. Yo solo busco amor. Soy una niña suplicando una caricia.

Por segunda vez, aquella frase en la boca de esa joven —ahora en otro contexto— tenía otro significado. Todo era diferente en su vida. Por eso, atrajo hacia sí a Emma, y se abrazaron. Ella correspondió a esa caricia.

En ese preciso instante, Elena veía la escena al pasar por la puerta del salón para salir de la casa.

FIN

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