Su condición sexual fue su condena
Corrió
hacia la ambulancia, pero esta partió de inmediato, con las luces destellando.
Siguió corriendo hasta que un dolor punzante en los costados le obligó a
detenerse. El aire le quemaba en los pulmones, pero se obligó a continuar: el
hospital estaba a solo dos kilómetros. Llegó exhausto, preguntó por su madre en
información y entonces sintió una mano sobre su hombro. Era un hombre con bata
blanca y una placa que decía Doctor
Ramírez, cardiólogo. Supo al instante que traía malas noticias.
—Lo
siento, joven —dijo el médico con voz grave—. No hemos podido hacer nada. El
paro cardíaco inicial lo superó, pero un segundo fue fulminante.
El
mundo se le vino abajo. El aire que le faltaba tras la carrera y el peso de la
noticia lo derrumbaron. El doctor lo sostuvo antes de que se desplomara y lo
atendió allí mismo. La tensión arterial estaba peligrosamente baja, pero no
había nada más que temer… al menos en lo físico.
Pasada
la crisis, el médico le dijo que debía avisar a su padre. Él respondió que su
padre se había marchado de casa hacía dos años y nunca más habían sabido de él.
El resto de la familia vivía en Francia, a donde sus padres habían emigrado
cuando él era un niño. Solo quedaba su hermano mayor, sacerdote en otra
localidad. Dio el número al doctor, y este lo llamó.
El
funeral fue al día siguiente. Solo ellos dos y algunas vecinas, amigas de su
madre, acompañaron la urna. Cuando la sostuvo entre sus manos, las lágrimas,
hasta entonces contenidas, brotaron sin control. Era como si por fin pudiera
creer lo ocurrido.
A
partir de ese momento, su vida quedó en manos de su hermano. Era menor de edad,
y de haberlo sabido, habría preferido la tutela del Estado. Lo que vivió con él
fue un infierno que lo marcaría para siempre. Solo encontró un atisbo de paz en
la cárcel, el día que se confesó autor de su muerte.
Más
que una confesión, fue un desahogo: la liberación de todo lo que había
soportado desde que su madre murió. Al principio, la convivencia no fue mala.
Su hermano había conseguido que el obispado lo destinara a su ciudad para
hacerse cargo de él. Apenas se conocían: los separaban quince años y, justo al
nacer él, su hermano ingresó al seminario. En las vacaciones de Navidad o
verano apenas cruzaban unas palabras; él se limitaba a reñirlo por las
travesuras propias de un niño.
La
primera paliza llegó el día que cumplió dieciséis años. Estaba en casa con un
amigo especial. Creyeron estar solos y se dejaron llevar: un beso, una caricia…
hasta que la puerta del cuarto se abrió de golpe. Su hermano, fuera de sí, echó
al muchacho y a él lo golpeó hasta dejarlo inconsciente. Lo ató a la cama y lo
mantuvo así dos días, insultándolo y golpeándolo como en un ritual de exorcismo
para expulsar de su cuerpo una inclinación que él no había buscado, pero que
desde niño sabía que sería su estigma en una sociedad que apenas toleraba la
diferencia.
No
fue la primera vez. En una ocasión, quedó inconsciente durante casi dos horas
por la brutalidad de los golpes. A veces pasaba una semana sin poder salir de
casa; su hermano lo golpeaba con una toalla mojada para evitar que quedaran
marcas visibles.
Cada
mes, las palizas se repetían dos o tres veces. Atado de pies y manos, recibía
golpes que dañaban su cuerpo y palabras que envenenaban su mente. Poco a poco,
la humillación y el dolor fueron sembrando en él un estado de locura en el que
el desenlace parecía inevitable.
Un mes antes de cumplir los dieciocho años, decidió poner fin a aquel infierno. Hasta entonces, no había tenido el valor. Marcharse no era una opción: no tenía adónde ir. Y aceptar seguir viviendo así le parecía más condena que cualquier cárcel.