EL HALLAZGO (NOVELA CORTA)

 CAPÍTULO I

La vieja estilográfica, de cuerpo azul cobalto, boquilla negra y capuchón bañado en oro con guilloqueado longitudinal, lucía un gran plumín dorado, de punta de iridio decorada con un grabado minucioso. Funcionaba con cargador y había pertenecido a su abuelo materno, abogado de profesión. Databa de 1920.

Nunca se había fijado en aquel dibujo del plumín. Sin embargo, al limpiarlo, le vino a la memoria haberlo visto antes, aunque no recordaba si fue en un escudo, en un cuadro o en alguna talla del escritorio de su abuelo. Se levantó del sillón como impulsado por un resorte y se acercó a la inmensa estantería que forraba toda una pared, interrumpida en el centro por una imponente chimenea francesa. Sobre ella colgaba un retrato a plumilla de su abuelo, con la toga puesta, que parecía observarlo con severidad.

Tomó el taburete que usaba para alcanzar los libros de los anaqueles más altos y descolgó el cuadro. Tras él quedó al descubierto una talla idéntica al grabado del plumín, labrada en el mármol que revestía la chimenea. Posó la mano sobre la piedra, admirando su acabado. De pronto, la pared giró lentamente unos veinte grados y se detuvo. Cogió una linterna y, sin pensarlo demasiado, se internó en la oquedad que se había abierto.

El pasillo, de no más de un metro de ancho, desembocaba en una recámara amueblada al estilo Luis XV.

Los recuerdos se agolparon en su mente. Había estado allí de niño. Un velo de tristeza le recorrió el rostro. Su memoria le proyectó, como en una película, el momento exacto. Se vio a sí mismo, con tres o cuatro años, jugando en el despacho del abuelo, donde a los niños les estaba terminantemente prohibido entrar. Pero él, desobediente, aprovechaba cualquier ocasión para hacerlo, fascinado por la belleza de tantos libros, que ejercían sobre él una atracción irresistible.

Ese día escuchó las voces de su abuelo, discutiendo con alguien. Nunca supo con quién ni por qué. Rápidamente se escondió tras un sillón. El abuelo cerró la puerta con un portazo, accionó el mecanismo secreto y entró en la recámara. No podía precisar cuánto tiempo pasó, pero la luz tenue que se filtraba por la ventana le indicó que ya caía la tarde. Debió quedarse dormido. Al despertar, decidió buscar a su abuelo y se aventuró en el pasillo iluminado por un pequeño candil. Al llegar a la habitación, lo vio acostado; creyó que dormía y no quiso despertarlo. Salió corriendo. En su prisa tropezó con algo, y la pared empezó a cerrarse. Logró salir justo antes de que quedara sellada.

Aún temblaba por el susto cuando se abrió la puerta del despacho y su madre, visiblemente alterada, le gritó:

—¿Se puede saber qué haces aquí? ¡Nos has dado un susto de muerte! Llevo horas buscándote. Además, sabes que tu abuelo no quiere que entren los niños: tiene muchos papeles importantes en la mesa.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Ahora, ya adulto, proyectó la luz de la linterna sobre la cama y comprendió que la figura que había visto entonces no dormía: era el cuerpo descompuesto de su abuelo. En lo que quedaba de su mano derecha descansaba un revólver LeMat 1856, de nueve cartuchos.

Todos habían creído que el abuelo se había marchado a América, su sueño de siempre, dejando atrás a la abuela. Las vidas de ambos se habían vuelto un infierno, marcadas por peleas continuas en las que la soberbia de él y la tozudez de ella terminaban por desgastarlos.

Cincuenta años después, aquel hallazgo abría demasiados interrogantes.

Ahora entendía. Su abuelo yacía en una cámara secreta de su propia casa. Durante medio siglo, la familia lo había dado por huido. Descubrirlo así suponía un cambio radical en la memoria de aquel hombre. Estaba decidido a llegar al fondo del asunto. Mientras él, niño, se quedaba dormido en el despacho, su abuelo se había quitado la vida. Nunca habló de lo que vio, por miedo a una reprimenda… y, siendo sincero, porque lo olvidó. Tenía apenas tres años. Cuando su madre lo encontró, estaba tan aliviado de no haber quedado encerrado que no hizo el menor esfuerzo por recordar lo ocurrido unos segundos antes.

En la mano izquierda del cadáver había un papel doblado, amarillento por el paso del tiempo. Sin duda, allí estaría la clave de lo sucedido. Pensó en tomarlo y leerlo, pero se contuvo: debía avisar a la policía.

Salió de la estancia. Allí no había cobertura para telefonear. Mientras llamaba a la policía, subió a buscar a su madre, que estaba en su habitación, en la planta superior.

Le resultaba incomprensible que nadie supiera de la existencia de aquella cámara secreta. De haberlo sabido, el cuerpo habría sido hallado mucho antes y no por casualidad. Recordó la figura de su abuelo: un hombre alto —ciento noventa centímetros—, de complexión fuerte, siempre vestido con traje y chaleco. La barba blanca, perfectamente recortada, enmarcaba su voz grave, que sonaba como un trueno cuando alzaba la voz. Llevaba lentes redondas con patillas y puente de oro. En su prominente barriga resaltaba una gruesa cadena dorada, de la que pendía un voluminoso reloj de bolsillo que asomaba por el chaleco. Ahora le parecía algo ostentoso, pero de niño aquella cadena lo fascinaba, sobre todo cuando el abuelo lo sentaba en las rodillas para reprenderle por sus travesuras.

Encontró a su madre en un sillón orejero de piel, junto a una mesilla camilla. Sobre su regazo, un libro caído de sus manos; sin duda, se había quedado dormida.

La sacudió suavemente por los hombros.

—Mamá, mamá…

Los ojos azules de la anciana lo miraron interrogantes.

—¿Ocurre algo para que vengas a molestarme cuando estoy leyendo? —dijo, y soltó una carcajada—. ¿Vaya, te he asustado? Igual que cuando eras pequeño. Nunca has sabido captar mis bromas.

—Déjate de bromas, mamá. No te preocupes ni te alteres… No sé por dónde empezar.

—¿Decirme qué? ¿Quieres dejar de hacer el idiota y contarme qué sucede?

—Es que no quiero que te afecte, por tu corazón. He encontrado al abuelo… pero está muerto, en una cámara secreta de nuestra casa.

La palidez que se dibujó en el rostro de su madre le hizo reaccionar. Le acercó una pastilla de una cajetilla sobre la mesa y un vaso de agua. Ella la tomó despacio.

—He llamado a la policía. Tendremos que bajar para que, cuando lleguen, podamos ayudarles en la investigación.

—Quiero verle.

—No, mamá, no debes. Cuando retiren el cuerpo, te llevaré a esa cámara secreta. Por cierto… ¿sabías que existía? ¿Nunca te han hablado de ella? ¿Ni la abuela?

—En la vida he oído hablar de estancias secretas en esta casa. Por cierto, ¿cómo la has encontrado?

 

CAPÍTULO II

Del voluminoso legajo de papeles que componían el sumario abierto tras el hallazgo de su abuelo, solo le interesaba una cosa: la carta que el cadáver portaba en la mano. Hojeó el expediente hasta encontrarla, se sentó y, colocándose las lentes de lectura, comenzó a leer detenidamente:

Querida Elena:

Últimamente discutimos mucho, lo sé. Mi carácter se ha vuelto más irascible. Cuando leas esta carta, pensarás que he sido un cobarde y que no pienso en nada más que en mí, dejándote sola con este acto tan irracional de quitarme la vida.

Sin embargo, nuestro médico y amigo de la familia, Carlos Pérez, te dirá que solo he adelantado lo que tarde o temprano iba a suceder, evitándote un largo y penoso sufrimiento al verme consumido por el dolor. Hace cuatro meses me diagnosticó un tumor en la sangre: leucemia mielocítica, en una fase muy difícil de tratar.

Durante este tiempo he intentado ocultarte mi estado, aunque últimamente mi fatiga, debilidad y sudores nocturnos ya te habían alarmado. Me insistías en que consultara a otro médico, pero yo te repetía lo que Carlos me decía: que no era nada importante.

Ahora, en esta despedida, solo te pido que me recuerdes como era cuando nos conocimos: un joven ambicioso y algo irreflexivo, pero que tenía claro que tú eras la mujer de mi vida y que mi profesión era mi pasión.

Mi profesión nos dio casi todo lo que poseemos materialmente, y tú me diste mi otro gran amor: nuestra hija Ana.

Idolatrada Ana, mi orgullo. Ya con nueve años tocabas el piano para deleite de tu madre y mío. Ahora eres una mujer y me has dado un precioso nieto. Has seguido mis pasos en la abogacía y te consideran mejor jurista que yo. El bufete no perderá nada con mi ausencia. Sé que te enfadarás conmigo cuando leas esto, pero siempre hemos hablado de que ni tu madre ni yo seríamos una carga para ti.

Lo lamento por tu hijo Roberto, mi adorado nieto. Con él estaba viviendo una segunda juventud. Estos cuatro meses, su alegría ha sido la fuerza que me impulsaba a soportar el sufrimiento.

Adorado Roberto, aún eres muy pequeño y quizá seas quien menos note mi ausencia, pero quiero despedirme de ti, mi curioso y revoltoso nieto. Sigue nuestros pasos; aunque tu madre ha dejado el listón alto, sé que serás un gran abogado: eres despierto y sagaz.

Amada familia, esto no es cobardía, sino un acto de amor. Ojalá lo vierais como yo. Os quiero y espero que me perdonéis, con todo mi amor.

 

 


Fdo.: Roberto Martos Arévalo

La firma solemne no era la habitual de su abuelo; solo la usaba para escrituras de compraventa y documentos de importancia. Al observarla, reparó en un extraño detalle: un dibujo integrado en la rúbrica, idéntico al grabado en el plumín dorado de la estilográfica heredada, y también igual a la talla del mármol en la chimenea que daba acceso a la cámara secreta.

 

CAPÍTULO III

La misa funeral de su abuelo iba a celebrarse en la intimidad, solo con la familia y algunos amigos cercanos. Por eso le sorprendió tanto que, al llegar a la pequeña iglesia elegida para la ocasión, la encontrara completamente llena y con un buen número de personas en la puerta, esperando para darle el pésame. Abrumado, se preguntó cómo era posible que tantos recordaran a su abuelo. También recordó que muchos fueron quienes lo difamaron, creyendo que había abandonado a la familia para marcharse. Tal vez ahora querían resarcirse del daño causado con sus comentarios.

Miró a su madre, sentada en el primer banco, recibiendo las condolencias. Apenas se sostenía en pie y de sus ojos, enrojecidos por el llanto, caían lágrimas silenciosas. Él también estaba conmovido, y las palabras de la carta resonaban en su mente con la voz grave de su abuelo: «Amada familia, no es un acto de cobardía, es un acto de amor. Ojalá lo pudierais ver como yo. Os quiero y espero que sepáis perdonarme».

Para él no había nada que perdonar. Pero su madre, cuando leyó la carta, maldijo a su padre como si estuviera poseída por la rabia. Nunca la había visto tan fuera de sí. Ahora, en cambio, la veía abatida, quizá consciente de que su reacción inicial había sido injusta y de que, tal vez, empezaba a comprender la decisión de su padre.

Salió de su ensimismamiento cuando el sacerdote comenzó la homilía, alabando la entereza de la familia y reconociendo el sufrimiento de tantos años sin saber del hermano, del marido, del padre, del abuelo. Dijo que, ahora que se conocía su triste final, podrían cerrar una herida abierta durante medio siglo. Sin embargo, dejó entrever una crítica al finado por no esperar los designios del Señor. Aquella insinuación molestó a Roberto. Cuando, al final de la liturgia, el párroco le dio el pésame, él fue frío y distante, a pesar de que había sido su monaguillo y, en la actualidad, era el confesor de su madre y suyo. No entendía cómo podía juzgar sin conocer a fondo lo sucedido.

Llovía al salir de la iglesia, así que decidieron ir al cementerio en coche, aunque la distancia era corta. Aun así, debieron avanzar lentamente, seguidos por una gran comitiva de personas que caminaban tras el coche fúnebre y el suyo.

El panteón familiar, situado en la calle central del camposanto, estaba presidido por una enorme cruz de mármol. A cada lado, dos grandes losas cubrían las sepulturas, con capacidad para cuatro cuerpos cada una. Estaba abierta la de la derecha de la cruz, donde ya yacían su abuela —fallecida diez años atrás— y su tío Carmelo, hermano menor de su madre, muerto a los veinte años en un accidente de tráfico. Su abuelo ocuparía el tercer nicho.

Los operarios trabajaban con precisión. Colocaron el ataúd en la cripta y la cerraron con dos placas de cemento. Colocar la losa de mármol les llevó más tiempo por su peso.

Roberto sintió un vacío enorme al ver sellado el panteón. Miró la cruz y rezó un padrenuestro y un avemaría en un último adiós. Entonces reparó en algo: en el centro de la cruz había una talla idéntica al dibujo grabado en la vieja estilográfica del abuelo y a la talla de la chimenea que daba paso a la cámara secreta.

Agradeció a los asistentes y buscó a su madre, que se guarecía bajo un enorme paraguas.

Él sentía frío: el traje estaba empapado por el sirimiri constante.

El hombre que sostenía el paraguas sobre su madre le resultó vagamente familiar. Ella se lo presentó: era Carlos Pérez, el médico de su abuelo.

—Este es mi hijo Ricardo —dijo ella.

Ambos se estrecharon la mano. Al oírlo hablar, Roberto reconoció en Carlos la voz que había escuchado discutiendo con su abuelo el día de su desaparición.

Subieron al coche: la madre en el asiento trasero, Carlos de copiloto y Roberto al volante. El trayecto, de apenas cinco kilómetros, se le hizo eterno. El silencio era incómodo. Quería preguntar al médico por aquella discusión, pero no delante de su madre. Ella, por su parte, apenas hablaba desde que insultó a su padre tras leer la carta; parecía avergonzada. Carlos también tenía algo que decirle a Roberto, pero prefería esperar a estar a solas.

Cuando su madre anunció que Carlos se quedaría a pasar la noche, le pareció una buena oportunidad para hablar. El doctor tendría que aclarar muchas cosas, y, dado que vivía en otra ciudad, quizá era la ocasión más propicia.

 

CAPÍTULO IV

Se levantó muy temprano; apenas había podido dormir. Desayunó en el comedor con su madre y Carlos. Al terminar, Ana se marchó, dejando a su hijo y al médico. Roberto propuso que fueran a su despacho, donde estarían más cómodos para conversar.

Carlos conocía bien aquel lugar; evocó las incontables veces que había estado allí con su amigo, el abuelo de Roberto. Sacó del bolsillo de su americana un anillo de oro y lo colocó sobre la mesa. Sobre un fondo azul cobalto estaba grabado el mismo dibujo del plumín de la estilográfica, idéntico al de la talla de la chimenea que abría la cámara secreta.

Roberto lo observó, intrigado.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Es tuyo —respondió el médico—. Perteneció a tu abuelo, que me lo entregó el día antes de su desaparición, aquí mismo, en este despacho. Discutimos: yo no quería aceptarlo, pero él insistió. Siempre ha pertenecido a tu familia. Fue un antepasado tuyo quien fundó la Sociedad hace casi cuatrocientos años. Ahora eres tú quien debe tenerlo y dirigirla. Sería un honor que la presidiera un descendiente directo de su fundador.

Roberto apenas entendía lo que escuchaba, así que dejó que el doctor continuara.

—Tu abuelo estaba muy enfermo. Según los informes médicos, le quedaban unos meses de vida. Antes de que apareciera su enfermedad, tenía pensado irse a América; de ahí que todos creyeran que se había marchado. Yo siempre dudé de que pudiera soportar un viaje tan largo. Jamás imaginé que se hubiera quitado la vida. En cuanto al anillo, la Sociedad aceptó que yo la presidiera, porque el poseedor del anillo siempre es respetado, si ha sido designado por su antecesor.

—¿Pero qué Sociedad? —preguntó Roberto.

—Te ayudaré a ponerte al día. Tu abuelo se alegró mucho al saber que su hija tendría un varón. Según los estatutos, solo los hombres pueden presidirla. Cierto es que hay mujeres en la Sociedad, pero todavía hay que abrir muchas mentes machistas, incluso entre los más ilustres miembros, brillantes en sus campos. Tu madre formó parte de ella, pero la abandonó tras la desaparición de tu abuelo. Estaba furiosa, y respetamos su decisión.

Nuestra finalidad es encontrar el camino hacia la sabiduría en todas sus facetas. Somos mecenas: promovemos el arte y la cultura en todos los estratos de la sociedad. Tenemos muchos enemigos, sobre todo políticos, que prefieren seguidores sin pensamiento crítico.

Carlos se acomodó en un sillón, respiró hondo y prosiguió:

—Debes estar preparado para la misión que tu abuelo ha puesto a tu alcance. Su hallazgo nos ha trastornado más que confortado. La vida es una serie de encuentros; este, para tu madre y para quienes fuimos amigos suyos, pone fin a un sufrimiento largo.

Roberto, aturdido, jugueteaba con el anillo.

—Colócatelo en el dedo meñique de la mano derecha —le indicó Carlos.

—¿Por qué?

—En la Biblia, la mano derecha simboliza favor o justicia. Y llevar un anillo en el meñique representa el orgullo por la propia profesión y la humildad para servir a los demás. Ese es nuestro principio esencial.

Con parsimonia, Roberto se lo puso. El grabado le resultaba familiar, pero ahora necesitaba conocer a fondo su significado y la historia de esa Sociedad, así como el motivo que llevó a su antepasado a fundarla.

—Háblame de la Sociedad, Carlos.

—Actualmente tiene ciento veinte miembros. Sus objetivos, ideas y métodos permanecen ocultos para los no iniciados. Fue fundada en el siglo XVII, en pleno Siglo de Oro, el 22 de abril de 1626, décimo aniversario de la muerte de Cervantes. Algunos de sus fundadores venían de otra sociedad que se disolvió por disputas internas. Tu antepasado, notario de profesión, abandonó su cargo para dedicarse en cuerpo y alma a crear esta nueva hermandad.

En aquel convulso momento, una premisa debía prevalecer: “La venganza no es justicia, sino una forma de justificar el mal”. Vendió casi todo su patrimonio en favor de las artes. Conservó únicamente un palacio con un pórtico de columnas pseudo-jónicas y una bodega subterránea, en la zona del Campo de Montiel, donde aún hoy nos reunimos una vez cada trimestre.

—Por ahora, es todo lo que necesitas saber —concluyó Carlos—. Convocaré una reunión extraordinaria para presentarte formalmente. Abandonaré mi puesto, que pasará a ti, y entonces se te revelará el resto.

 

CAPÍTULO V

El hallazgo del cadáver de su abuelo, lejos de reconfortarlo como había sugerido Carlos, lo inquietaba. Si bien para su madre suponía el fin de décadas de incertidumbre, para él significaba verse arrastrado hacia un destino desconocido, una misión cuya magnitud ignoraba pero que, al parecer, estaba en sus manos como legítimo continuador de sus antepasados. Aun así, estaba dispuesto a asumir el honor.

Despidió a Carlos cerca del mediodía y lo vio marcharse en su viejo Mercedes, casi tan veterano como él, aunque impecablemente conservado. Entonces recordó que en el garaje aún estaba el coche de su abuelo, idéntico a ese. Tras la desaparición, nunca se había usado. Varios quisieron comprárselo a su madre, pues era una joya, pero ella jamás aceptó. Era un modelo de 1960: un Mercedes-Benz 220/S Pontón.

El coche, que hasta entonces le había pasado inadvertido, parecía ahora adquirir un significado especial. Corrió al despacho, buscó las llaves y fue al garaje. Extrajo la batería, limpió los bornes, la conectó a un cargador y lo enchufó. Sabía que tardaría unas doce horas en cargarse. El vehículo estaba impecable, por dentro y por fuera: su abuelo solo lo había usado seis meses. Se fijó en que el símbolo de Mercedes en el volante había sido sustituido por una talla con el mismo dibujo que él ya reconocía como emblema familiar.

Quería hablar con su madre sobre la Sociedad, pero ella se había encerrado en su habitación. Se negaba a tratar cualquier asunto relacionado con su padre. Desde siempre había repetido: «Tu padre se fue por culpa de la Sociedad». Ahora temía que, de un modo u otro, su hijo también se alejara de ella.

Ana —la madre de Roberto— había tenido que enfrentar a sus propios padres para seguir adelante cuando supo que estaba embarazada. Javier, el padre de Roberto, desapareció de su vida en cuanto conoció la noticia. Por eso su hijo llevaba solo sus apellidos. La desaparición de su padre, la muerte de su hermano en un accidente de tráfico cuando regresaba de París para casarse, el fallecimiento de su madre el mismo día en que cumplía setenta y cinco años… todo eso había marcado su vida. Tras romper con Javier, cerró las puertas al amor. Muchos intentaron conquistarla, pero siempre fue esquiva, y con el tiempo todos desistieron. Ahora, ya anciana, sentía que esa decisión la había condenado a una soledad irremediable.

Roberto volvió a su despacho y, accionando el mecanismo secreto, se internó en la cámara. Con la linterna, recorrió la estancia con detenimiento. Una estantería repleta de legajos llamó su atención. Tomó uno al azar: eran relatos manuscritos del siglo XIX, firmados por un antepasado, con el emblema familiar grabado.

Se sentó a leer. El estilo era sencillo y claro; describía costumbres, formas de vida y paisajes rurales. Un debate sobre la tauromaquia le resultó de sorprendente actualidad. El autor simpatizaba con los defensores de la fiesta. Otro relato comenzaba con la pregunta: «¿Qué pasa con Cataluña?», y abordaba los sucesos de 1714, aclarando que no fue una guerra entre territorios, sino una guerra de sucesión tras la muerte sin descendencia de Carlos II. También narraba cómo Cataluña se anexionó a Francia en 1640 y volvió a España en 1652. Roberto pensó que era una lectura obligada para quienes defendían la independencia en el presente.

Aquel hallazgo le hizo reflexionar. Tal vez no era casualidad. Quizá el destino existía y su vida estaba guiada por fuerzas superiores. O tal vez había varios caminos posibles, y eran nuestras decisiones las que nos conducían a uno u otro. «La vida es un continuo hallazgo de nosotros mismos», pensó, aunque sin mucha convicción.

Dejó el legajo sobre la mesa y bajó al garaje para revisar el coche. La carga de la batería estaba completa. La montó, giró la llave y el motor rugió suavemente, como si no hubiera pasado tres décadas apagado. Le sorprendió, pero no podía sacarlo a la calle: primero debía poner en regla la documentación y encargar a un mecánico una revisión a fondo.

 

CAPÍTULO VI

No entendía qué le estaba ocurriendo. Desde que se puso el anillo, sentía que había cambiado; era como si se hubiera transformado en otra persona. Quizá también me he encontrado a mí mismo, pensó. La vida que hasta entonces le había parecido rutinaria ahora se llenaba de un entusiasmo nuevo ante el reto de presidir una Sociedad que, aunque desconocida para él, perseguía fines que consideraba loables.

Pasaba buena parte de su tiempo libre en la cámara secreta donde había encontrado a su abuelo.

En una estantería repleta de libros antiguos, descubrió una caja metálica cerrada. La abrió y halló en su interior un libro de 1714, en perfecto estado de conservación. Lo tomó con sumo cuidado y hojeó sus impresionantes grabados, tanto en la portada como en la contraportada de piel.

El volumen reunía un conjunto de legajos encuadernados, de difícil comprensión. Trataba sobre sociedades secretas: normas de funcionamiento, composición del consejo, reglamentos, juramentos de acatamiento para los iniciados y procesos de expulsión para quienes incumplieran las reglas. La segunda parte detallaba casos de expulsión y castigos impuestos a miembros que habían cometido acciones deshonrosas contra la orden.

Un marcador señalaba un pasaje. Lo abrió y comenzó a leer:

Alfonso Martos Ávalos, sacerdote y miembro de la orden, abusó de su sobrina. Aunque esta lo denunció a las autoridades eclesiásticas, el caso tuvo poca repercusión, pues era viuda y tenía fama de casquivana.

Para vengarse, la sobrina tendió una trampa a su tío, acusándolo de apropiarse del Cristo de las Batallas, obra de Francisco del Rincón para la iglesia de Santa María Magdalena de Valladolid, y de robar cinco mil reales destinados a pagar el retablo mayor de la iglesia de las Angustias.

La traición a un hermano y el robo eran castigados no solo con la expulsión, sino también con severos tormentos físicos. Al salir a la luz los abusos y desmanes del sacerdote, fue colgado por los genitales en el sótano del castillo donde la sociedad celebraba sus reuniones. Durante toda la noche, ratas hambrientas le royeron las manos y el rostro, dejándole las cuencas oculares vacías.

Roberto sintió náuseas y estuvo a punto de devolver el frugal desayuno. Volvió a colocar el marcador y abrió el libro por otra parte:

Tan lamentable suceso supuso un punto de inflexión. Algunos aplaudían este tipo de castigo, pero otros pensaban que la venganza no era justicia, sino una forma de justificar el mal. Los eruditos que se oponían a la barbarie abandonaron la sociedad matriz y fundaron una nueva hermandad.

Su lema: “Encontrar el camino a la sabiduría en todas sus facetas, procurar aflorar el arte y la cultura en todos los estamentos de la vida y llevarlos a todos los estadios sociales”.

Se quedó pensativo, recordando lo que Carlos le había dicho: «El conocimiento es la luz que en nuestro camino nos hará libres, aunque no podemos olvidar que nuestra ignorancia es infinita».

¿Eran esos los objetivos? ¿Por qué, entonces, sus principales miembros siempre estaban cerca del poder: en la administración, en el mundo empresarial o académico?

Siguió leyendo y encontró, grabado en relieve, el mismo símbolo que había visto en el plumín de su pluma, en la chimenea y en el anillo. Debajo, un nombre: Roberto Martos Ávalos.

La sociedad matriz quedó desangrada. La mayoría de sus miembros, en desacuerdo con los métodos aplicados, se unió a la nueva. El fundador fue Roberto Martos Ávalos, hijo ilegítimo de la sobrina y del sacerdote ajusticiado. A los 23 años creó la hermandad, con la intención de aplicar una justicia justa y desterrar la venganza.

La nueva jerarquía se estructuró en cuatro niveles: aceptado, iniciado, superior y supremo.

Carlos ya le había explicado que el título de “aceptado” se otorgaba a aquellos que la sociedad ayudaba, ya fuera financiando sus estudios o impulsando sus obras artísticas, culturales o científicas.


CAPÍTULO VII

Con renovado interés, retomó la lectura donde había dejado el marcador.

La mañana del 4 de marzo de 1714 amaneció fría y lluviosa. Salió de su casa para ir al castillo a recoger el cuerpo de su padre: le habían comunicado su muerte. No pudo evitar sentir un vacío desolador. Heredaría toda su hacienda, pero sabía que, como condición, no podría acoger a su madre en ella. Solo podría ayudarla económicamente.

El horror era indescriptible. El cuerpo, prácticamente descarnado y roído por las ratas, yacía en el suelo, rodeado de los roedores que continuaban su festín. Hubo que encender varias antorchas para ahuyentarlos. Los criados se negaban a tocar el cadáver mientras quedara alguno. Cuando por fin se alejaron, lo depositaron en una caja de madera para enterrarlo.

Aunque gozaba de nombre y privilegio, su hijo se negó a que fuera sepultado en la iglesia, argumentando, además, las condiciones insalubres de estos enterramientos. En realidad, consideraba que un ser tan miserable no merecía reposar en un lugar sagrado.

A las autoridades se les ocultó la verdadera causa de la muerte. Se pagaron buenas sumas a quienes juraron que había quedado encerrado accidentalmente en el sótano del castillo. Allí, los roedores acabaron con él. El falso robo nunca se denunció oficialmente.

Cuando el hijo le relató a su madre cómo había muerto su tío, ella rió con estrépito en plena plaza del mercado. Pero en su rostro se dibujó también una sombra: no tardaría en sufrir las presiones de quienes la habían ayudado a inventar la acusación, temerosos de que ella revelara la verdad.

A cambio de una bolsa con monedas de oro, aceptó no vivir con su hijo para no poner en riesgo la herencia. Fue valiente, muy valiente: dio su vida para salvar el buen nombre de él. La amenazaron con difundir que había provocado la muerte de su tío para quedarse con sus bienes. Ante las autoridades confesó que todo había sido una trama urdida junto a otros para acusar falsamente al sacerdote.

El asunto provocó revuelo en el pueblo, pero las autoridades cerraron el caso con rapidez, dada la posición social de los implicados. La versión oficial fue que el sacerdote había bajado al sótano a esconder un cáliz robado y que, al cerrarse la puerta por accidente, quedó atrapado y fue hallado muerto al día siguiente.

 

CAPÍTULO VIII

Quería profundizar en la historia de la Sociedad. Entre los papeles halló un pergamino con la lista de quienes habían presidido la hermandad desde su fundación.

Le llamó la atención que el fundador no solo se llamara igual que él, sino que también compartieran el segundo apellido. Recordó que su madre lo había inscrito en el Registro Civil con sus apellidos, ya que su padre biológico se desentendió de él antes de nacer. Su abuela se llamaba María Concepción Ávalos Tovar.

Debo buscar el árbol genealógico de la abuela, pensó. El apellido Ávalos era muy antiguo; quizá de origen godo. No le sorprendería que cualquier hallazgo a estas alturas revelara lazos lejanos con aquellos primeros tiempos.

Desenrolló el pergamino y leyó la lista:

  • Roberto Martos Ávalos (1600-1670): Presidió la sociedad desde 1626, cuando contaba con 26 años, hasta su muerte, un total de 44 años.
  • Cristóbal Martos Galé (1632-1690): Cuando contaba con 38 años, en 1670 hasta su fallecimiento está al frente de la sociedad durante 20 años.
  • Jerónimo Martos Lobera (1668-1725): Tenía 22 años cuando en el 1690 se le otorga el derecho de presidir la sociedad. Hasta su fallecimiento transcurrieron 35 años de presidencia.
  • Diego Martos Iborte (1703-1772): Al igual que su padre, Diego tiene 22 años cuando toma posesión de presidir la sociedad es el año  1725. Y con él sería uno de los periodos más largos de duración, ya que durante 47 años estuvo al frente.
  • Lorenzo Martos Giménez (1743-1801): Con 29 años en el 1772 presidió la sociedad, la cual dejaría 29 años después tras su fallecimiento.
  • Alonso Martos Olite (1771-1825): Preside en 1801, cuando contaba con 30 años de edad, por un periodo de 24 años, acaecida cuando contaba con 54 años.
  • Bartolomé Martos Santos (1803-1872): Igual que algunos antepasados suyos muy joven, con 22 años presidió la sociedad y al igual que otro de sus antepasados   es el periodo más largo que hasta ahora la dirigido un Supremo,  47 años.
  • Pedro Martos Casanova (1839-1900): Con 33 años presidió la sociedad, desde 1872 durante 28 años, hasta su muerte acaecida cuando contaba con 61 años.
  • Ramón Martos Lobera (1867-1920): Al igual que su predecesor contaba con 33 años cuando preside la sociedad en el año 1990. Durante sus 20 años.
  • Diego Martos Navarro (1898-1965): Contaba con 22 años cuando en el 1920 sería designado para presidir la sociedad, hasta su fallecimiento en 1965 sería otro de los Supremos que más han estado al frente de la misma.

El listado terminaba con su bisabuelo:

En una hoja aparte anotó y adjunto ésta al pergamino.

  • Roberto Martos Arévalo (1928-1992): Con 37 presidió la sociedad en 1965. Con su desaparición acaecida en el año 1992, ha estado al frente 27 años.
  • Carlos Navarro Lacosta (1992-2022): 1992 algo más de 29 años.

Y, sin completar:

  • Roberto Martos Ávalos: Nació 1988. Preside la sociedad con 33 años, en el  2021????

Guardó el pergamino y anotó aparte la suma de todos los periodos. Solo faltaban cinco años para que la Sociedad cumpliera su cuarto centenario.

La cantidad de pergaminos, carpetas y libros antiguos que había encontrado en la cámara secreta le llevaría meses de estudio. Sin embargo, estaba decidido a hacerlo. Desde que se colocó el anillo, algo había cambiado en él.

Dejó el pergamino en su sitio y un libro llamó su atención: de pastas negras y en el lomo negro, destacaba en letras blancas, Peña - Mariana Pineda. Lo retiró con cuidado y, al abrirlo, cayó al suelo un papel amarillento.

Lo recogió y leyó:

Señor Bartolomé Martos Santos

Madrid, 28 de febrero de 1846

Muy señor mío:

Entre las innumerables felicitaciones que he recibido por el honor que me ha dispensado S. M. al nombrarme Ministro de Hacienda, pocas me han causado tanto agrado como la que usted ha tenido a bien enviarme, colmada de sinceridad y afecto.

No olvido el favor de su amistad. Como le anticipé en mi última visita, he resuelto reconocer mediante escritura pública a Luisa, hija de María Pineda, que pasará a llamarse Luisa de la Peña y Pineda. Tras el injusto ajusticiamiento de su madre, la retiré de la casa cuna y la he criado como si fuera mi propia hija, otorgándole el amparo que la Providencia pareció negarle.

Si bien esta determinación mía responde, en primer término, al dictado de la conciencia, no puedo negar que también lleva implícita la afirmación de mi criterio en circunstancias domésticas que me han exigido mostrarlo con entereza. Hay decisiones que, aun sabiendo que alimentarán murmuraciones y provocarán incomodidades en mi propio hogar, deben mantenerse para que quede claro que, en asuntos de justicia y honor, no cedo terreno.

Usted, mejor que nadie, conoce las verdaderas razones que me asisten y sabe que no han de ser escritas, sino guardadas bajo el sello inviolable de nuestra amistad.

Queda de V. V. su atento S. S. Q. S. M. B.

José de la Peña y Aguayo


CAPÍTULO IX

Guardó la carta con sumo cuidado. El nombre de José de la Peña y Aguayo y el de Mariana Pineda encendieron en él una chispa de inquietud.

—¿Qué oculta realmente esta carta? —se preguntó.

El peso de la documentación que podía hallarse en aquellas estanterías lo sobrecogía. Con la linterna en mano, comenzó a explorar los legajos depositados allí desde hacía décadas.

Entre los anaqueles, reparó en uno cuya madera era más clara que la del resto. Lo palpó con cautela y notó que una tabla cedía levemente. Tiró de ella: un crujido breve reveló un compartimento secreto.

En su interior descansaba una pequeña caja forrada en terciopelo burdeos. La abrió con delicadeza. Dentro, una medalla de oro mostraba, grabado en relieve, el mismo emblema que ya lo acosaba en sueños: un plumín, una chimenea y un anillo. En el reverso, una inscripción dictaba: «A Luisa Pineda para que nunca olvide quién es».

Al incorporarse, su pie rozó un legajo medio oculto bajo el polvo. Sellado con cera roja, ostentaba en la portada, manuscritas con letra firme, las palabras: «Actas reservadas – Consejo de 1846».

Con manos temblorosas lo abrió. Las primeras páginas recogían debates de una sociedad secreta. En una de las actas, el nombre de José de la Peña y Aguayo aparecía repetido, señalado como uno de los benefactores más influyentes.

En el margen, con tinta más oscura y una letra distinta, alguien había dejado escrito: «Lo que hizo con Luisa fue más que un gesto de caridad; fue un golpe de ajedrez».

Roberto llevaba horas sin dormir, repasando una y otra vez las actas reservadas, el pergamino con la lista de presidentes y la medalla dedicada a Luisa.

El amanecer derramaba una luz dorada sobre los ventanales del despacho. Con la mirada perdida, acarició el anillo en su dedo meñique. Pensó en su abuelo, en su madre… y en todos los nombres grabados en aquel pergamino. Cada uno había dejado su huella, para bien o para mal. Ahora le tocaba a él.

—¿Por qué yo? —susurró.

Sintió, entonces, que el peso de los siglos se desplomaba sobre sus hombros. Comprendió que aceptar la presidencia no sería solo un honor, sino una condena: un compromiso que lo aislaría de su propia vida.

El timbre de su móvil lo arrancó de sus pensamientos. Era Carlos.

—Dígame, Carlos.

—La reunión será en una semana. Allí te revelarán lo que aún ignoras.

—¿Estás dispuesto a aceptar ser El Supremo?

El silencio se adueñó del despacho. Afuera, la lluvia comenzó a golpear con suavidad los cristales, como si el cielo quisiera rubricar con agua la historia que estaba a punto de escribirse.

Roberto cerró los ojos. Cuando los abrió, ya no dudaba. La voz grave y serena de su abuelo resonó en su memoria: «No es un acto de cobardía, es un acto de amor».

Tomó aire.

—Acepto —pronunció.

En ese instante, un rayo de sol atravesó la estancia y encendió el emblema grabado en el anillo. La luz, fugaz pero intensa, pareció sellar en piedra un pacto que no podría romperse jamás.

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