Recuerdos
Hacía
veinticuatro horas que habían enterrado a su madre. Su padre había fallecido
cuatro años antes.
Fue a la que
había sido la casa de sus padres. Paseó por todas las habitaciones. Los
recuerdos de su infancia en esa casa, su adolescencia y hasta que salió de la
misma —hace ya treinta años, cuando se casó— brotaron en su mente.
Lo que más
le dolía era la sensación de soledad que embargaba su corazón. Cada lugar de la
casa le traía un recuerdo, bueno o malo, según las circunstancias vividas en
cada momento.
La cocina
era el lugar favorito de su madre.
El patio de
la vivienda ya no era el de su infancia. Se había construido en él, agrandando
así las dependencias de la casa. Cuando era un niño, estaba dividido en dos
zonas. La del final era usada para la cría de gallinas. También recordaba que
había algún pato y, sobre todo, una lagareta, donde siempre criaban dos cerdos
que, para finales de noviembre o primeros de diciembre, mataban. Evocó el
fortísimo olor a Zotal, un producto que se echaba tras limpiar el habitáculo
para desinfectarlo. Sufría mucho cuando a los cerdos les daban matarile.
Más tarde
comprendió lo que suponía poder matar los cerdos en la economía de su hogar.
Sintió un
pinchazo en su pecho. Le faltaba el aire y se dispuso a salir rápidamente de la
casa. Antes de salir, pulsó el interruptor automático y bajó todos los
magnetotérmicos de la vivienda. Esta quedó a oscuras. Echó una última mirada al
interior y la tristeza dolía en el alma. Aquella casa —la que había sido su
casa—, donde hasta ayer había vida, cerraba sus puertas, sus recuerdos, su
pasado. Allí quedaba, con un futuro incierto.
Sus hermanos
y él mismo tenían su propia vivienda. Sabía que esa la pondrían en venta, ya
que en alguna ocasión habían hablado de ello, y por unas circunstancias u otras
nadie podía hacerse con ella. El pellizco que supusiera la venta sería un buen
colchón de estabilidad económica para todos.
La soledad
de la vivienda, el silencio que sintió al cerrar la puerta, el vacío que percibía
en su corazón, le hicieron sentirse tan abatido que rompió en un llanto
silencioso.
Solo fue
roto por el recuerdo de sus padres y su abuela, con quienes había compartido
treinta años de su vida allí, en esa casa, y que ahora ya no estaban. Solo le
quedaba el consuelo de saber que, allá donde estuvieran, solo podía ser un
lugar mejor que la vida que ellos habían tenido, llena de sufrimiento por
penurias económicas. La tragedia de la muerte de su abuelo cuando su madre
tenía solo nueve años, y la emigración de su padre a Francia por trabajo para
poder sacar adelante a su familia. Veintisiete años yendo al país vecino.
Hoy
adivinaba el dolor de su padre al encontrarse en Francia cuando su esposa —su
madre— da a luz a su primer hijo y hallarse tan lejos de ambos.
Miró de
nuevo la casa antes de montar en su vehículo, y cayó en la cuenta de que, si
las casas hablaran, podrían contar tantas cosas… tantas vidas vividas en ellas.
Circulando
por el que había sido su barrio —el barrio de sus padres—, comprobó que bastantes
viviendas se habían transformado en casas más modernas, hasta con varias
plantas. En otras había carteles de “SE VENDE”.
Pensó: No solo se mueren las personas, sino que algunos barrios también se mueren o se transforman, perdiendo su identidad.