La bodega

No hacía falta preguntarle. Era tal su conocimiento de la bodega que, si se percataba de tu interés, despertabas en él su vocación de guía. Así que, para cuando quise darme cuenta, habíamos abandonado la tienda y nos encontrábamos en un enorme patio que daba acceso a las diferentes naves que la constituían.

Me sorprendió su preocupación por la bodega, que era tal que hasta lo más nimio no le pasaba desapercibido. Nada más abrir la puerta de una de las naves, se percató de la sequedad del albero en el suelo de la misma.

—Es importante la humedad —me dijo—, debe oscilar en las naves de crianza entre el 60 y el 80 %. Por eso cubrimos la bodega con albero, como puedes observar. Deberían regarlo.

Daba por hecho que yo sabía de qué me estaba hablando. Era la primera vez que pisaba una bodega, y solo por curiosidad acepté su invitación para visitarla.

Yo había ido a comprar unas botellas para regalar a unos amigos.

Me dejó allí solo, en la nave, contemplando los barriles, aspirando el olor característico de las botas, que casi me embriagaba. Se marchó a buscar a un operario, al cual ordenó que regara el albero como si él aún fuese el encargado de la misma. A lo largo de mi visita me percaté de que, aunque no lo era, seguían acatando cualquier orden que diera sin contradecirle.

Le pregunté por qué se ponía el albero, y me miró con cara de compasión. Sin duda pensó que yo era un memo, pero, lejos de molestarme, algo tenía ese hombre larguirucho, flaco, muy flaco, de piel blanca, arrugada como la rama de un árbol. Pero, sorprendentemente, para su edad no parecía estar cansado ni cansarse: se le veía con mucha ilusión y mucha vida. De todos modos, yo no conocía la respuesta, y por nada del mundo quería perdérmela.

—Mira, joven —me dijo, arrastrando su bastón por el albero mientras vaciaba un pequeño regador de agua—. El albero tiene una gran capacidad de retener el agua, no la hace correr y va cediéndola lentamente, con lo que mantiene un grado de humedad óptimo para esta nave, que es de crianza del vino.

Durante las dos horas que pasé en la bodega, y durante el almuerzo, pude conocer a este hombre, y aprender de él no solo muchos de sus conocimientos enológicos, sino también de su vida.

Dejamos a un operario regando la nave mientras pasamos a otra de las cinco o seis naves que tenía la bodega.

—Tienes que disculparme, en esta nave no podemos pasar, no se nos vaya a caer el tejado encima. La mitad del mismo está desmontado, como verás, están reparándolo. Es porque esta bodega es antiquísima. Hasta conservamos una prensa de viga de husillo y quintal, junto con el antiguo lagar, que datan del año 1574, según documentos aparecidos en la antigua hacienda. Ambos elementos constituyen el auténtico sancta sanctorum de la bodega, y son una verdadera reliquia, pues es la única prensa de este tipo que sigue en perfecto estado de funcionamiento.

No tenía ni la menor idea de qué me estaba hablando, y, por supuesto, no dudé de nuevo en preguntarle:

—¿Y eso qué es?

—Sin ánimo de ofenderle… Parece usted más tonto de lo que es —me dijo riendo.

No pude evitar reírme con él y respondí:

—No sabría qué decirle, pero la verdad es que nunca había visto una bodega. Para colmo, no bebo ni vino, no me gusta. Solo había venido a por unas botellas para unos amigos.

—No se preocupe, haré que le guste. Nuestros caldos son exquisitos.

A continuación de la nave que estaban reparando, pasamos a otra enorme nave de la bodega.

—Voy a por una venencia. Va a probar el vino de este barril, es la joya de la corona.

Ya no me atreví a preguntarle qué era una venencia, pero en mi cara detectó mi ignorancia.

—¿Ha estado usted escondido o algo? ¿De dónde ha salido? Tampoco sabe lo que es esto —dijo, alargándome una larga varilla que por un extremo tenía un pequeño recipiente cilíndrico unido, y en el otro extremo, un gancho metálico.

Rápidamente deduje qué era y para lo que servía.

—¿Se anima a extraer vino de la bota? —me dijo, mostrándome una curiosa barrica con tapa de cristal en la que se apreciaban perfectamente, sobre el vino, unas capas de color blanquecino.

—La verdad es que no sabría —dije, temeroso de que me ordenara sacarlo.

—Está bien. Coja un par de catavinos —dijo, indicándome el lugar donde había una repisa con copas de diversos tamaños, así como otros utensilios: sacacorchos diferentes, termómetros, cubiteras y otros cachivaches que no supe identificar.

Observé cómo introdujo la venencia en el barril y esta atravesó la capa que reposaba sobre el vino sin mezclarse con el líquido extraído. Le alargué un catavino y pasó el contenido de la venencia al mismo con una facilidad propia de quien llevaba haciéndolo toda una vida. Pasándome la copa, me ordenó:

—Pruébelo.

Me observaba con curiosidad, y sin duda se estaba divirtiendo conmigo, por eso añadió:

—Y no haga remilgos. Esto que ve aquí —dijo, señalando la capa que se posaba sobre el vino de la barrica— se llama velo de flor, y es una capa de levadura que se forma sobre la superficie del vino y que forma parte de su crianza. ¿No pensará que quiero envenenarle o algo así? —y volvió a reír.

Acerqué el catavinos a mis labios. Era tan agradable el olor que desprendía, que bebí un pequeño sorbo y me resultó tan grato el sabor que acabé tomándome todo el contenido.

Él me miraba divertido.

—Si se toma todo el contenido de los vinos que le dé a probar, habrá que llevarlo a su casa… o al hospital, en el peor de los casos. Solo pruébelo, si no, acabará embriagado —dijo riendo, mientras me pasaba la venencia—. Ande, anímese, extraiga ahora para mí un poco de vino de la bota y trasiéguelo al catavino.

Mientras acometía lo que me había pedido, me preguntó:

—¿Sabía que la varilla de la venencia está hecha con barba de ballena?

Creía que me tomaba el pelo, y por eso me reí.

—¿No se lo cree? Pues es cierto. La barba de ballena es cada una de las láminas córneas y elásticas que poseen las ballenas barbadas en el maxilar superior y que utilizan para alimentarse. Como puede comprobar, es muy flexible.

A cada minuto que pasaba con ese hombre, más me sorprendía.

No me fue difícil extraer el vino. El problema fue cuando lo pasé al catavino, pues derramé bastante en el suelo. Le alargué la copa, la bailó en su mano y metió la nariz. Tragó un pequeño sorbo y tiró al suelo el resto del contenido.

—Para ser la primera vez, no crea… No lo ha hecho tan mal —dijo riendo—. Debería venir alguna vez a ver la obtención del mosto con la monumental “viga del lagar”. Es de lo que le hablé antes. Se trata de un mecanismo formado por un gran brazo de madera de pino de Flandes, fuertemente sujeto por cuerda de cáñamo y grandes abrazaderas de hierro, en cuyo extremo posee un gran tornillo que levanta dos enormes piedras de molino. Puede desarrollar una presión de 110 kilos por centímetro cuadrado debido a su enorme brazo de 17 metros de longitud y a dos piedras de 4000 kilos de peso colocadas en su extremo. Puede presionar 15 000 kilos de uvas en una sola operación. Conserva todas sus piezas originales y tiene un peso estimado de doce toneladas. Se la mostraré al final de esta visita. Una vez al año la ponemos en funcionamiento. Son muchas las personas que vienen a visitarnos.

Esta bodega es bastante grande, con una superficie de 11 000 metros cuadrados. Tiene unas 1500 botas, todas de roble americano. Yo he reparado muchas de ellas —dijo, mostrándome sus manos de dedos largos y flexibles.

Me quedó meridianamente claro que, hasta que no me mostrase toda la bodega, no me iba a dejar, pero lejos de producirme enojo, la verdad es que me sentía muy cómodo. No solo por lo que estaba aprendiendo, sino también porque presentí que ese hombre necesitaba sentirse útil, y mi compañía —o la de cualquier otro— era como una tabla de salvación para seguir viviendo. O paliar su soledad. De ahí su felicidad.

No sé por qué pero me apeteció conocerle. Además de enseñarme de enología seguro que por su edad tendría mucho que aprender de él así que le dije:

—¿Le apetece que en agradecimiento a su paciencia conmigo y todos los conocimientos que me ha aportado le invite a comer?

No tiene por qué hacerlo

Claro, sé que no, es que me gustaría no solo conocer al enólogo que es usted sino a la persona que hay tras ese oficio que sin duda ha sido toda su vida.

De acuerdo, acepto con una condición permítame que le prepare una cajita con una variedad de vinos selectos que me prometerá que degustará.

No le quepa la menor duda.

Había aceptado mi invitación a almorzar. Y almorzamos en un restaurante que había junto a la bodega, que debía ser muy bueno porque prácticamente todas sus mesas estaban ocupadas por comensales.

Durante la comida dejó aparcados todos sus conocimientos de la bodega y hablamos —o, principalmente, habló él—. Me contó que la bodega había sido su vida.

Toda su vida la había pasado trabajando en ella. Recordaba cuando su padre lo llevó por primera vez, aún no había cumplido los catorce años; era el verano de 1952, acababa de terminar el colegio.

No quería seguir estudiando, y su padre le puso sobre la mesa las dos opciones que había si quería seguir en la casa: estudiar o trabajar.

—Mientras yo viva no mantendré vagos en mi casa —decía su padre, casi vociferando, para dejar bien claro —no solo a él, sino a los doce hijos que tenía— que quien no estuviese de acuerdo tenía la puerta abierta.

En aquellos tiempos, lo que decía tu padre era acatado como una sentencia firme: no había disposición a que fuese recurrible.

La verdad es que ahora, a sus ochenta años, miraba el pasado y no tenía queja. Había prolongado la edad de jubilación todo lo que le fue posible, y, a pesar de haber sufrido un pequeño ictus el pasado año, continuaba yendo, como hacía desde que se jubiló. Iba todas las mañanas y por las tardes durante un par de horas. Pasaba allí su tiempo libre para enseñar la bodega a los visitantes, bien en visitas concertadas que se programaban, bien a los visitantes que solo pasaban al despacho de vinos para comprar.

No había tenido hijos. Había planeado que, cuando se jubilase, estaría todo el tiempo que en su vida laboral no había sido posible junto a su mujer. Pero, desgraciadamente, esta falleció de repente unos pocos meses antes de su jubilación. Lo que le hizo refugiarse en lo que había sido su vida. De ahí que retrasara todo lo posible su edad de jubilación. Ahora, solo sus visitas a la bodega eran la chispa que necesitaba para aferrarse a seguir viviendo, ya que aún se sentía útil aportando todos sus conocimientos a los visitantes que requerían de su guía.

Nunca aceptaba dinero por eso, y por ello, cuando le dije que lo invitaba a comer, quiso —como si de un trueque se tratase— regalarme una cajita de seis variadas botellas de vino. Dos meses más tarde supe que él mismo las había pagado de su bolsillo.

Sí, volví a la bodega unos meses después de haber estado allí. Quería hacer un encargo para mi empresa de un pedido de botellas para la cesta de Navidad. No me podía imaginar que no volvería a verle. Cuando pregunté por él, la chica que me atendía, entre sollozos, me dijo que había sufrido un nuevo ictus, pero esta vez, lamentablemente, había acabado con su vida.

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