EL BOMBARDEO DE CABRA «LA BARBARIE OLVIDADA DE UN BOMBARDEO INÚTIL» (RELATOS)
El 7 de
noviembre es una fecha luctuosa, grabada en el corazón de los egabrenses. Cada
año conmemoramos el aniversario del bombardeo de Cabra.
Cabra, una
ciudad alejada del frente activo —pues este se encontraba a más de 1000 km—,
sin medios de defensa y cuando estaba a punto de acabar la guerra, fue
bombardeada sin piedad por tres aviones republicanos. Sin embargo,
curiosamente, la masacre sufrida por este bombardeo es el hecho más desconocido
de todos cuantos se produjeron en nuestra última guerra civil española. Sus
cifras —109 muertos y más de 200 heridos— son comparables con las del bombardeo
de Guernica. La repercusión mediática del bombardeo egabrense es tan escasa que
incluso parece querer ocultarse. Duelen las distintas varas de medir, según
quiénes sean los protagonistas de unos u otros hechos.
Esta es mi
pequeña aportación para no olvidar un hecho tan luctuoso y, de paso, recordar a
protagonistas reales que, como veremos en este relato, sufrieron sus
consecuencias. Eran familiares de mi mujer o míos.
Viviremos
con los protagonistas las tres peores consecuencias del bombardeo: la de la
muerte —cruel para todos los que la sufrieron como consecuencia del mismo—, la
de los heridos, que de una manera u otra trastocaron su vida, poniendo en
peligro no solo su salud, sino su hacienda o su modo de vida. Y, por último,
aquellos que tuvieron la fortuna de no sufrir en sus carnes ni el horror de la
muerte ni mayor herida que lamentar, más que la de contemplar desde la
distancia el salvajismo de un bombardeo contra la población civil.
El horror de
la muerte
El niño
Jesús Ruiz Cuevas (tío de mi mujer) había acudido a comprar batatas,
acompañando a su padre a la plaza del mercado. De saber que serían sus últimos
momentos de vida, seguramente habría renunciado a ir a por tan delicioso
manjar, que le encantaba.
Solo escuchó
un ensordecedor ruido. Eran las 7:31 de la mañana del 8 de noviembre de 1938;
aún no había cumplido los nueve años de edad. El ruido provenía de tres aviones
republicanos modelo soviético Tupolev SB-2, más conocidos como Katiuskas,
unos aparatos fabricados desde 1936 y conocidos por su ligereza y rapidez. Su
tripulación era totalmente española. En escasos cinco minutos dejaron caer una
veintena de bombas, que provocaron no solo su muerte, sino la de 109 personas
más, así como 200 heridos. Arrasaron el centro de su pueblo, Cabra (Córdoba),
en pleno corazón de lo que hoy conocemos como la Subbética. Las bombas cayeron
sobre la plaza del mercado, y en especial sobre el barrio obrero de la Villa.
Casi 2000 kilos de bombas de diverso tamaño —15, 70, 100, 250 y 500 kilos—
dejaron caer, lo que provocó la magnitud de la masacre. La bomba de mayor
tamaño cayó en el mercado, la que acabaría con su vida y con las de 35 personas
más en el acto, y otras 14 posteriormente a consecuencia de las heridas causadas.
Mujeres, niños, hombres... En el mercado de abastos egabrense, en ese momento,
se hallaban numerosos campesinos, no solo de la población, sino de toda la
comarca: era día de mercado semanal.
El resto de
los muertos y heridos se encontraba en el destrozo ocasionado por otra bomba
similar que detonó en la esquina de las calles Platerías y Juan de Silva, así
como en las que cayeron sobre el barrio de la Villa.
Su cadáver,
como el de muchos otros, fue trasladado en carrillos y con capachos a los
hospitales, donde eran amontonados. Su hermana Angelita, que colaboraba como
voluntaria con la Cruz Roja, descubrió con horror, cuando levantaba las mantas
que cubrían los cadáveres, su pequeño cuerpo yacente.
La
desventura de los heridos
Mi bisabuela
Vicenta Chacón Pérez tenía un puesto de frutas y hortalizas en el mercado.
Había madrugado más que otros días, ya que era día de mercado semanal y
acudiría más gente de otras poblaciones. Mi madre, Emilia Álvarez Muñoz, que
contaba con tres años de edad, y su hermana Vicenta (conocida por todos como
Pepa, contaba con nueve), estaban en el puesto con su abuela. Mi abuelo,
Antonio Álvarez Escalera, acababa de llevar un saco de calabazas al puesto de
su suegra; había venido desde las huertas de Alcantarilla con él al hombro.
Cogió en brazos a la más pequeña, fueron a comprar churros y salieron del
mercado para desayunar en casa. Esta se encontraba en el número 16 de la calle
Norte.
En la
esquina de la calle Córdoba con la calle Norte oyeron el ensordecedor ruido, y
rápidamente corrieron para refugiarse en la casa. En ese preciso instante, el
puesto de mi bisabuela era destruido, y ella resultó herida por metralla en el
glúteo.
En otro
lugar del mercado, el abuelo de mi mujer, Rafael Ruiz López, con un brazo
destrozado por la metralla, no pudo abrazar a su hijo Jesús, de ocho años, que
yacía en el suelo. Pero su desgracia fue aún más dramática cuando los
facultativos que le atendieron pretendieron cortarle el brazo. Un obrero con
trece hijos, cuyo medio de subsistencia para toda su familia eran sus manos.
Crueldad y
bestialidad contra una ciudad alejada del frente activo
Los
protagonistas reales del siguiente relato tuvieron la suerte de poder contarlo.
Esta otra historia real, créanme, me la contó mi suegra María Isabel Lardín
Herrera. Su padre sentenció con dos palabras el salvajismo del bombardeo.
En el
cortijo Rivero, propiedad de don Domingo Montes, su mujer Dolores estaba
desayunando. El estruendo de los aviones republicanos Tupolev SB-2, que
acababan de pasar, la hizo levantarse de la mesa, y con la taza de café con
leche en la mano, corría nerviosa de un lado a otro de la casa, sin saber muy
bien lo que hacía. Todo le hacía presagiar lo que, unos minutos más tarde,
sucedió.
Rápidamente,
el humo que se veía proveniente de Cabra tras los bombardeos —a pesar de que
dicho cortijo se encontraba a más de tres kilómetros de distancia— preocupó
enormemente a don Juan José Lardín Romero, que trabajaba en el cortijo y,
dejando sus aperos de labranza, corría hacia la casa diciendo: “Adiós, Cabra.
Adiós, Cabra”.
Poco
después, mucha gente que despavorida abandonó la ciudad se refugió en ese
cortijo. La masacre ya se había consumado. La barbarie olvidada de un bombardeo
inútil que, el 7 de noviembre de 1938, a las 7:31 horas de la mañana, dejó 109
muertos y más de 200 heridos. Un bombardeo que no tuvo un Picasso, que ha sido
desconocido para gran parte de la opinión pública.