Reencuentro incompleto
Cuando llegó a la ciudad, sintió que el
tiempo le apretaba el pecho. Hacía más de doce años que no regresaba. Desde que
era un niño, sus visitas con sus padres a casa de los abuelos paternos habían
sido escasas y felices. Ahora, con dieciocho recién cumplidos, intuía que ni
siquiera los reconocería si se cruzaban por la calle. No tenía ni su dirección
ni un número de teléfono; solo quedaban las imágenes difusas de la memoria y
una carpeta llena de fotos y vídeos en la tarjeta de su tablet.
Era Semana Santa. Recordaba con nitidez el
día en que su abuelo lo apuntó por primera vez a una cofradía. Iba de
monaguillo, con apenas tres años. Al año siguiente volvió a salir, agarrado de
su mano. Aquellas imágenes —el paso, los tronos, el incienso— eran ahora su
único hilo de búsqueda.
Durante todos esos años, no volvió a saber
nada de ellos. Al principio, los echaba de menos y no comprendía qué habían
hecho él o su madre para ser apartados de golpe. Tampoco volvió a ver a su
padre. Su madre siempre le dijo que se había marchado al extranjero, pero nunca
entendió por qué los abuelos también habían desaparecido. Vivían en otra
ciudad, sí, pero a una hora escasa de trayecto. Al principio le dolió. Más
tarde, los borró de sus pensamientos, aunque la verdad es que nunca logró
olvidarlos.
Y ahora que conocía la verdad, sentía una
necesidad urgente de enmendar el pasado. Ayer mismo supo lo que realmente había
ocurrido y lo entendió todo con brutal claridad. Una parte de él se sintió
culpable, como si fuera responsable del dolor ajeno, y no lo dudó: haría todo
lo posible por encontrar a su padre y a sus abuelos.
Tuvo suerte. Logró una habitación en uno de
los cinco hoteles de la ciudad. Era Jueves Santo y llevaba lloviendo toda la
semana. De puro azar, la reserva de aquella habitación fue cancelada minutos
antes de que él llamara. También pidió mesa en el restaurante del hotel:
llegaría justo a la hora de comer.
Caía un leve sirimiri cuando dejó el coche
en el aparcamiento. Entró por la recepción, recogió la llave, completó los
datos y subió a la sexta planta. Deshizo la maleta lentamente, sin prisas, como
si el gesto de desdoblar la ropa lo ayudara a ordenar las emociones. ¿Y si ya
no vivían allí? ¿Y si ya no vivían, simplemente?
Un reflejo sombrío se le dibujó en los
ojos. Bajó al restaurante. Le acompañaron hasta una mesa junto a un gran
ventanal que daba a la piscina. Desde allí podía verse el aguacero
estrellándose contra el agua, como si el cielo también tuviera cosas que
llorar.
El ruido del comedor era ensordecedor, pero
al menos estaba apartado. Mientras esperaba al camarero, buscaba en la tablet
una fotografía clara de sus abuelos. Recorrió carpetas con dedos temblorosos,
intentando que la emoción no le traicionara antes de tiempo.
No se percató de la presencia del camarero
hasta que escuchó su voz:
—Señor, ¿ha decidido ya qué va a tomar?
—Sí. De primero, revuelto de espárragos. De
segundo, bacalao con salsa de piquillo. De postre, tarta de la abuela. Y una
copa de Rioja, por favor.
—Buena elección, señor. Enseguida le sirvo.
Antes de que se marchara, levantó la tablet
y le mostró la pantalla:
—Perdone, ¿conoce usted a este señor? ¿O a
esta señora?
La imagen, ocupando las diez pulgadas del
dispositivo, mostraba a un hombre y una mujer sonrientes, con él de niño entre
los brazos.
La cara del camarero palideció al instante.
—¿Los conoce?
—¿Por qué tiene usted una foto de mis
abuelos? —preguntó, visiblemente alterado.
—Es una historia larga y difícil de
resumir. Me he alojado en este hotel y no me iré sin encontrarlos. No puede ser
una casualidad. Cuando termine su turno, me gustaría hablar con usted, si le
parece bien. Estaré aquí, no tengo intención de marcharme.
El camarero asintió, aún atónito, y se
alejó sin decir una palabra más.
El restaurante fue vaciándose poco a poco.
Pasaron casi dos horas hasta que el camarero volvió a acercarse. Ya sin el
delantal, con la camisa remangada y gesto contenido, se sentó frente a él. Solo
quedaban dos matrimonios jóvenes con sus hijos pequeños y el joven que no había
dejado de mirar por la ventana.
—¿Podemos seguir aquí o van a cerrar el
restaurante? —preguntó Alberto.
—No, no cerramos. Además, el restaurante es
de una tía mía —respondió el camarero.
—Genial. Bueno, mi nombre es Alberto. Te
contaré por qué tengo esa foto, por qué quiero ver a tus abuelos… y por qué
necesito abrazarlos. ¿Tú cómo te llamas?
—Carlos —dijo secamente, como quien aún no
se fía del todo.
—Está bien. Mira estas fotos… y estos
vídeos.
Sacó la tablet y empezó a mostrarle las
imágenes de antaño: juegos en la playa, desayunos en la casa de los abuelos,
paseos por la ciudad. Carlos miraba fijamente. Algunas de esas imágenes su
abuela aún las conservaba en su móvil. Reconoció los vídeos. Su abuelo se los
había mostrado decenas de veces.
Sus ojos se fueron enrojeciendo.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Alberto, al
notarlo.
Carlos tragó saliva.
—Si eres quien creo que eres, mi abuelo…
sería el hombre más feliz del mundo si estuviera aquí. Pero murió.
El golpe fue seco, directo al pecho.
Alberto sintió que todo se derrumbaba. Lloró. Como lo hacía de niño, cuando
nadie lo veía. Como cuando se sentía solo.
Carlos bajó la cabeza.
—Perdón… No pensé que te afectaría así. Mi
abuelo tenía verdadera pasión por ti. Sufrió mucho cuando tu madre y su hijo
rompieron.
—¿Tienes algo de beber?
—¿Prefieres un vaso de agua o una copa?
—Una copa. Lo necesito.
—¿Ron con naranja? Es lo que voy a tomar.
Mientras, veré si mi tía me necesita. El restaurante se está llenando otra vez,
hoy el café y los churros están en su punto.
—No te preocupes. Aquí te espero.
Carlos se fue y Alberto volvió a quedarse
solo. Volvió a mirar las fotos. Aquella esperanza de reencuentro con su abuelo
se deshacía. Había imaginado abrazarlo, oír de nuevo su voz, reír juntos.
Incluso lo había soñado tarareando las mismas canciones de cuando salían a
pasear.
Una hora después, Carlos volvió con las
bebidas, dos tazas de chocolate y un plato con churros.
—Pruébalos, te vendrán bien. Ya son las
seis. Hora de merendar —dijo con media sonrisa.
El chocolate humeante y los churros
crujientes tenían algo de consuelo.
—¿Cómo murió mi abuelo? —preguntó Alberto.
—Un infarto. Ya había sufrido otros. Pero
creo que se cansó de vivir. Siempre decía que la suerte no es para quien la
busca, sino para quien la encuentra. Y él, por más que buscó, nunca la halló.
Decía que algunos nacen con estrella, y otros estrellados. Y que tú estabas en
ese segundo grupo, como él. Le dolía imaginar cuánto ibas a sufrir cuando
supieras toda la verdad.
Alberto suspiró.
—Hasta los seis años fuimos inseparables.
Solo lo veía los fines de semana, o cuando venían de visita. A veces entre
semana, si tenía trabajo en nuestra ciudad. Después... todo fue silencio. Nadie
me explicó nada. Me quedé sin padre, sin abuelos. Al principio fue un trauma.
Luego aprendí a ignorarlos. Pero nunca los olvidé.
—¿Sabes toda la historia?
—Sí. Mi madre me la contó hace poco. Por
eso estoy aquí. Quiero ver a mi padre y a mis abuelos. Aunque sé que él no es
mi padre biológico… para mí, lo fue desde que aceptó a mi madre, embarazada de
un miserable que nunca quiso saber nada de nosotros. Me crio como un hijo hasta
que su relación con mi madre terminó. Nunca supe por qué. Y ya no quiero
saberlo. Quizás ella actuó como creyó mejor, pero él… él no merecía ese trato.
Carlos asintió.
—Mi abuela… tu abuela… nunca dejó de pensar
en ti. No se te podía nombrar en casa. Era una forma de protegerse. Pero cada
vez que alguien rompía ese silencio, sufría. Y mi abuelo… él nunca dejó de
hablar de ti.
—¿Tú eres su hijo?
—No. Soy hijo de una hermana. El que tú
llamas padre es mi tío. Su esposa es la dueña del hotel.
—¿Y él?
—Está en Bruselas. Vuelve esta noche. Le
encantará verte.
—Necesito abrazarlo.
—¿Ves aquellas señoras junto a la entrada
del restaurante?
—Sí.
—Son mi madre, mi tía… y tu abuela.
Alberto se quedó observando. El tiempo
pareció congelarse.
—No creí que sería tan fácil encontrarlos.
Parece que el destino quiso que así fuera. Pero ahora que estoy aquí… me
pregunto si debo continuar. Si él estuviera… todo sería distinto.
—No lo pienses más. Estás aquí. Ellos te
quisieron. Tú no tienes la culpa de nada. Y seguro que, donde esté, tu abuelo
moverá cielo y tierra para que este reencuentro sea para bien.
Alberto miró por la ventana. Ya no llovía.
La luz de la tarde dibujaba sombras en el jardín. Y entre esas sombras, le
pareció ver la figura de su abuelo. Escuchó su voz en la cabeza, animándole a
dar el paso.
Se levantó, cruzó el restaurante, y fue
hasta la mesa.
—Buenas tardes —dijo, mirando a la mujer
mayor—. Rosalía… ¿podría hablar con usted?
—Dígame, joven.
—Te quiero, abuela. Nunca te olvidé. Ni al
abuelo. Acabo de saber que él ya no está… No puedo abrazarlo, pero a ti sí, si
me dejas. Siento que habéis sufrido tanto como yo. La vida a veces es tan
injusta…
Rosalía lo reconoció en ese instante. Lo
abrazó con ternura. Como si los años no hubieran pasado.
Le pidió que se sentara junto a ella.
Alberto le contó que hasta hacía poco no sabía lo que había sucedido. Que no
entendía por qué nadie le había contado nada. Que ahora, al saberlo todo, solo
quería darles las gracias por haberle amado.
—No, hijo. No fue tu culpa. Fue el destino.
Nos tocó sufrir. Tu abuelo fue quien más lo acusó. Tú eras su mayor
preocupación. Le dolía pensar en cuánto ibas a sufrir cuando lo entendieras
todo.
—Estamos esperando que llegue mi hijo —dijo ella, emocionada—. Hoy cenaremos juntos. Aquella puerta del pasado se cerró de golpe y nos dejó heridos. Pero esta noche… quizás se abra de nuevo.