El libro rojo
¿Qué era lo que lo hacía tan codiciado por todos? Lo supimos solo cuando mi
abuelo falleció. Bueno, en realidad, solo yo lo supe. Tuve que decirles que
solo eran pensamientos de él.
A lo largo de su existencia, él creó ese halo que lo hizo ser objeto de
deseo de todos. Mi padre y sus hermanos se disputaban quién se haría con el
libro que llevaba a todas partes y que siempre estaba en su poder. Era
llamativo que también sus nueras quisieran hacerse con él.
Cuando estaba con mi tía María, lo abría, leía una frase y sonreía.
—¿Qué le ha hecho gracia, Manuel? Me gustaría leer esas anotaciones que pone
en su libro. He observado que, a veces, escribe en él cuando está solo, y
muchas otras, como ahora, coge su libro, y, aun estando en compañía, lo relee.
—Hija, la soledad no es buena compañera. Por eso escribo aquí esos
sentimientos de tristeza o melancolía por la falta de mi esposa.
—Deben ser reflexiones muy agradables para hacerle sonreír al releerlas.
Usted no dude en venir a visitarme siempre que quiera. Estaré encantada de
hacerle compañía.
Con mi tía Rosi, leía una frase y su cara se volvía rígida; hasta le
temblaba el labio inferior. Esta le recriminaba su actitud en tono desafiante y
le decía:
—¿Por qué le ha cambiado la cara? ¿Por mí o por lo que haya leído en ese
maldito libro?
Cerraba el libro y le respondía:
—Hija, no hay refrán que no sea verdadero.
—¿Es un libro de refranes ese endiablado libro por el que sus hijos andan
peleando como si fuesen a obtener una gran fortuna por él?
—No quisiera yo que pelearan por él. Es solo un libro y no pone nada que no
conozcáis.
—Pues yo, para qué le voy a negar, estaba interesada por el libro, pero creo
que no vale la pena. Me puede quitar de la lista. Eso sí, no se olvide de
dejarme unos olivillos. Serán de más valor que ese dichoso libro.
Con mi madre era diferente. Abría el libro por el final, donde no había nada
escrito. Las páginas estaban en blanco, porque en realidad todo el contenido
que tenía estaba escrito por el abuelo. Escribía con pluma. Utilizaba una
estilográfica datada en 1929.
—¿No tiene nada escrito ahí, Manuel?
—No, hija. No tengo prisa por acabarlo. Me siento tan bien aquí que no
quiero que llegue el final.
—Bueno, supongo que para todo llegará su tiempo.
—Me temo que sí, hija.
Mi padre tenía dos hermanos. Él era el mayor de todos y ese hecho le parecía
que le daba ventaja sobre los demás. Pero también es cierto que nunca le había
gustado leer, a pesar de que mi madre era una lectora empedernida y en casa
teníamos una extensa biblioteca que supera los mil libros. Según ella, los
había leído todos.
Yo, por mi parte, contaba con tan solo doce años. Al igual que mi madre,
leía bastante y quizás por ello me había llamado la atención el libro. Cómo no,
también su pequeño tamaño, su color, el mimo con el que el abuelo lo acariciaba
antes de abrirlo al sacarlo del bolsillo interior de su chaqueta, donde siempre
lo llevaba consigo. Y lo más curioso: esas páginas en blanco que aún restaban
por llenar de escritura, y que siempre me decía: “Cuando lo acabe será el
final”.
—Pues claro, abuelo —solía decirle.
Él sonreía y decía:
—No, no me refiero al libro. Cuando escriba la última hoja dejaré este
mundo.
—¿A dónde irás, abuelo?
—No lo sé. Quizás a encontrarme con la abuela.
—La abuela está muerta. ¿Quiere eso decir que tú te vas a morir?
—Claro, pequeño. Todos moriremos. Así es la vida: vivimos y morimos —me
decía sonriendo.
—¿Tú no le temes a la muerte, abuelo?
—La muerte no es más que un ciclo que cierra nuestra vida. Lo que ocurre es
que esta nos asusta tanto que no caemos en la cuenta de que quizás sea tan
importante como la vida.
Habían pasado más de dos años desde esta conversación con mi abuelo, y ahora
estaba allí, en aquella sala donde se encontraba mi madre, mis tías y algunos
familiares que solo veía en contadas ocasiones. Las lágrimas corrían por mis
mejillas, mirando a través del cristal que separaba la sala de la cámara
frigorífica donde yacía el cuerpo de mi abuelo. Recordé el libro. ¿Estará en el
bolsillo de su chaqueta? ¿Lo tendrá mi padre o mis tíos? Las preguntas
asaltaban mi mente. Me volví y, casi gritando, dije:
—¡El libro, el libro del abuelo! ¡Quiero el libro del abuelo! ¡Me lo ha
dejado a mí!
Todos me miraron sorprendidos. Cierto es que nadie había reparado en el
libro. El abuelo había muerto esa mañana. Yo me había marchado ya a clase. Él
me despidió con un beso y me dijo: “Hoy tengo algo para ti”.
Llevaba varios días que no se encontraba bien y se había venido a nuestra
casa hasta que se recuperase. Al parecer, se sintió indispuesto y se retrepó en
la silla, pero ya era irreversible. Su cuerpo no respondía y, aunque se avisó
rápidamente a la ambulancia para su traslado al hospital, el derrame cerebral
que sufrió fue tan brutal que este le causó la muerte.
Tanto mi madre como mis tías recriminaron mi actitud, pero me mantuve firme
y, aunque ahora lloraba a moco tendido, dije:
—Mamá, tú lo oíste. Él dijo que hoy tenía algo para mí, y no puede ser otra
cosa que el libro.
—Es mejor que se lo lleve el abuelo. Tus tíos también lo reclaman para sí, y
no debería ser motivo de discordia —dijo mi madre.
—A mí me da igual —dijo mi tía María—. Si lo quiere el chiquillo, ¿por qué
no dárselo?
—Por mí, se puede ir al infierno con ese puñetero libro —musitó entre
dientes mi tía Rosi.
Mi madre, que la había oído, le dio un codazo que la hizo genuflexionarse
del dolor.
—Está bien. Ve y díselo a tu padre. Él sabrá qué hacer.
Sí, tengo el libro. La última página tenía la fecha de la mañana del día en que
falleció, y solo es para decir que el libro es su voluntad: que sea para mí,
con una condición: nadie más puede leerlo, no al menos hasta que yo conozca el
significado de cada frase.
No, creo haber mentido cuando me ha preguntado mi tía Rosi si dice algo de
ella el libro. Les he dicho a todos que no habla de ellos, que solo son
reflexiones. Claro que aún soy pequeño para entenderlo bien, pero seguro que a
mi tía no le habría hecho gracia saber que de ella decía: “Hijos que casé, con
el demonio emparenté”. Claro que ahora no puedo decirle a mi tía María que de
ella decía que era un ángel, que siempre que estaba con ella le hacía sonreír y
sus horas de soledad le eran más llevaderas, sabiendo que ella se sentía
gustosa con su compañía. A mi madre me hubiera gustado poder decirle que
pensaba que se parecía a su esposa, por eso abría el libro delante de ella con
las páginas en blanco: porque necesitaría muchos libros como ese para comparar
sus virtudes y también sus defectos, que al parecer, hasta en eso coincidían.
De sus hijos decía que eran su tesoro más valioso. Eran talentosos y
juiciosos.
A mí me había dedicado una frase: “Importa mucho más lo que tú pienses de ti
mismo que lo que los demás opinen de ti”.
El libro contiene ciento sesenta pensamientos. No, no es un libro para leer,
es un libro para razonar sus reflexiones. Cada día intento analizar una frase.
Le he llamado el libro de la vida.
Entre esta primera frase: “La vida es una espiral de sueños que día a día
nos aleja de nuestras ilusiones para enfrentarnos a nuestra realidad” (autor:
mi abuelo), y esta última: “Lástima que cuando uno empieza a aprender el oficio
de vivir, ya es hora de morir” (Ernesto Sábato),
el libro hace el recorrido de toda una vida, que no es exclusivamente la
suya: puede ser la tuya, la mía o la de todos aquellos que se acerquen a la
lectura, ya que lo que es evidente es que lo que le debemos al juego de nuestra
imaginación es incalculable (Carl Gustav Jung).
Pero sin duda, lo que yo le debo a mi abuelo es el haberme enseñado a amar
los libros, y ha sido el camino que me ha llevado al aprendizaje, y, por qué
no, a hablarles del libro rojo de mi abuelo. Solo cuando haya asimilado su
mensaje, les desvelaré su contenido.