RELATOS DE MIEDO (LIBRO)

 BRUJAS EN LA NOCHE DE DIFUNTOS 

Era un lugar misterioso, mágico, temido también por aquellos que se acercaban hasta la verja que daba acceso al castillo, decían que sus inquilinos eran mujeres de caras pálidas ojeras profundas nadie las veía por el pueblo que por cierto distaba a unos ocho kilómetros de distancia pero tampoco veían entrar o salir a nadie de ese lugar se preguntaban cómo sobrevivían de donde se proveían de los víveres necesarios para subsistir, se decía que solo se dejaban ver la noche de difuntos si eras lo suficientemente valiente como para subir a la colina donde estaba ese recinto, pero Manuel el viejo pastor que toda su vida había estado por los alrededores pastando con su ovejas es quien había descrito con exactitud a las ocupantes de ese fortín.

Jamás llegó a verlas durante el día o por la noche salvo la noche de difuntos, y durante los sesenta años que estuvo pastoreando así había sido, la primera vez, era solo un crío de no más doce o trece años había caído la noche ya que cada vez anochecía más temprano y pasaba con su rebaño para recoger la ovejas, lo le gusta pasar por allí le daba repelús aquel lugar por lo que nunca intentó explorarlo, se sentía como observado cuando estaba cerca, pero nunca había visto a nadie, por eso aquella noche le sorprendió que hubiera una hoguera encendida cerca del alcázar y vio como desfilaban como en una procesión un grupo de personas con túnicas largas y oscuras y con la capucha puesta tapando la cabeza, se quedó paralizado por eso no se pudo explicar cómo había llegado hasta la verja aquella figura que describiría como la de una mujer de cara muy pálida ojeras muy profundas, oyó claramente como le decía: -aléjate- de aquí y desapareció de su vista.

Tal fue el pavor que el chiquillo echó a correr sin preocuparse del ganado, llegó a casa llorando y temblando de miedo, su madre le preguntó ¿qué ocurre? pero él era incapaz de articular palabra ninguna, de echo estuvo durante unos meses que no hablaba y cuando lo hizo tartamudeaba con una lentitud desesperante, no fue hasta pasados unos años siendo ya un adolescente cuando una noche de difuntos quiso retrasar recoger su ganado y volver a pasar para enfrentarse a sus temores y superar su trauma.

El miedo paralizaba todos sus músculos y al igual que la primera vez, vio una hoguera como salían de la torre un cortejo en procesión de encapuchados de túnica larga y negra estaba atento a lo que ocurriera a su alrededor por eso esta vez sí se percató de  la presencia de la figura que había llegado hasta la verja no caminaba se deslizaba velozmente sin tocar el suelo vio claramente de nuevo la cara pálida y las ojeras profunda de una mujer, aguantó la mirada durante más de un minuto, ¿quiénes sois? se atrevió a preguntar tartamudeando, no tuvo respuesta, solo oyó lo que le dijo alargándole un cuenco humeante que atravesó la reja siendo metafísicamente imposible por el poco espacio entre los barrotes, tomate este brebaje para curarte esa disfemia y cogiéndolo entre sus manos la mujer desapareció para unirse con las figuras que estaban en torno a la hoguera.

Tomó el brebaje que francamente no sabía mal y cuando apuró hasta la última gota el cuenco desapareció de sus manos, temió haber cometido un error por haberlo tomado, pero cuando se maldijo por haberlo hecho se dio cuenta de que ya no tartamudeaba, no tenía miedo pero tenía claro que jamás entraría en ese lugar donde sin duda se estaba celebrando un acto de brujería.

 

 

 

EL ESPECTRO 

Caminaba delante de mí con paso incierto, era muy tarde yo volvía de un viaje que había durado más de dos horas de coche, por la lluvia que copiosamente caía desde que salí de Estepona. Había aprovechado hasta última hora la visita a mis clientes, lo que hizo que saliese de esa ciudad cuando ya eran las diez de la noche.

No pude encontrar aparcamiento cerca de mi casa y tuve de dar una vuelta para conseguir aparcamiento un par de manzanas de mi domicilio, así que tuve que andar un buen trecho antes de llegar a mi portal.

Surgió de pronto, la figura de ese individuo que parecía un borracho quizás, ya que llovía abundantemente y no llevaba ni paraguas ni gabardina que lo protegiese del aguacero. O tal vez yo no me había percatado antes de su presencia, pero era seguro que no estaba cuando accedí a la esquina de la larga calle donde yo vivía, -probablemente ha salido de un portal- me dije. Pero un escalofrío recorrió mi cuerpo, temí que fuese un atracador, mi traje y mi maletín podrían haberle llamado la atención de un buen botín, que sin duda se sería frustrado cuando descubriese que solo contenía catálogos y mi cartera no portaba más de veinte o treinta euros.

Ahora yo caminaba más despacio dudaba rebasarle y también temía que se diese cuenta de mi actitud verdaderamente pensaría que le tenía miedo.

Pero a pesar de haber disminuido mi paso cada vez estaba más cerca de él, y la tenue luz de una farola de la calle me permitía ahora describirle, pero el pánico se apoderó de mí y me quedé paralizado, hasta el maletín que portaba en mi mano izquierda se me cayó, quise gritar pero no me salía la voz del cuerpo.

El sujeto de una delgadez extrema no caminaba, era como si andara deslizándose pero elevado del suelo unos diez o quince centímetros, unas largas manos pegadas a sus costados dejaban ver unos dedos de color cerúleo, el golpe del maletín sobre la superficie sonó fortísimo en el silencio de la noche, y giró solo su cabeza en un giro imposible de ciento ochenta grados. El horror se apoderó de mí su cara igual que las manos parecían de cera y no tenía ojos sino un par de cuencas oscuras y vacías, como si me mirasen fijamente. Y desapareció.

 

 

 

EL FANTASMA 

La primera vez que lo vi y lo sentí. Salí de la cocina al pasillo me pareció como si una corriente de aire helado recorriera el mismo, ya en el salón el frío aún era más notable, todo el piso estaba cerrado no era explicable así que lo achaqué a que no me encontraba bien, por la mañana había tenía fiebre.

Encendí la calefacción y me senté en un sillón y me dispuse a leer un libro, sentí aire cálido sobre mi cabeza y la sensación como si alguien estuviera detrás de mí, la verdad es que me quedé paralizado giré mi sillón y vi claramente una figura humana que parecía como de humo y se difuminaba.

Lo vería muchas veces más, no solo en mi primer apartamento donde me fuera a vivir cuando me casé, sino también en los diferentes pisos donde he vivido durante estos más de treinta años que llevo casado. Es un fantasma, sí, no sé por qué, pero desde que lo viera por primera vez, ya nunca me ha abandonado. A estas alturas no me da miedo, suelo sobresaltarme, sobre todo cuando me levanto al servicio en la madrugada para no hacer ruido ni molestar no enciendo ninguna luz, su blanco resplandor me permite ver suficiente en la oscuridad de la casa. 

A veces en un alarde de valentía le hablo, pero nunca he obtenido respuesta supongo que si alguna vez contestara igual saldría corriendo, pero me siento reconfortado cuando le digo: “supongo que no todos tenemos un fantasma en casa, si tú estás aquí y vienes a donde me mudo, será porque nos hemos tomado cariño. Yo no me asusto y tú o me aprecias porque fuiste o eres alguien de mi vida pasada o futura o esperas que algún día como esos que a veces se me eriza tanto el vello que siento hasta convulsionarme acabe por temerte”.

Yo quiero creer que era mi abuela Josefa a la estaba muy unido, de ahí que no tiemble cuando siento su presencia, eso si la piel de gallina no puedo evitar que se me ponga cuando sé que está cerca. A veces el aire frío que siento a mi alrededor, otras el ruido de unos pasos cuando todos estamos sentados, otras veces cuando sentimos como si todos los platos del platero cayeran al suelo y acabaran rompiéndose. La primera vez corrí hasta la cocina temiendo que se hubiesen descolgado los muebles de arriba e incompresiblemente sentimos el ruido, pero no había ocurrido nada. Ahora ya sin moverme del sillón solo digo, ¿por qué estás enfadado he hecho algo que no te agrade? Entiendo que cuando hace esto debe estar molesto por algún comportamiento mío que no le gusta.

Sé que por alguna razón tengo la percepción de que está ahí de que me acompaña. Podría decir que creo sinceramente que en dos ocasiones me ha salvado la vida, pero esto es un convencimiento mío tan particular que por otro lado mi fe me dice que si aún estoy aquí es que no ha llegado mi hora.

 



EN GÓNGORA

Estoy convencido, fue la primera vez que sentí que detrás de mí había un ser misterioso. Recuerdo aquel atardecer que fui con unos amigos al campo. Estuvimos en un paraje denominado Góngora donde en otro tiempo hubo un cortijo del cual ahora solo se mantiene en pie una parte del mismo y está semiderruido.

Nos envalentonamos a entrar a pesar del aspecto lúgubre que presentaba y que las sombras de la noche que ya estaban cayendo, harían que en el interior del mismo no hubiese suficiente luz dentro. Tras empujar la desvencijada puerta, de acceso vimos un salón con una enorme chimenea, y un largo pasillo con habitaciones a cada lado. Realmente con la escasa luz que había en su interior daba escalofríos recorrer el prolongado corredor que nos llevaba fuera de la vivienda.

Estoy seguro que entré el último, tras todos mis amigos. Por eso cuando sentí que una mano se posaba en mi hombro izquierdo me giré para ver quién de ellos había sido. No había nadie tras de mí, pero sentía el peso de la mano e incluso advertí como si al presionarme intentara impedir que siguiera caminando. Grité horrorizado y mis amigos sin mirar para tras echaron a correr para salir por la otra puerta de la vivienda que seguramente daba a lo que había sido un patio. Yo permanecía inmóvil me sentía sujeto y el pánico me embargó cuando delante de mi caía parte del tejado de la ruinosa casa. Cuando me fue posible corrí hacia la salida.

Cuando estaba con todos fuera, me preguntaron por qué había gritado de aquel modo, que los había asustado. ¿Has visto algo? Me preguntaron.

Intenté disimilar y respondí que había sido una broma. Pero mi cara lívida y mis temblores no pasaron desapercibidos para Ramón mi más cercano amigo de todos los allí presentes.

Regresamos a casa y durante el trayecto bromearon sobre lo ocurrido.

-Es un miedica, el aspecto fantasmagórico de la casa le ha hecho acojonarse de miedo. Insinuó Carlos.

-Jajaja, la verdad es que todos nos hemos achantado cuando ha gritado. Dijo Pedro.

 ¡Ni que hubiera visto a un fantasma! Comentó Javier

-No he visto a nadie, es que sentí que alguien ponía una mano en mi hombro.

-Si tú eras el último, ¿Qué estás contando? Señaló Manolo.

-Pues no sé, lo habré imaginado, pero sentía que hasta me frenaba para que no continuase andando. Nos ha salvado. El tejado nos habría caído encima.

-Anda ya. Eso lo has provocado tú cuando gritaste. Especificó Juan

No mucho después descubrir que siempre iba a estar ahí, su misión. Velar por mí. ¿Por qué? Nunca me lo ha dicho. Si, le he preguntado. A veces lo siento tan presente que le hablo. No, no me responde, o sí. No es una voz, la que oigo. Son pensamientos que me asaltan y responden de un modo u otro la pregunta realizada. Por lo que no sé, si solo es producto de mi imaginación o es un ser real.




EN LA HORA DE MI MUERTE

En la noche más oscura que jamás vi, solo pude sentir su respiración en mi nuca. No era la primera vez, y tenía la seguridad de que era él. Pero, al igual que la primera vez que lo sentí, tuve miedo. Un miedo que me atenazaba. Sabía que mi hora estaba próxima.

Lentamente, mi enfermedad me estaba matando. Me habían pronosticado unos tres meses de vida, y ya había sobrepasado con creces esa fecha. Si me aferraba a seguir luchando, era porque aún era joven, muy joven, y, en el fondo, pensaba que, con un poco de suerte, podría sobrevivir al cáncer que, de momento, parecía ganarme la partida.

Me volví para hablarle:

—Ya no te tengo miedo. Llevas mucho tiempo viniendo a visitarme. Sé que solo eres un fantasma… Sí, no sé por qué, pero, desde la primera vez que te vi, ya nunca me has abandonado.

A esta altura no me das miedo. Suelo sobresaltarme, eso sí, sobre todo cuando me levanto al servicio de madrugada y, para no hacer ruido ni molestar, no enciendo ninguna luz. Tu blanco resplandor me permite ver lo suficiente en la oscuridad de la casa.

Desde aquel día en que, en un alarde de valentía, te hablé, a veces te hablo. Cierto es que nunca he obtenido respuesta. Supongo que, si alguna vez contestaras, igual saldría corriendo. Pero me siento reconfortada cuando te digo:

—Supongo que no todos tenemos un fantasma en casa. Si tú estás aquí, será porque me has tomado cariño.

Yo no me asusto, y tú me aprecias, porque quizá fuiste alguien en mi pasada o futura vida.

Hoy se me ha erizado el vello y siento hasta convulsionarme… No te temo a ti, porque ahora sé que has venido para acompañarme en mi transición a la muerte. Sé que ha llegado mi hora. Nunca está una preparada para esto, pero ¿qué se le va a hacer? Demorar más mi partida solo es más sufrimiento.

Sé que no me abandonarás, porque ahora sé quién eres. Lo suponía… Por fin volvemos a estar juntos.

Llévame de tu mano, como cuando era pequeña. Sé que la muerte, al fin y al cabo, es el final feliz.

 

 


LA ÚLTIMA NOCHE JUNTOS 

Fue como una premonición, y sintió una gran tristeza, había decidido ir a casa a ducharse y cambiarse de ropa aunque diariamente lo hacía en el mismo hospital, necesitaba pasar por casa ya llevaba una semana que no salía de la habitación. Se dio toda la prisa que pudo pero cuando llegó encontró la puerta cerrada y los acompañantes del usuario de la otra cama afuera, se acercó Juana la hija del enfermo compañero de habitación de su marido que se había hecho cargo de asistirle mientras iba a casa, le dijo que había tenido que llamar a las enfermeras ya que lo vio agobiado. No pudo reprimirse y pasó a la habitación, aunque una enfermera intentó que no pasara lo hizo sin mucha convicción ya que vio que era su mujer,  Pedro yacía en la cama y aunque estaban intentando reanimarle ya era un milagro que  saliese de ese estado. Se acercó a él le besó en la frente, y cogiendo sus manos entre las suyas le dijo te quiero, le pareció ver una leve sonrisa en su rosto que ya presentaba síntomas de rigidez por la proximidad de la muerte, él abrió en un último esfuerzo su boca para responderle que también pero solo fue para expirar.

Quiso quedarse allí presente, mientras amortajaban el cuerpo de su marido, ella estaba en un estado catatónico le sumía una gran tristeza que le inmovilizaba no era consciente de lo que le había tocado vivir. Llamó a su hijo que se encontraba trabajando en otra ciudad, obviamente no pudo o no quiso hacerle sufrir en demasía y solo que dijo que viniera que ya era irreversible su estado.

Llamó a sus cuñados y sus hermanos para decirle que ya había sucedido, solo cuando llegó su hermana pequeña por la cual sentía un gran cariño y a la que más unida estaba, y se fundieron en un abrazo, se sintió reconfortada y cayó en la cuenta de que había que llamar a la funeraria y proceder a preparar todo para el sepelio.

La llegada de su hijo le quitó un peso de encima, siempre temía la maldita carretera, y ya tenía por hoy bastante preocupación. 

En el tanatorio, a través de la mampara miraba absorta el cuerpo de su marido, le satisfizo ver dibujada en la cara de su marido la mueca de sonrisa que creyó ver en los momentos finales de la vida de éste.

A las dos de la madrugada solo los más allegados quedaban en el tanatorio por lo que dispusieron de ir a casa a descansar. 

En casa no se sintió sola, y le pareció oír la voz de él con una de su ironías de las que hacía gala, -¿qué le has echado ya el ojo al sustituto?- ¿sabes que dicen que en el duelo se conoce al que será el futuro o la futura sustituta?, no supo si reír o ponerse a gritar pero la voz era cálida y no había reproche o enfado era como si quisiera sacarle una sonrisa.

Sintió música pero no provenía de ningún aparato de casa, ¿quieres bailar le preguntó?, ¿pero si tú no sabes y nunca te ha gustado? Respondió, sintió un calor en su cintura y su mano derecha como si la estuviese cogiendo para bailar, al mismo tiempo que se balanceaba su cuerpo al compás de la música, se vio en el espejo de su vestidor, le resultó cómica la figura como si estuviera bailando pero sin acompañante, pensó me estoy volviendo loca. Sintió calor en su labios, era como si hubiese sido besada pero le invadió una felicidad, el agradable olor que siempre le inspiraba su marido y que flotaban en la habitación, la calidez del beso estaba segura de que era él. En el reloj de la mesita de noche veía pasar las horas, estaban bailando, era una locura, su locura, pero era una sensación agradable, no estaba cansada era sorprendente lo que estaba viviendo. Sonó el despertador como siempre a las 7,15 minutos, le costó trabajo saber dónde estaba, todo había sido un sueño, no, la cama estaba hecha, ella estaba vestida, y se encontraba frente al vestidor, al cual al dirigir su mirada vio junto a ella una figura nebulosa que desaparecía mientras claramente oía TE QUIERO.

 

 

 

RESCATE INFRUCTUOSO 

No tengas miedo nos encontrarán, dijo Juan a su amiga Ana. Llevaban cinco días perdidos en la montaña, el cansancio y el hambre ya hacían mella en ellos. Por suerte divisaron un pequeño refugio que parecía no hallarse a mucha distancia de donde se encontraban, pero a pesar de ello tardaron más de dos horas en alcanzar el lugar.

Pasaremos aquí esta la noche, está comenzando a nevar no creo que debamos seguir por esta sierra inhóspita. Aquí podrán encontrarnos.

Empujó la puerta del recinto que se encontraba en medio de la nada, pero que sin duda estaba construido para tal fin, giró una llave de pellizco de porcelana que había a la entrada y la luz de la bombilla se encendió iluminando toda la estancia.

Acurrucados en un rincón del cuchitril una pareja de jóvenes abrazados ni se inmutaron con su presencia. Juan se acercó hasta ellos, tocó el hombro del chico. El terror se apoderó de él cuando les vio sus caras. Eran él mismo y su amiga. Miró en dirección a donde había dejado a Ana para llegar hasta los chicos y se sobresaltó cuando no la vio. Volvió a mirar a la chica del suelo. Sin duda era ella y el chico era él.

Dos días más tarde una luz que se veía a los lejos en la cordillera llevó a sus rescatadores a encontrar los cuerpos sin vida, de los jóvenes perdido en la sierra.

 

 


REVIVIDO

Aterido de frío, no podía mover un solo músculo, no podía articular palabra ni tan siquiera pestañear. Tardó unos minutos en procesar dónde se encontraba.

Los llantos de sus familiares eran perceptibles a sus oídos, y quedó aterrado cuando se percató de que yacía en un ataúd. Por suerte, estaba abierto, ya que se encontraba en la cámara refrigerada de un tanatorio.

Aunque un enorme cristal lo separaba de la sala donde se encontraban sus familiares, sus amigos y todos aquellos conocidos que se acercaban a dar el pésame a su mujer y sus hijas, el murmullo de quienes les transmitían sus condolencias le era perceptible.

Se esforzaba en mover sus extremidades, abrir los ojos o gritar, pero le era imposible. Solo él sabía que no estaba muerto, pero no podía dar ninguna señal visible.

Intentaba evocar qué le había sucedido. Vagamente, los recuerdos le venían a la mente. El despertador sonó, como era habitual, a las siete de la mañana. Se levantó igual que cualquier otro día. Fue a la cocina a prepararse un café; estaba colocando la cápsula en la cafetera cuando empezó a sentir una sensación de malestar general, mareo, náuseas, sudoración y un fortísimo dolor en la espalda.

Pensó que necesitaba una ducha fría. No llegó al cuarto de baño: cayó de bruces en el pasillo, perdiendo el conocimiento.

Rápidamente su mujer acudió a ver qué sucedía. El golpe por su caída la había despertado del todo. Cuando lo vio tendido, gritó horrorizada al ver el cuerpo yacente de su marido. Sus hijas, que ya se habían levantado, contemplaban asustadas el cuerpo inerte de su padre. Una de ellas, reponiéndose del shock, llamó rápidamente a urgencias.

A las ocho de la mañana la ambulancia partía de la casa a toda velocidad hacia el hospital. Le habían colocado vías, inyectado medicación e incluso practicado técnicas de resucitación, como respiración boca a boca y compresiones torácicas. Solo cuando aplicaron el desfibrilador se consiguió restablecer el ritmo cardíaco normal.

En la UCI, el enfermo, conectado a una máquina de electrocardiograma y a otros soportes vitales como ventilación mecánica invasiva y estabilización hemodinámica, requería los cuidados continuos de una enfermera.

A las 10:00 h el estado del paciente se volvió crítico, y a pesar de realizar todo lo humanamente posible, a las 10:15 h el médico certificó su muerte.

Estos recuerdos lo llenaron de pesadumbre, ya que no comprendía cómo era consciente de ellos y, al mismo tiempo, su cuerpo yacía impertérrito.

Percibía cómo las horas iban pasando. El ir y venir de quienes se acercaban a dar el pésame ya no era tan fluido. Dedujo que habría caído la tarde. Calculó que podrían haber pasado más de doce horas desde que se levantara esa mañana.

Sintió aprensión al pensar que pudiera despertar durante la noche y que su mujer y sus hijas —que sin duda lo velarían— se llevasen un susto de muerte. Igualmente, pensó que si se iban a casa, debido al cansancio del día y la larga mañana que les esperaba hasta la inhumación, y él volvía en sí, estaría solo. Ninguna de las dos posibilidades le pareció complaciente. A pesar de ello, seguía esforzándose en conseguir forzar alguna señal que su cuerpo pudiese transmitir para indicar que, de un modo u otro, no estaba totalmente muerto.

Definitivamente, a las doce de la noche solo su mujer e hijas quedaban en la sala del tanatorio. Habían decidido pasar allí las últimas horas velando el cuerpo del padre. Más tarde pudo sentir los ronquidos de su hija Beatriz. Era la más pequeña. Muchas veces bromeaba con ella diciéndole que roncaba más que un camionero: ¿de dónde sacaba tanto ruido con un cuerpo tan pequeño como el suyo? No había cumplido aún los dieciséis años. De no dar un estirón pronto, su estatura no pasaría mucho más de un metro sesenta.

También sentía las lamentaciones de su mujer, ya que esta, una vez que las niñas se habían dormido, dio rienda suelta a sus emociones, llorando desconsoladamente.

Carolina, su otra hija, había cumplido los diecinueve años. Estaba en esa etapa de la adolescencia en la que se había vuelto más independiente. Le gustaba disfrutar de la vida. Sus padres se desvivían por darle todos sus caprichos porque era una joven responsable. En sus estudios sus notas eran sobresalientes; así lo habían sido en el instituto y ahora en los comienzos de su carrera. Y además aún sacaba tiempo para entrenar y competir en el Campeonato de España de Natación, en el cual el año pasado obtuvo una medalla de bronce.

Volvió a sentir el murmullo de la gente que se acercaba a dar el pésame, por lo que dedujo que ya pronto todo estaría consumado. Las veinticuatro horas que debían transcurrir desde su muerte hasta el funeral estaban llegando a su fin. La misa corpore insepulto sería por la mañana.

Fue consciente de que taparon su féretro. Sintió el traqueteo de su cuerpo en la caja cuando el coche fúnebre lo transportaba hasta la iglesia. Durante la ceremonia, que le pareció larga, y la homilía, tediosa, fue sintiendo menos frío. El calor sofocante de esa mañana de verano y la pequeña iglesia llena contribuían a ello. Sentía incluso el ruido de los abanicos con los cuales las mujeres se aventaban.

Quería alejar el miedo que poco a poco iba apoderándose de él. Contaba con una única oportunidad. Por suerte, iba a ser incinerado. Esperaba que su mujer o sus hijas pidieran verle por última vez, cuando quitaran la tapa del ataúd para introducirlo en el horno crematorio.

Ordenaba a sus brazos y a sus piernas que se movieran, pero no obtenía ningún resultado.

Sintió de nuevo el traqueteo y se percató de que estaba en el coche fúnebre que lo transportaba hasta el camposanto.

El tiempo corría cada vez más en su contra, y poco a poco fue consciente de que su destino ya era irreversible. Sus ojos se inundaron de llanto, y aunque estaban cerrados, no podía abrirlos. Las lágrimas corrían por sus mejillas.

El joven encargado del horno crematorio quitó la tapa y ni tan siquiera miró al hombre que yacía en el féretro. Salió de la sala y avisó a la familia por si querían despedirse antes de introducirlo en el horno.

Su mujer estaba destrozada y apenas podía mantenerse en pie. Solo sus hijas, Carolina y Beatriz, optaron por pasar a verle por última vez. Carolina quedó impresionada al ver el inmenso horno que pronto devoraría y reduciría a cenizas, con sus novecientos cincuenta grados de temperatura, el cuerpo de su progenitor.

Beatriz se acercó al féretro e incluso acarició las manos de su padre, que estaban cruzadas sobre su pecho. Le pareció que estaban calientes, pero el calor de la sala era insoportable, ya que el horno llevaba una hora encendido, preparándose para alcanzar la temperatura óptima. Miró a la cara de su padre y, solo entonces, se percató de las lágrimas que brotaban de sus ojos y exclamó:

—¡Está llorando!
¡Está vivo!
¡Mi padre está vivo!

 

 

 

 

ZOMBIS

La estupidez de los cinco adolescentes era lo que les había llevado apostarse pasar una noche en el Cementerio. Entraron una hora antes de cerrar. Anduvieron por allí aparentando ser como muchos de los visitantes que acuden a limpiar, poner flores o simplemente a orar delante de la tumba de sus seres queridos.  Cuando los altavoces anunciaron el cierre. Se ocultaron agazapados tras unos panteones para no ser vistos, por el operario del mismo cuando de la última ronda para cerciorarse de que no había nadie en el recinto.

Las sombras de la tarde dieron paso a una noche cerrada en la que ni la luna, oculta por negros nubarrones se dejaba ver.

Recorrieron el Campo Santo, bromearon con algunos epitafios que recitaron. Pedro tuvo un mal presagio cuando en uno de ellos, leyeron “los muertos no se van, solo ocurre que no los vemos, pero están ahí”. Cambiaron algún que otro jarrón de nicho para compartirlos con aquellos que parecían más abandonados por su familiares y no tenían ninguno. Se burlaron de aquellos que por la suntuosidad del enterramiento o del panteón indicaba debieron tener una vida cómoda, pero que al final todos acabamos en el mismo sitio.

Jugaron a meterse en los nichos vacíos y a esconderse mientras uno de ellos buscaba a los otros. Oyeron gritar a Gabriel que era quien ahora tenía que ir a buscarles, pero supusieron que era una broma. Solo cuando pasaba el tiempo y ni oían los gritos ni llegaba junto a ellos, salieron los demás de sus escondites para ir a buscarle a él.

Gabriel había caído en un panteón cuya losa estaba agrietada, quiso saltarla pero optó por pasar sobre ella y para cuando quiso darse cuenta se encontraba dentro del mismo. Tenía cuatro metros de profundidad y estaba inundado de agua. Gritó hasta que perdió el conocimiento y el agua escondió su cuerpo.

Se percataron del panteón abierto y solo su inconciencia les llevó asomarse todos al mismo tiempo, el fraguado del mismo no aguantó el peso de los cuatro que se precipitaron al fondo

Gabriel estaba muerto. Los cuatros amigos, fueron rescatados al día siguiente. Aquellos jóvenes fueron identificados por sus familiares que los buscaban desde el momento en que no fueron a dormir a casa. La demencia de estos que sobrevivieron era evidente, no hablaban, no escuchaban, no sufrían aparentaban carecer de sensaciones. Parecían zombis y como tal fueron recluidos para siempre.

Cuatro años más tarde solo Pedro vivía aunque en ese estadio que para nada parecía humano. El resto de sus amigos, habían fallecido, todos curiosamente en el día del aniversario de su díscola travesura y en los años siguientes según este orden David, Manuel y Felipe.

En la mañana de cuarto aniversario mientras los cuidadores del centro atendían en su aseo a Pedro antes de llevarlo al comedor para darle el desayuno, éste por primera vez en todo este tiempo habló y aunque su voz era imperceptible se pudo entender claramente. ¡Por fin he vuelto!

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