Debes volver

¿Estaba muerto? Desperté. ¿Lo había certificado el médico al que llamó mi madre?

Acabábamos de venir de su consulta, pero de camino a casa debí de empeorar. Era solo un niño, tendría unos nueve o diez años.

Cuando volvimos de la consulta, mi madre me metió en su cama, me arropó y me dijo que iba por las medicinas que me había recetado. Llamó a mi abuela para que estuviera pendiente de mí y le pidió que no se moviera de la cabecera de la cama.

Mis recuerdos solo se limitan a ser consciente de que convulsioné, cerré los ojos y sentí que rodaba por una larga pendiente que se abría en un profundo abismo. ¿Descendí?

Más tarde supe que el médico dijo a mis familiares que, si no despertaba, se fuesen preparando para lo peor.

Yo no puedo recordarlo, solo tengo como referencia que sería sobre las doce de la mañana cuando llegamos a casa. Lo sé porque mi abuela siempre rezaba una oración a esta hora; me contaba que era el Ángelus, la hora en que el Espíritu Santo le anuncia a María que será la madre del Hijo de Dios.

Sí, estoy seguro, mi madre acababa de irse y, a pesar del fortísimo dolor de cabeza que sentía, fue cuando escuché el rezo de mi abuela. Oí su grito desesperado… ¿o acaso era el mío cuando me veía precipitarme al profundo abismo al que irremediablemente me vi caer?

La luz de la mañana que entraba por la ventana e iluminaba el dormitorio de mis padres se apagó como quien apaga una lámpara. Todo era oscuridad, silencio y paz. Extrañamente, tras el sobresalto del temor de que me iba al fondo de un tajo, sentía paz, una paz como no había experimentado ni en mis cortos años de existencia.

Gritos, llantos desesperados de mi abuela, de las vecinas que acudieron a socorrerla, de mi madre, que había vuelto precipitadamente de la farmacia. Voces del médico y la enfermera, que habían venido raudamente a la llamada de auxilio por mi estado. Yo los oía. No entendía a qué tanto alboroto: me sentía bien, no me había dañado al caer a ese precipicio. Sentía paz, una enorme paz. Y la luz volvió: más blanca, más radiante, más potente… Casi dañaba mis ojos tras los momentos anteriores de oscuridad.

Allí estaba mi abuelo materno. No estaba solo: había más personas con él que no reconocí. Hacía veinticinco años que había fallecido; le había visto solo en la foto medio amarillenta que mi abuela tenía colgada en su dormitorio, y debajo de ella, una pequeña repisa en la que siempre había un vaso con una flor y una vela que solo encendía por el Día de los Difuntos. Me abrazó. Sentí su calor… ¿o no? En mi visita, el médico me había diagnosticado que tenía una pulmonía, y de ahí que tuviera una fiebre tan elevada. Oí su voz… ¿o no?

Me sentía muy turbado, pero estoy seguro de que era una voz diferente de todas las voces que había en la habitación:

—¡Debes volver! ¡Debes volver! ¡Aquella luz te guiará!

La luz que me señalaba era blanca, muy blanca; quizás menos potente que la que me rodeaba en ese momento. No molestaba al mirarla, y caminé hacia ella. Me paré, volví y le pregunté:

—¿Tú no vienes, abuelo?

—No, pequeño, aquí es mi lugar.

Habrían pasado seis o siete horas. Desperté… ¿o volví? En realidad, no lo sé.

La luz de la lámpara de bronce del dormitorio estaba encendida. Tenía seis brazos que portaban seis bombillas de vela, y todas proyectaban su luz al techo, iluminando suficientemente la habitación. Las cortinas de la ventana, corridas a ambos lados, dejaban ver tras los cristales que la tarde declinaba y que las sombras de la noche no iban a pesar a los allí presentes, pues irradiaban felicidad cuando abrí los ojos. Y pedí beber agua.

¿Desperté o volví? Solo sé que para mí fue un tránsito: de un estadio de fiebre alta, tos, respiración acelerada, dificultad para respirar, ruidos crepitantes en el pulmón, pérdida de apetito, vómitos (debido a la tos o por tragar mucosidad), sensación de malestar y turbación, dolor abdominal… a un remanso de paz. Mucha paz. Un tiempo que yo viví en lo que creí fueron unos minutos, y para mis familiares fueron horas de incertidumbre y miedo. Y ciertamente, transcurrieron más de seis o siete horas.

Solo quizás ahí esté la razón de cuando digo que la muerte es el final feliz.


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