En un lugar de la Mancha

 La fascinación que me producía mi trabajo como viajante no solo se debía a la posibilidad de conocer a gentes de distintos lugares —de las cuales adquiría conocimientos y costumbres que para mí eran desconocidas—, sino también a la cantidad de pueblos que llegué a conocer en mis años de trabajo recorriendo Castilla-La Mancha, Extremadura, Andalucía, Galicia, Madrid y Valencia. Un extenso itinerario que me cautivó, principalmente, en pueblos como Campos de Criptana, Consuegra, Alcázar de San Juan, Tembleque y Mota del Cuervo, por citar aquellos donde puedes imaginar a don Quijote luchando con imaginarios y peligrosos gigantes que a él se le antojaron enemigos, y que no eran otros que molinos de viento.

En los cerros de los distintos pueblos podrás ver los molinos, como en el caso de Tembleque, donde solo se alzan dos. Pero en Campos de Criptana, si acabas de venir de El Toboso y, tras visitar la casa de Dulcinea, verás el escenario donde el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha se enfrentó a los gigantes. Aquí, los diez molinos que se extienden por el cerro, mezclándose con las luminosas casas blancas del pueblo que suben hasta lo alto del mismo, y las casas-cueva que puedes visitar, te llevan a imaginar un mundo mágico que quizás no pertenezca ni a un tiempo pasado ni, mucho menos, al actual.

Mientras degustaba en el restaurante cueva La Martina —un lugar encantador donde los haya, en un entorno excepcional, en plena Tierra de Gigantes, en esta sierra de los Molinos, en Campos de Criptana— un primer plato de migas manchegas y un segundo de chuletitas de cordero, regados con un buen vino manchego, un reserva 2016 que, según me comentó el sommelier, reposa en cuevas excavadas con la finalidad de conseguir sabores más afinados y proteger el vino de las inclemencias meteorológicas y agentes externos. Este, concretamente, proviene de la cueva más grande de las seis que se pueden visitar en Valdepeñas. Me apuntaba.

Lo cierto es que yo intentaba evocar parte del capítulo VIII de la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra, titulado “Los molinos de viento”.

—Ellos son gigantes —decía don Quijote a su fiel escudero Sancho—, y si tienes miedo, quítate de ahí y ponte en oración mientras yo entro con ellos en desigual batalla.

—¡No huyáis, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete! —Y diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese, con la lanza en ristre arremetió a todo galope.

—¡Válgame Dios! Ver gigantes donde solo hay molinos... ¿Estaré delirando? —dije para mí—. Pero es que, con el estómago vacío y el encanto de estos pueblos que he visitado, me he creído don Quijote. Solo me ha faltado Rocinante y mi fiel escudero Sancho.

Con tan exquisitos manjares, he dado buena cuenta de la botella de vino, y no parece que aún haya vuelto en mí. Sigo anclado, creyéndome en el siglo XVI, y lo que es peor: pensando que fui el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Siendo tal testarudez un disparate —ya que, como es sabido, este era un personaje literario—, dije en voz alta:

—Mira, Sancho, prueba este excelente vino. Bebe conmigo, amigo, que de seguir solo dando cuenta de la botella, terminaré embriagado.

—¿Le falta algo, señor? —me dijo el ventero, que a mi mesa se había acercado.

—Traiga una copa para mi amigo Sancho —dije sin reparo.

—Quizás no deba beber más —me dijo con descaro.

—Repórteme la factura. Le pago esta y tantas como yo quiera, que mi faltriquera está llena. No se vaya a pensar que me iré sin saldar mi cuenta.

—No, no es eso, señor. Es que quizás no debiera... Puede que ya se le haya subido a la cabeza.

—Cuide vuestra merced sus palabras, no vayan a costarle la vida. Que a un hidalgo señor no se le vilipendia sin que reciba su castigo quien le denigra.

—Le traeré un café, que no pondré en su cuenta. Así daremos por zanjada esta afrenta —dijo el ventero, dándose la vuelta.

—No he temido a hombres si me enfrenté a gigantes —dije mientras vaciaba lo que quedaba en la botella en mi copa, e inicié un monólogo que podían oír los comensales de la mesa de al lado—.

—Sancho, amigo, tenemos aventura. Doy por bien empleada la jornada. Hoy ha sido un día largo. Pronto llegaremos a El Toboso, donde Dulcinea está aguardando nuestra llegada. Hemos visto los gigantes, que se han rendido; inmóviles a mi paso, no se han atrevido a mover sus brazos. Quietos y fijos... Y mira por dónde hemos sabido lo que se encierra en esta cueva, donde la comida es buena y el vino, el mejor caldo de esta tierra. ¡Oh, mi princesa y señora Dulcinea del Toboso, reina y princesa de la hermosura!, vuestro magnánimo corazón reciba de buen talante a este caballero andante, a quien llaman de la Triste Figura. Bebe, mi buen amigo Sancho.

¿Sabes qué imagino, Sancho? Que habré perdido el juicio. Quizás tenga razón el ventero y no deba beber más... Hasta oigo relinchar a Rocinante.

(Confundía el ruido de la máquina del café al calentar la leche con el relincho de un caballo).

—Este soliloquio me está turbando en demasía —pensé.

Vino el ventero con la cuenta, el café y una onza de chocolate, gentileza de la casa.

El agradable aroma del café reanimó mis sentidos. Me di cuenta de mi comportamiento molesto, sintiéndome empequeñecido. Sin azúcar tomé el café, que no me supo amargo, aunque era un buen café tostado. Vigorizó mi espíritu y volví en mí.

Llamé al camarero con mucho respeto, y mientras abonaba mi cuenta, dije:

—Señor, perdone mi comportamiento anterior. Tantos disparates como dije no salieron de mí.

—No repare en eso —me dijo, mientras me hacía un guiño—. Sin duda fue el señor de la Mancha. Vuestra merced no pudo dejar de sucumbir a rememorar las hazañas del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.

 FIN

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