Ya no me acuerdo

La decrepitud de Isabel, la senectud de sus ochenta años. Sus risas constantes, su canto monótono, siempre igual. Alejada de la realidad, había perdido la memoria, la capacidad de pensar y hasta la destreza para las tareas más sencillas.

Reía casi siempre. Tal vez, en algún destello de lucidez, un velo de tristeza se deslizaba por su rostro, porque la verdad es que no reconocía a quienes la rodeaban, ni siquiera a los que acudían a verla casi a diario. La besaban, sentía el calor de sus caricias, y ella se dejaba llevar. Quizás porque lo único que aún recordaba era el amor que había entregado a todos sus seres queridos, y de algún modo parecía que ese amor le volvía.
Los recuerdos habían desaparecido. Rara vez lograba razonar y, cuando lo conseguía, comprendía con amargura que no distinguía a quienes la atendían, que las palabras se le escapaban y que cada día dependía más de otros. En esos instantes las lágrimas corrían por sus mejillas, pero pronto su rostro volvía a iluminarse con una sonrisa.

A veces, solo a veces, murmuraba:

—¿Cuántos hijos tengo?
—¿Quién eres?
—¿Por qué me pides un beso?

Ya no me acuerdo, me voy, pero no me voy,
ya no me acuerdo, a veces vengo.
Y entonces sufro, porque sé lo que estáis sufriendo.

Hacía esfuerzos ímprobos por evocar un pasado que se le escapaba, aunque aún conservaba jirones del presente. Aquella mañana la habían levantado temprano: no abrieron las ventanas, encendieron directamente la luz. Dos mujeres estaban allí. Una la besó, le acarició la cara y la llamó “mamá”. La otra le hablaba con voz tierna, como si buscara consolarla.

—¡Hola, Josefa! Vamos a lavarla, a ponerla muy guapa para llevarla a un centro donde conocerá a muchas personas y no estará tan sola. Será genial, estará todo el día atendida. Ya no pasará más mañanas únicamente con Andrea, la mujer que su hija contrató mientras va al trabajo.

Josefa rió vagamente. No entendía del todo, pero un fogonazo de lucidez le hizo pensar que la sacarían de su casa. No tenía queja de esa mujer desconocida de la que le hablaban; para ella todas lo eran, aunque siempre amables. Desde que perdió los recuerdos, incluso más amables que antes.

Intuía que lo suyo debía de ser una enfermedad, aunque no sentía dolor. Sí era cierto que ya no podía moverse sola, pero lo atribuía a su edad. Intentó recordar en qué año había nacido, pero no lo consiguió. Quizás había agotado sus fuerzas entregándose en cuerpo y alma al cuidado de su marido, de sus cinco hijos y, después, de los nietos.

Se dejó lavar y vestir. Sentada ante el espejo, contempló cómo la peinaban. Le gustó el moño que le hicieron, el vestido negro que le colocaron. Desde hacía treinta años vestía de luto por su marido. No se quejó, aunque sus ojos se nublaron cuando le retiraron la cadena que siempre llevaba al cuello: un relicario en forma de corazón que, al pulsar un botón, se abría para mostrar la foto de un hombre al que ella llamaba “padre”, aunque en realidad era su esposo.

Confundía todo. Y sin embargo, algo dentro de ella encontraba paz al evocar a aquellos seres que le habían dado verdadera felicidad:
su padre, sostén de una infancia feliz que ya no recordaba, pero que antaño iluminaba su tristeza;
su marido, el hombre más maravilloso de la tierra;
sus hijos, adorados cuando eran pequeños, queridos aun después de casados, aunque se fueron alejando;
sus nietos, que de niños fueron “sus niños”, pero hacía tanto que no la visitaban que, de recordarlos, quizá ya no los reconocería.

Ahora, definitivamente, sus hijos iban a desentenderse de ella, aunque para ellos estuviera mejor atendida en aquel lugar. En un instante de lucidez comprendió que el hecho de que cada noche uno de ellos se quedara a dormir podía trastocar sus vidas. Pero acaso, ¿no había entregado ella la suya entera por ellos?

Cerró los ojos. Vio a su marido. Esta vez lo reconoció: alto, moreno, de ojos grandes, sonrisa cuidada y varonil. También apareció su padre, íntegro, animoso, siempre generoso y con un gran sentido del humor. La llamaban con cariño, como en un susurro. Se dejó llevar. Movió la cabeza hacia un lado, emitió un ronco sonido. Sus ojos quedaron fijos, apenas abiertos, con las pupilas dilatadas; su mandíbula, relajada; la boca, entreabierta.

Su rostro reflejaba felicidad. Solo la frialdad de sus orejas, de la nariz y de las manos, que su hija notó al besarla, le reveló la verdad: su madre había muerto.

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