CUENTOS INFANTILES (LIBRO)
Cuento de ensueño
Érase una vez un niño que tenía que escribir un cuento
para el colegio. Se sentó en su escritorio, abrió una libreta y tomó el lápiz
para comenzar… pero no. No tenía inspiración. Nada le venía a la cabeza. Por
más que lo intentaba, no lograba imaginar una historia que pudiera narrar.
Cansado, apoyó la cabeza sobre el escritorio… y se
quedó dormido.
Soñó que estaba en una isla. Estaba completamente
solo, aunque pronto descubrió que allí vivían muchos animales salvajes.
Sorprendentemente, no sintió miedo. Entre ellos conoció a un mono simpático al
que llamó Corban.
Corban, su nuevo amigo, decidió enseñarle todos los
secretos de la isla. Se deslizaban de árbol en árbol colgados de las lianas,
como si fueran grandes aventureros de la selva. Vieron leones, tigres,
leopardos, elefantes, cebras, rinocerontes, cocodrilos… ¡todas las especies
imaginables! A pesar de ser salvajes, convivían en la isla en una extraña y
mágica armonía.
Con la ayuda de un elefante —también amigo de Corban—,
arrastraron grandes troncos hasta el lugar ideal para construir una cabaña.
Poco a poco, con esfuerzo y entusiasmo, fueron dándole forma. Quedó preciosa… o
al menos, eso les pareció a ellos. El elefante incluso se sentía orgulloso de
haber ayudado.
Los días transcurrían en la isla con alegría. El niño
y Corban compartían juegos, aventuras y muchas risas. Sin embargo, de vez en
cuando, el niño pensaba en sus padres. No recordaba cómo había llegado hasta
allí, ni por qué estaba solo. Tampoco entendía por qué nadie venía a buscarlo.
Entonces se ponía triste.
Corban, al notarlo, trepaba hasta su hombro y le
tiraba del pelo o de las orejas, en un intento por hacerlo reír. Y siempre lo
lograba.
Un día, salieron temprano a cazar fruta. Iban entre
risas cuando, de repente, un león los sorprendió. Rugiendo con furia, se lanzó
hacia ellos. El niño no pudo escapar y cayó herido por un zarpazo. Corban
chilló con desesperación. Su amigo el elefante, que no andaba lejos, corrió en
su ayuda. Con fuerza y valentía, logró ahuyentar al león.
Corban sacudía al niño para que despertara. Él oía una
voz lejana:
—¡Despierta! ¡Despierta!
—Pero… los monos no hablan —pensó, confundido—. ¿Cómo
es posible?
—¡Despierta, que se te hace tarde! —insistió la voz,
esta vez más clara.
Entonces reconoció esa voz. ¡Era su mamá!
Abrió los ojos. Estaba en su habitación, acostado en
su cama. Todo… había sido un sueño.
Se levantó, se duchó, desayunó, y se preparó para ir
al colegio. Cuando metió la libreta en la mochila, notó algo extraño. En la
portada había una fotografía: una cabaña de madera preciosa, un mono juguetón…
y un niño que se parecía mucho a él.
La observó detenidamente. No recordaba haberse hecho
nunca una foto con un mono. Ni en una cabaña. Ni en una isla.
La miró una vez más, sonrió, y pensó:
—Quizás… eso también fue parte del sueño.
El niño y el mendigo
—Te regalo una sonrisa, ¿me regalarías un trozo de
pan?
No era la primera vez que veía a aquel mendigo, pero
nunca se había fijado en el cartel que tenía a sus pies. En los días
laborables, siempre pasaba corriendo, camino del trabajo. Pero esa mañana,
paseaba con su hijo por el parque. Caminaban despacio, y el niño, de apenas
seis años, leyó el cartel sin dificultad.
Se soltó de la mano de su padre y se acercó al hombre.
—No llevo pan, pero tengo esta bolsa de gusanitos. ¿Me
das tu sonrisa? —dijo, alargando la bolsa—. Está abierta, pero solo he cogido
dos o tres. Mira, ve aquella tienda de allí —añadió, señalando un local de
chucherías unos metros más arriba—. Mi papá me la compró hace un rato.
—¡Papá, papá! —gritó el niño al notar su presencia
cerca—. Este señor me va a regalar una sonrisa si le doy mi bolsa.
El mendigo lo miró enternecido.
—Te la voy a regalar, pero quiero que la bolsa te la
quedes tú.
—¿Me darías solo uno? —preguntó el hombre, con voz
suave.
—¡Sí! —respondió el niño con entusiasmo. Metió su
manita en la bolsa y sacó un puñado de gusanitos. Se los ofreció al mendigo,
que los tomó con delicadeza, mientras una enorme sonrisa se dibujaba en su
rostro.
El pequeño sonrió también. Luego, volvió a meter la
mano en la bolsa y le dio otro puñado. El hombre los recogió, forzando otra
sonrisa aún más grande, en un intento de ocultar las lágrimas que asomaban por
la emoción.
Esa mañana, en aquella calle cualquiera, un niño de
gran corazón y un hombre con alma cansada se regalaron algo mucho más valioso
que comida o palabras:
Una sonrisa… sincera.
El perrito Piqui
Hablaba mucho con el perrito Piqui en el patio.
A veces, lo hacía sentado en un pequeño taburete de terciopelo rojo.
Era extraño verlo allí todas las noches, justo cuando
apagaban la luz de los pasillos, en esa hora en la que reinaba el silencio, y
la soledad llenaba el cuarto. Una tenue luz, apenas un resplandor proveniente
de una lamparita de noche, servía para no tropezar con los muebles... pero
también hacía más evidente la tristeza del lugar.
Muchos se preguntaban quién era aquel que bajaba a
hablar con Piqui. Todos lo comentaban al día siguiente, pero nadie lo sabía con
certeza. Podía ser cualquiera de ellos. Ese misterio alimentaba las
conversaciones: ¿Será uno distinto cada noche? —decían algunos—, porque
todos hablamos de él, pero ninguno lo ha reconocido como propio.
Todas las noches, tras el apagado de las luces,
algunos compañeros se asomaban a la ventana, ocultos tras los visillos.
Apagaban su lámpara para no ser vistos desde fuera, y entonces miraban hacia el
patio central del edificio, donde daban todas las habitaciones. Y allí estaba
él. Siempre a la misma hora. Junto a Piqui.
Piqui era un perrito que todos habían adoptado una
tarde de invierno. Había llegado tiritando de frío hasta la puerta principal.
Tenía el lomo lleno de magulladuras, como si hubiese sido maltratado. Estaba
hambriento, asustado y cojeaba un poco.
Lo curaron, lo alimentaron y le construyeron, entre
todos, una pequeña casita de madera en el patio, para que no pasara frío en las
noches heladas.
Y él... bajaba cada noche, incluso en las más gélidas,
incluso en la gran nevada. Lo recordaban bien. Esa noche, sin importarle el
viento, el frío o la nieve, se quedó agachado junto a la casita, hablando con
el perrito durante horas. Piqui apenas sacaba el hocico por la entrada, pero él
le hablaba con paciencia, con dulzura, como si no quisiera que perdiera el hilo
de la conversación.
—¿Qué pasará por su cabeza? —se preguntaban los demás,
desde las ventanas.
Sentían compasión. Pero no sabían bien por quién: ¿por
él? ¿por Piqui? ¿por ellos mismos?
Algunos hasta le preguntaban en voz baja al propio
perro:
—Piqui, ¿quién es ese que te habla?
Y entonces descubrían algo sorprendente. También ellos
le hablaban a Piqui. Y eso los dejaba pensativos.
De él decían que estaba loco. Que era un fantasma. Que
hablaba con un perro como si fuera una persona.
Cuántas tonterías. Cuánta ignorancia.
Porque lo cierto es que ellos también hablaban con
Piqui.
La biblioteca del abuelo Pedro
El santuario del abuelo Pedro era su biblioteca. Allí,
en una habitación repleta de estanterías y con una gran mesa que hacía las
veces de escritorio, se apilaban más de siete mil libros. Jamás permitía que
sus revoltosos nietos entrasen. Ninguno sentía gran interés, salvo Jorge.
Aunque solo tenía diez años, había heredado del abuelo el amor por la lectura.
Ese día era su cumpleaños. A pesar de haber recibido
muchos regalos, apenas les prestó atención más allá de lo necesario al
desenvolverlos. Los dejó en su habitación sin mayor entusiasmo. Caminaba por la
casa inquieto, como esperando algo más.
El abuelo, al notarlo, le preguntó:
—¿Te encuentras bien, Jorge? ¿No te han gustado los
regalos?
—Sí, abuelo… solo que… esperaba un libro. La semana
pasada leímos un cuento en clase y me pareció más divertido que jugar con un
camión o al fútbol.
—Pero, Jorge, chiquillo… —respondió sonriendo—. ¡Eso
es lo que tienes que hacer! Jugar y divertirte cuando no estés en clase o
haciendo deberes.
—Ya, pero los libros me permiten ser guerrero, pirata,
futbolista, granjero… ¡cualquier cosa!
El abuelo lo miró con ternura.
—Veo que has entendido lo que muchos adultos aún no
comprenden: que un libro no es solo un montón de hojas. La esencia de un libro
es lo que nos transmite, lo que nos enseña. Estoy muy orgulloso de ti.
Entonces se levantó de su viejo sillón y, tomándolo de
la mano, lo condujo al despacho —así llamaban en casa a la biblioteca—. Siempre
estaba cerrado con llave, y solo el abuelo tenía una.
Abrió la puerta y entraron.
Jorge se quedó sin palabras. Sus ojos se agrandaron
como platos, y hasta su nariz parecía olfatear el olor a libros viejos, ese
perfume entrañable que inundaba la sala.
—Ve a aquella estantería del fondo —dijo el abuelo,
señalando la pared izquierda—. Puedes escoger cualquier libro de los dos
estantes de abajo.
Las baldas inferiores estaban llenas de libros
infantiles. Jorge examinaba los títulos cuando uno llamó su atención: Cuentos
de Ibiza. Lo sacó y se lo mostró al abuelo.
—Perfecto —dijo Pedro—. Estoy seguro de que te va a
gustar.
—¡Abuelo! Este verano vamos a ir a Ibiza con mis
papás. ¿A lo mejor reconozco algún lugar del cuento?
—¡Genial! Seguro que podrás identificar los paisajes.
Y cuando lo termines, me lo devuelves. Entonces volveremos a entrar aquí y
podrás elegir otro. Si tu pasión por la lectura sigue creciendo como imagino,
todo esto será tuyo algún día.
Jorge se quedó pensativo. Miró los estantes y luego al
abuelo.
—Abuelo… yo quiero todos estos libros, quiero saborear
su olor… pero no los deseo si tú te vas a morir.
Pedro se agachó y lo abrazó con fuerza.
—Todos morimos, pequeño. Ojalá sea dentro de mucho,
mucho tiempo. No sabemos cuándo nos tocará partir, por eso hay que vivir cada
día como si fuera el último. Y, sobre todo, no perder ni un minuto en buscar la
felicidad.
Le acarició la cabeza con cariño y suspiró. Supo
entonces que su tesoro estaba a salvo. Que su legado, aquel que había
construido a lo largo de una vida entre letras y páginas, estaría en buenas
manos.
La canción de los números
La original forma de enseñar los números a los más
pequeños le valió a Rosalía un reconocimiento muy especial. No solo
obtuvo la calificación necesaria para conseguir su plaza fija como maestra,
sino que además fue propuesta para un premio nacional de innovación educativa.
Pero para
ella, lo más valioso no fue el premio.
Lo mejor ocurrió años después, cuando antiguos alumnos —ya adultos— volvían a
visitarla para saludarla y recordarle con cariño su método único de enseñar.
Muchos le decían:
—¡Seño, aún recuerdo la canción de los números! ¡Se la
he enseñado a mis hijos!
—Y algunos, incluso, a sus nietos.
Rosalía sonreía con emoción. Sabía que esa pequeña
canción, nacida del juego y la creatividad, había dejado una huella profunda.
🎶 La canción de los números 🎶
El uno es un bastón,
muy derechito y delgadón.
El dos es un patito,
nadando en su laguito.
3
El tres, una hormiguita
que sube por la escuelita.
4
El cuatro es una silla,
con respaldo y con costilla.
5
El cinco aún no lo sabemos…
¡Ya lo inventaremos.
6
El seis es una oruguita,
que se enrolla y se despista.
7
El siete, una muletitaque camina con su cintita.
8
El ocho dos ruedas son,
que giran sin ton ni son.
9
El nueve, una piruleta
que gira y nunca se aprieta.
10
Y al llegar al diez, ¡atención!
Empieza la numeración:
1, 2, 3, 4,
5, 6…
7, 8, 9 y 10.
Esta es la numeración,
cántala con la canción.
Desde
entonces, muchos niños aprendieron los números cantando, bailando y riendo.
Y Rosalía supo que había cumplido su misión: enseñar con amor deja huellas que
no se borran.
La casita del árbol
Junto a la casa donde vivía Samuel había un viejo
roble. Algunos lugareños decían que tenía cien años, quizás más. Los niños del
barrio solían jugar bajo su sombra, que era grande y fresca en verano.
Un día, Samuel le pidió a su padre que le construyera
una casita de madera en el árbol. Su padre estudió con cuidado dónde colocarla:
eligió dos ramas gruesas que soportarían bien el peso de la estructura y de los
niños. También ideó un anclaje con barras de hierro que abrazaban el tronco, y
colocó dos soportes verticales para que fuera completamente segura. Para subir
hasta la casa, construyó una escalera de madera.
Samuel estaba entusiasmado. Aquella casita sería su
regalo de cumpleaños, pero aún no la había visto. Su padre la mantenía tapada
con un gran toldo. No tenía idea de cómo era ni de lo bonita que había quedado.
El día de su cumpleaños, Samuel invitó a sus amigos:
Antonio, Miguel, Ismael, Germán y Óscar. Cuando llegó el momento, su padre
retiró el toldo… y todos se quedaron con la boca abierta.
—¡Es la casa más bonita del mundo! —exclamó Samuel,
subiendo corriendo por la escalera.
Sus amigos lo siguieron, fascinados por el interior de
madera, las ventanitas, y el banco que daba justo al tronco principal.
—¡Ahora sí que tenemos un sitio donde jugar sin
molestar a mi mamá! —bromeó Samuel.
—¡Sí, pero tu mamá nos seguirá trayendo sus
pastelitos, ¿verdad? —dijo Miguel, que era el más goloso.
—Claro que sí —rió Samuel—. Le encanta que merendemos
todos juntos. Y la mamá de Ismael siempre trae chocolate.
—Oye, Samuel —intervino Germán—, ¿quieres que haga un
cartel con el nombre de la casa? Sabes que dibujo muy bien y puedo hacerlo muy chuli.
—¡Sí! —respondió Samuel—. Pero primero tenemos que
decidir qué nombre le pondremos.
Se quedaron pensando un buen rato, hasta que Óscar
propuso:
—¿Y si usamos nuestras iniciales?
Samuel se entusiasmó:
—¡Buena
idea! A ver:
Antonio = A
Miguel = M
Ismael = I
Germán = G
Óscar = O
Samuel = S
—¡Mira, se puede leer “LOS AMIGOS”! —dijo Miguel.
Todos unieron sus manos y gritaron al unísono:
—¡Sííííí! ¡La casita del árbol se llamará Los
Amigos!
Y así fue como aquel rincón entre las ramas se
convirtió en el lugar más especial del mundo para un grupo de niños unidos por
la amistad.
Lección de amistad
La tarde invitaba a salir. El sol brillaba con
suavidad y el viento frío de la mañana había amainado. No hacía tanto frío como
al despertar, así que decidió aprovechar y dar un paseo en bicicleta acompañado
de su perro.
Juntos recorrerían los cinco kilómetros que separaban
su casa de la Fuente de las Piedras, un lugar al que solían ir cuando el
día era propicio.
Durante el camino, iba pendiente de Ron, su
perro, un bodeguero andaluz. Era de tamaño mediano, ágil y atlético, de hocico
alargado, orejas altas y ojos intensamente oscuros. Su pelaje, blanco con
manchas negras y fuego alrededor de la cara, le daba una apariencia de máscara.
Corría con alegría, agradecido por el paseo, y aprovechaba para desfogarse y olfatear
cada rincón.
Todo ocurrió muy rápido. En su mente, los recuerdos se
agolpaban confusos. Pero en aquel instante solo hubo un chirrido de frenos… y
un golpe seco.
Un coche invadió el carril por el que circulaban.
Ron iba unos metros por delante. Los suficientes como
para recibir de lleno el impacto que, de otro modo, habría sido para él. El
ciclista, con un movimiento brusco, logró salirse a la cuneta y evitar la
colisión.
Pero Ron no tuvo la misma suerte.
El coche no se detuvo. Ni una frenada, ni una
disculpa. Nada. Solo siguió su camino, dejando atrás el caos y el dolor.
Tiró la bicicleta al suelo y corrió hasta donde estaba
su amigo. Ron aún respiraba. Apenas un hilo de vida lo mantenía consciente. Lo
miró, moviendo apenas los ojos. El chico se arrodilló a su lado, le acarició la
cabeza con las manos temblorosas, mientras las lágrimas caían sin remedio.
—Gracias, Ron —susurró—. Me has salvado la vida… Nunca
te olvidaré. Siempre estarás conmigo.
Ron emitió un leve ladrido. Fue un sonido breve,
suave, como una última caricia… y luego, cerró los ojos para siempre.
Un acto de
amor puede ser silencioso, pequeño, inesperado.
Pero hay amistades que, aún sin palabras, lo dan todo.
Ron lo había dado todo.
Mi burrito Alifonsio
Mis abuelos, Marcos y María, son los padres de mi
papá. Viven en una casa en el campo que visitamos todos los fines de semana.
Por dentro está totalmente restaurada, pero por fuera conserva su aspecto
antiguo: es de piedra y formaba parte de un viejo palacio. En uno de los
laterales puede verse un escudo. El abuelo dice que es un escudo de armas,
porque uno de nuestros antepasados fue conde… o duque, no lo tiene muy claro.
Junto a la casa pasa un río de aguas cristalinas y
heladas, donde se ven truchas, esturiones y barbos nadando. Para llegar a la
casa hay que cruzar un puente de piedra muy chulo. El abuelo dice que es
romano, que tiene miles de años y, aunque no pasan coches porque es estrecho,
sí lo hacen personas, caballos y bicicletas.
Mi abuelo tiene muchos caballos… y también bicicletas,
que alquila a los turistas que vienen a disfrutar de los maravillosos paisajes
de la zona. Hay muchas rutas de senderismo señalizadas para recorrer a pie, a
caballo o en bici.
Hoy es mi cumpleaños.
El fin de semana pasado, el abuelo me dijo que me tenía
preparada una gran sorpresa. Yo pensaba que quizás me dejaría montar a caballo,
aunque siempre me dice que todavía soy pequeño para eso.
Apenas bajé del coche, salí corriendo a buscarlo. No
llevaba nada en las manos, pero yo sabía que no me iba a fallar. Me felicitó,
me abrazó y, alzándome en brazos, me dio un beso.
—¿Quieres ver tu regalo? —me preguntó con una sonrisa.
—¡Claro que sí, abuelo!
Me cogió de la mano y me llevó hasta el establo. En
una de las cuadras había un animalito de orejas enormes. Nos acercamos y lo
acaricié. Tenía el pelo largo y grueso.
—¿Este caballo es raro, abuelo?
—No es un caballo —rió—, es un burrito. Es tu regalo,
además de la enorme tarta que te ha hecho la abuela. Cuando vengas, tú te
encargarás de cuidarlo: darle de comer, cepillarlo… y pronto también podrás
montarlo.
Me explicó que el burrito come poco, pero varias veces
al día. Que su comida favorita es la paja y la cebada. Que es más bajo y lento
que un caballo, pero mucho más cariñoso, y que le encanta que lo acaricien y le
hablen.
—¿También lleva herraduras?
—Sí. Tanto caballos como burros tienen un casco por
pata. Por eso se les colocan herraduras, igual que nosotros llevamos zapatos
para proteger los pies.
—¿Y cómo se llama?
—Aún no tiene nombre —respondió el abuelo—. Eso lo
decides tú.
Me quedé pensando un momento.
—¡Ya lo tengo! Se llamará Alifonsio.
—¿Crees que le gustará ese nombre?
—Mira, abuelo —le dije—, le acabo de preguntar y ha
movido la cabeza como diciendo que sí.
—Entonces se llamará Alifonsio. Vamos a sacarlo un
rato para que coma algo de pasto. Es importante que no se moje: su pelaje no es
impermeable y si se enfría puede enfermar. Para mantenerlo limpio, basta con
cepillarlo todos los días.
Ese fin de semana lo pasé fenomenal. Solo me puse
triste al despedirme. Pero Alifonsio rebuznó justo cuando me iba, como diciendo
adiós. Mi papá nos sacó una foto juntos y parece que en ella mi burrito se está
riendo.
Le prometí que lo cuidaría siempre, porque para mí,
Alifonsio es el mejor regalo del mundo. Y él, moviendo la cabeza de nuevo, me
dio la razón. Estoy seguro de que seremos inseparables.
Milagro en Navidad
Aterida de frío, empujaba un viejo carrito de
supermercado oxidado que contenía todas sus pertenencias: una manta, una muda
de ropa interior, una pequeña almohada, un hornillo de gas de camping, un plato
hondo de latón, un cubierto, una cacerola mediana, dos o tres latas de comida,
una botella de agua y un par de manzanas.
Avanzaba por la calle esquivando a la multitud que
pasaba a su lado sin mirarla… o si lo hacían, era con desprecio. Aunque
procuraba mantenerse aseada, los quince años que llevaba viviendo en la calle
habían dejado huella en su rostro, que mostraba un envejecimiento prematuro.
A su alrededor, la ciudad se entregaba al bullicio
navideño. Algunos cantaban villancicos, otros reían, otros hacían planes para
las vacaciones. Era 24 de diciembre, y para la mayoría era una noche especial.
Para ella, una más. Una noche más sin techo.
La vieja casa abandonada donde se había estado refugiando
en los últimos meses había sido derruida esa misma mañana. Pensaba,
desesperada, en dónde podría dormir. El parque era húmedo y helado. La estación
abandonada de RENFE, demasiado peligrosa: ya había escapado una vez de unos
vándalos que intentaron rociarla con gasolina mientras dormía.
Caminaba entre luces de colores, escaparates decorados
y aromas dulces, pero ella solo era una sombra más, invisible. Con el dorso de
la mano secaba disimuladamente las lágrimas que resbalaban por sus mejillas.
Una vez más, la Navidad le traía tristeza.
Al pasar junto al gran nacimiento instalado por el
Ayuntamiento, se detuvo. Se santiguó y murmuró un Padrenuestro y un Avemaría.
Miró a la Virgen con un gesto de complicidad, como diciendo: Tú también
supiste lo que era no tener dónde cobijarte... y estabas a punto de dar a luz.
Un poco más allá, junto al pesebre, habían colocado
una figura de pastor a tamaño natural, resguardada bajo un pequeño tejadillo de
madera para protegerla del temporal. Entonces tuvo una idea: cuando la calle se
vaciara, podría esconderse detrás de la figura y pasar allí la noche. No sería
cómodo, pero al menos tendría algo de abrigo.
Se sintió aliviada. Poco a poco, su tristeza empezó a
desvanecerse. Cada vez había menos gente, y el frío apuraba a todos a regresar
a sus casas. Casi feliz, empezó a tararear un villancico inventado al momento:
Nochebuena junto al portalito,
la Virgen, San José y el Niño.
Nochebuena de amor,
de esperanza e ilusión.
Cuando la calle quedó casi desierta, se deslizó
silenciosa hasta el belén. Se arropó con la manta y se tumbó sobre la paja,
ocultándose detrás del pastor. Pronto se quedó dormida.
No supo cuánto tiempo había pasado cuando una voz la
sobresaltó:
—¿¡Quién hay ahí!? ¡Salga inmediatamente!
Despertó confusa. Dos policías estaban frente al
portal. Se incorporó como pudo, con el cuerpo entumecido. Aun así, no tenía
frío. La manta, la paja… incluso el aire le parecía más cálido.
—Buenas noches —murmuró tímidamente.
Uno de los agentes la zarandeó con brusquedad.
—Hoy vas a dormir en el calabozo —gruñó.
—¡Juan, déjala hablar! —lo reprendió su compañero—. No
ves que está asustada…
—No hay nada que explicar. Es una vagabunda que se
cree que esto es un hotel.
—Por favor, Juan —insistió el otro—. No la juzgues.
La mujer, con voz casi inaudible, dijo:
—Me llamo Elena.
El policía amable, David, se sintió conmovido. La
figura frágil y temblorosa de Elena le recordaba a su madre, fallecida hacía
apenas dos meses. Sintió el impulso de hacer algo por ella.
—Señora Elena —dijo—, en unos minutos acabo mi turno.
Si quiere, puede venir conmigo a casa. Mi mujer y mi hija estarán encantadas de
compartir la cena con usted. Tenemos una habitación de invitados.
—¿Estás loco? —exclamó Juan—. ¡Llevar a una
desconocida a tu casa en Nochebuena!
David lo miró con compasión. No valía la pena
discutir.
Elena no podía contener las lágrimas. Caminó entre los
dos agentes rumbo a comisaría, esta vez no como sospechosa, sino como invitada.
Una vez allí, David se cambió de ropa y, tomando el
carrito de Elena, la acompañó hasta su casa, a apenas cuatrocientos metros.
—Laura, Alejandra —llamó desde la puerta.
Su hija corrió a abrazarlo. Él la levantó en brazos y
besó a su esposa. Luego, presentó a Elena.
—¿Os parece bien que cene con nosotros? No tiene dónde
ir.
—Claro que sí —respondió Laura con una sonrisa—. Será
un honor compartir esta noche con ella.
La acompañaron a una habitación acogedora, le
ofrecieron ropa limpia y le mostraron el baño. Elena se duchó, se vistió y, por
primera vez en muchos años, se sentó a una mesa rodeada de personas que la
miraban con cariño.
Durante la cena, se sintió querida, respetada, viva.
La pequeña Alejandra la tomó de la mano con confianza.
A la mañana siguiente, Elena despertó en una cama
cálida. Por un momento creyó que todo había sido un sueño… pero no. Estaba en
una casa, con una familia que la había acogido.
Salió al pasillo. Alejandra la esperaba y la llevó al
comedor. Allí, la niña se sentó al piano para tocar un villancico que había
aprendido. Elena, emocionada, se acercó y posó las manos sobre el teclado. Sus
dedos, aunque torpes al principio, comenzaron a interpretar Campanas de
Belén con una delicadeza que dejó a todos boquiabiertos.
—¡Toca como los ángeles! —dijo Laura desde la cocina.
Elena confesó entonces que, en otro tiempo, había sido
pianista. Su esposo, también músico, había muerto repentinamente. Desde
entonces, su vida se vino abajo.
David, conmovido, le propuso algo inesperado:
—¿Quieres enseñar a mi hija a tocar el piano? Tendrás
techo, comida… y una familia. Para nosotros, podrías ser la madre que echamos
de menos. Para Alejandra, la abuela que tanto recuerda.
Elena asintió. No pudo hablar. Solo volvió al piano,
donde improvisó un villancico nuevo:
Nochebuena
junto al portalito,
la Virgen, San José y el Niño.
Nochebuena de amor,
de esperanza e ilusión,
van tocando zambombas,
cantándole coplas al Niño de Dios.
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Andalucía para niños
¿Sabéis qué
es Andalucía?
Es una
comunidad autónoma de España, y precisamente aquí es donde vivimos nosotros.
Contemos
juntos:
- Córdoba, una.
- Málaga, dos.
- Almería, tres.
- Cádiz, cuatro.
- Huelva, cinco.
- Jaén, seis.
- Sevilla, siete.
- Granada, ocho.
¡Muy bien!
Andalucía tiene ocho provincias.
¿A que es un número fácil de recordar?
¿Sabíais que
Andalucía es la comunidad con más habitantes de España?
Y también es la segunda más grande en tamaño.
¡Genial,
verdad!
Además,
tenemos muchísimos kilómetros de playas donde podemos bañarnos y jugar
con las olas.
- El océano Atlántico baña
las costas de Huelva y Cádiz.
- El mar Mediterráneo baña
las de Málaga, Granada y Almería.
Pero no solo
tenemos mar:
También hay ríos donde podemos refrescarnos.
El más importante se llama Guadalquivir.
¿Sabéis
dónde nace?
En la Sierra de Cazorla, en Jaén.
Pasa por Córdoba y Sevilla, y desemboca en el océano Atlántico,
en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz).
También
tenemos muchas montañas para pasear y disfrutar de la naturaleza.
Allí podemos ver:
- Alcornoques, pinos, pinsapos,
olivos y almendros.
- Y oler el romero, el tomillo
y la jara que perfuman el aire.
Con suerte,
también podremos ver animales como:
- Ciervos, gamos, cabras
montesas, liebres, conejos…
Y también algunos más esquivos como: - Lobos ibéricos, zorros, jinetas
y jabalíes.
Estas
especies viven en montañas como Sierra Morena, el Sistema Bético
o la Cordillera Penibética.
¿Habéis oído
hablar de Sierra Nevada?
¡Allí está
el pico más alto de la península Ibérica! Se llama Mulhacén, y cuenta la
leyenda que allí está enterrado un antiguo rey del Reino de Granada.
Pero eso… os lo contaré otro día.
Nuestra bandera
¿Sabéis de
qué color es?
Tiene tres
franjas horizontales del mismo tamaño:
- Verde.
- Blanca.
- Verde.
En el
centro, sobre la franja blanca, hay un escudo:
Un joven sujeta dos leones, y a los lados aparecen dos columnas: son las Columnas
de Hércules.
Nuestro himno
También
tenemos un himno.
La música la compuso José del Castillo Díaz, y la letra la escribió Blas
Infante, a quien llamamos el padre de la patria andaluza.
Está
inspirado en un antiguo canto que los campesinos cantaban durante la siega en
Málaga, Sevilla y Huelva.
¿Sabéis cuántos andaluces famosos ha dado nuestra
tierra?
Pintores:
- Velázquez, Murillo, Valdés
Leal, Zurbarán, Julio Romero de Torres, Picasso…
Escultores:
- Martínez Montañés, Alonso Cano…
Compositores:
- Manuel de Falla, Joaquín
Turina…
Filósofos:
- Séneca, Maimónides, Averroes…
Escritores:
- Antonio de Nebrija, Luis de
Góngora, Gustavo Adolfo Bécquer, los hermanos Álvarez Quintero, Juan Ramón
Jiménez, Federico García Lorca, Rafael Alberti, los hermanos Machado…
¡y muchos más!
Para
terminar, os dejo una poesía que lo resume todo:
Tiene esta
Andalucía nuestra
un encanto y una belleza
que, cuando vienen de fuera,
no quieren volver a su tierra.
Porque aprenden
a reír
cuando pisan nuestro suelo,
y disfrutan nuestras ferias
con alegría y con salero.
Que si la Feria
de Abril en Sevilla
es la más prestigiosa,
no lo son menos otras:
la del Caballo en Jerez,
la de agosto en Málaga,
el Corpus en Granada,
la Virgen del Mar en Almería,
la Salud en Córdoba,
las Colombinas en Huelva,
y San Lucas en Jaén.
Y cuando llega
la primavera,
el olor a azahar y a incienso
nos embriaga los sentidos.
¡Qué hermosa es
nuestra Semana Santa!
Con sus pasos, sus procesiones,
sus nazarenos con cirios,
sus mantillas y emociones.
Yo no sé qué
tiene
esta Andalucía nuestra…
pero ¿a que todos vamos a quererla?
Porque hemos
tenido la suerte
de nacer en esta tierra.
Así que solo
nos queda decir:
¡Viva Andalucía!
¡Viva nuestra tierra!
🎶 Si queréis escuchar el himno de Andalucía, podéis
hacerlo aquí:
https://www.youtube.com/watch?v=4xwwntp91XA