Su condición sexual fue su condena

La imagen se le quedó grabada para siempre: su madre saliendo en una camilla, la ambulancia aparcada frente a casa, el ulular de la sirena rompiendo el aire. Él venía de la biblioteca; había ido a hacer un trabajo para el colegio porque no tenía internet en casa. Últimamente había dejado de ir a lo de su amigo Carlos: este le exigía que le hiciera sus tareas y, a cambio, lo sometía a tocamientos que, aunque en algún momento no le resultaron del todo desagradables, lo hacían sentir humillado.

Corrió hacia la ambulancia, pero esta partió de inmediato, con las luces destellando. Siguió corriendo hasta que un dolor punzante en los costados le obligó a detenerse. El aire le quemaba en los pulmones, pero se obligó a continuar: el hospital estaba a solo dos kilómetros. Llegó exhausto, preguntó por su madre en información y entonces sintió una mano sobre su hombro. Era un hombre con bata blanca y una placa que decía Doctor Ramírez, cardiólogo. Supo al instante que traía malas noticias.

—Lo siento, joven —dijo el médico con voz grave—. No hemos podido hacer nada. El paro cardíaco inicial lo superó, pero un segundo fue fulminante.

El mundo se le vino abajo. El aire que le faltaba tras la carrera y el peso de la noticia lo derrumbaron. El doctor lo sostuvo antes de que se desplomara y lo atendió allí mismo. La tensión arterial estaba peligrosamente baja, pero no había nada más que temer… al menos en lo físico.

Pasada la crisis, el médico le dijo que debía avisar a su padre. Él respondió que su padre se había marchado de casa hacía dos años y nunca más habían sabido de él. El resto de la familia vivía en Francia, a donde sus padres habían emigrado cuando él era un niño. Solo quedaba su hermano mayor, sacerdote en otra localidad. Dio el número al doctor, y este lo llamó.

El funeral fue al día siguiente. Solo ellos dos y algunas vecinas, amigas de su madre, acompañaron la urna. Cuando la sostuvo entre sus manos, las lágrimas, hasta entonces contenidas, brotaron sin control. Era como si por fin pudiera creer lo ocurrido.

A partir de ese momento, su vida quedó en manos de su hermano. Era menor de edad, y de haberlo sabido, habría preferido la tutela del Estado. Lo que vivió con él fue un infierno que lo marcaría para siempre. Solo encontró un atisbo de paz en la cárcel, el día que se confesó autor de su muerte.

Más que una confesión, fue un desahogo: la liberación de todo lo que había soportado desde que su madre murió. Al principio, la convivencia no fue mala. Su hermano había conseguido que el obispado lo destinara a su ciudad para hacerse cargo de él. Apenas se conocían: los separaban quince años y, justo al nacer él, su hermano ingresó al seminario. En las vacaciones de Navidad o verano apenas cruzaban unas palabras; él se limitaba a reñirlo por las travesuras propias de un niño.

La primera paliza llegó el día que cumplió dieciséis años. Estaba en casa con un amigo especial. Creyeron estar solos y se dejaron llevar: un beso, una caricia… hasta que la puerta del cuarto se abrió de golpe. Su hermano, fuera de sí, echó al muchacho y a él lo golpeó hasta dejarlo inconsciente. Lo ató a la cama y lo mantuvo así dos días, insultándolo y golpeándolo como en un ritual de exorcismo para expulsar de su cuerpo una inclinación que él no había buscado, pero que desde niño sabía que sería su estigma en una sociedad que apenas toleraba la diferencia.

No fue la primera vez. En una ocasión, quedó inconsciente durante casi dos horas por la brutalidad de los golpes. A veces pasaba una semana sin poder salir de casa; su hermano lo golpeaba con una toalla mojada para evitar que quedaran marcas visibles.

Cada mes, las palizas se repetían dos o tres veces. Atado de pies y manos, recibía golpes que dañaban su cuerpo y palabras que envenenaban su mente. Poco a poco, la humillación y el dolor fueron sembrando en él un estado de locura en el que el desenlace parecía inevitable.

Un mes antes de cumplir los dieciocho años, decidió poner fin a aquel infierno. Hasta entonces, no había tenido el valor. Marcharse no era una opción: no tenía adónde ir. Y aceptar seguir viviendo así le parecía más condena que cualquier cárcel.

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