Jugar siempre es perder
Renunciando a su sentido común y al mínimo de
inteligencia en su vida, se dejó arrastrar hasta el salón de juegos, donde pasó
toda la tarde y buena parte de la noche. Solo cuando en su mano le quedaba un
último euro se percató de su locura. Ya era tarde. Introdujo la moneda en la
ranura, golpeó el pulsador con rabia para iniciar la partida. Las líneas de
combinaciones giraban rápidamente; de sus ojos, irritados por tantas horas
frente a las luces multicolores de la máquina tragaperras, brotaron lágrimas que
no podía reprimir, máxime cuando esta cantó incesante el premio especial: Jackpot:
dos mil trescientos noventa y cinco euros.
Había jugado unos mil quinientos euros. Podía estar
satisfecho, dado que la cuenta de resultados le era favorable, aunque pensó cuánto
había perdido de mesura.
Eran las cuatro de la mañana cuando volvía a casa,
cansado, exhausto. Feliz por el resultado económico, pero rendido, destrozado y
angustiado, por ese impulso interior que le afligía la conciencia, retornando
su sentido común… y su escasa inteligencia.
Tan ensimismado iba en sus pensamientos que no se
percató de la presencia del tipo que le seguía. Aunque las calles que debía
recorrer hasta llegar a su casa estaban iluminadas, no todas lo estaban lo
suficiente. Esa noche la luna llena alumbraba con claridad las zonas en
penumbra donde las farolas eran insuficientes, como suele ocurrir en las calles
más alejadas del centro.
Tenía que recorrer un largo camino hasta su barrio, en
la periferia de la ciudad. La noche era fría, ya entrado octubre; el otoño
empezaba a notarse no solo en las hojas que caían de los árboles, sino también
en el aire helado que a esas horas de la madrugada se hacía sentir.
Confiado en su caminar, no era consciente del peligro
que le acechaba. Sintió un pinchazo en el costado izquierdo, giró la cabeza y
vio el rostro hosco y la boca desdentada de quien le amenazaba con atracarle.
Quiso defenderse, pero solo consiguió que este hundiera el cuchillo en su
costado, atravesando no solo la piel, sino también el riñón. Cayó desplomado al
suelo. El agresor se agachó junto a él, palpó sus bolsillos, extrajo la cartera
del interior de su chaqueta y huyó corriendo.
Un coche patrulla de la policía local se percató de la
fuga de un individuo que, con un cuchillo ensangrentado en la mano, se alejaba
de un hombre que yacía en el suelo. Intuyendo lo sucedido, uno de los agentes
descendió del vehículo para perseguir al malhechor, mientras el otro llamaba a
emergencias y se acercaba a socorrer al herido.
La hemorragia abundante que sufría amenazaba con
llevarle a un shock que le produciría la muerte, pensó, mientras
presionaba la herida, prolongando así su agonía si nadie lo remediaba.
Días más tarde, al salir del coma inducido al que los médicos le habían sometido para salvarle la vida, supo que la suerte había estado de su parte y que se le brindaba una nueva oportunidad de seguir adelante. Una vida que, sin duda, ya no pasaría ni por jugar ni por jugársela. Y comprendió entonces, con una claridad amarga, que jugar, invariablemente, siempre es perder.