Ya no me acuerdo
A veces, solo a veces,
murmuraba:
—¿Cuántos hijos tengo?
—¿Quién eres?
—¿Por qué me pides un beso?
Ya no me acuerdo, me voy,
pero no me voy,
ya no me acuerdo, a veces vengo.
Y entonces sufro, porque sé lo que estáis sufriendo.
Hacía esfuerzos ímprobos
por evocar un pasado que se le escapaba, aunque aún conservaba jirones del
presente. Aquella mañana la habían levantado temprano: no abrieron las
ventanas, encendieron directamente la luz. Dos mujeres estaban allí. Una la besó,
le acarició la cara y la llamó “mamá”. La otra le hablaba con voz tierna, como
si buscara consolarla.
—¡Hola, Josefa! Vamos a
lavarla, a ponerla muy guapa para llevarla a un centro donde conocerá a muchas
personas y no estará tan sola. Será genial, estará todo el día atendida. Ya no
pasará más mañanas únicamente con Andrea, la mujer que su hija contrató
mientras va al trabajo.
Josefa rió vagamente. No
entendía del todo, pero un fogonazo de lucidez le hizo pensar que la sacarían
de su casa. No tenía queja de esa mujer desconocida de la que le hablaban; para
ella todas lo eran, aunque siempre amables. Desde que perdió los recuerdos,
incluso más amables que antes.
Intuía que lo suyo debía
de ser una enfermedad, aunque no sentía dolor. Sí era cierto que ya no podía
moverse sola, pero lo atribuía a su edad. Intentó recordar en qué año había
nacido, pero no lo consiguió. Quizás había agotado sus fuerzas entregándose en
cuerpo y alma al cuidado de su marido, de sus cinco hijos y, después, de los
nietos.
Se dejó lavar y vestir.
Sentada ante el espejo, contempló cómo la peinaban. Le gustó el moño que le
hicieron, el vestido negro que le colocaron. Desde hacía treinta años vestía de
luto por su marido. No se quejó, aunque sus ojos se nublaron cuando le
retiraron la cadena que siempre llevaba al cuello: un relicario en forma de
corazón que, al pulsar un botón, se abría para mostrar la foto de un hombre al
que ella llamaba “padre”, aunque en realidad era su esposo.
Confundía todo. Y sin
embargo, algo dentro de ella encontraba paz al evocar a aquellos seres que le
habían dado verdadera felicidad:
su padre, sostén de una infancia feliz que ya no recordaba, pero que antaño
iluminaba su tristeza;
su marido, el hombre más maravilloso de la tierra;
sus hijos, adorados cuando eran pequeños, queridos aun después de casados,
aunque se fueron alejando;
sus nietos, que de niños fueron “sus niños”, pero hacía tanto que no la
visitaban que, de recordarlos, quizá ya no los reconocería.
Ahora, definitivamente,
sus hijos iban a desentenderse de ella, aunque para ellos estuviera mejor
atendida en aquel lugar. En un instante de lucidez comprendió que el hecho de
que cada noche uno de ellos se quedara a dormir podía trastocar sus vidas. Pero
acaso, ¿no había entregado ella la suya entera por ellos?
Cerró los ojos. Vio a su
marido. Esta vez lo reconoció: alto, moreno, de ojos grandes, sonrisa cuidada y
varonil. También apareció su padre, íntegro, animoso, siempre generoso y con un
gran sentido del humor. La llamaban con cariño, como en un susurro. Se dejó
llevar. Movió la cabeza hacia un lado, emitió un ronco sonido. Sus ojos
quedaron fijos, apenas abiertos, con las pupilas dilatadas; su mandíbula,
relajada; la boca, entreabierta.
Su rostro reflejaba felicidad. Solo la frialdad de sus orejas, de la nariz y de las manos, que su hija notó al besarla, le reveló la verdad: su madre había muerto.