El repartidor de saludos
Acababa de llegar del psiquiatra. Me ahogaba en casa, me puse ropa deportiva
y salí a caminar. Hacía días que sentía esa sensación de pérdida de los
sentidos; a veces temía que me fuese a desplomar. Me acababa de suceder sentado
en el sofá y no estaba dispuesto a morirme solo, encerrado entre las cuatro
paredes de mi modesto apartamento.
Corría una ligera brisa y eso alivió mi sensación de agobio. Esa desazón que
sentía igual no era nada físico, quizás solo era la pena que me embargaba. Pero
de pena también se muere; por la pena te dejas arrastrar a un sufrimiento que
acaba reflejándose en molestias evidentes que se hacen ciertas físicamente.
El aguijón de mi angustia lo sentía en mi débil corazón. Años atrás había
sufrido un infarto, y ahora cualquier elemento que alterase mi inconsolable
vida afectaba la parte más vulnerable de mi organismo. Quizás se resistía a
seguir latiendo. Yo, al fin y al cabo, ya era una causa perdida. Feo, bajito,
rechoncho, sombrío… Cualquier apelativo que se utilizara para herir la
autoestima de una persona se me había asignado desde mi triste infancia.
Aunque, bien mirado, no se podría decir que, en general, fuese un tipo
desagradable, dado que las otras cualidades que poseía —locuaz, dicharachero,
intuitivo e instruido— no se tenían en cuenta, y podrían aminorar las
anteriores.
No, no estoy justificando lo que hice. Hice lo que tenía que hacer. Unos
dicen que el destino está escrito; otros, que lo marcas tú mismo con tus decisiones.
Algunos simplemente dicen que somos como hojas que lleva el viento, que nos
dejamos conducir.
Que fuera lo más cómodo no lo voy a discutir, porque es una disquisición que
no nos llevaría a nada. Jamás podríais entender lo que hice, salvo que estuvierais
en la misma situación. Y esa es distinta en cada uno, ya que somos seres
polisémicos. En absoluto haríais lo que yo hice en ese momento. Aunque
vivierais la misma situación, cada cual la afronta según parámetros que los
técnicos definirían como su yo, o su ello.
—¿Cobardía? ¿Habéis dicho cobardía? Ja, ja, ja... Provocarse la muerte a uno
mismo no es de cobardes. Hay que ser muy valiente. Bueno, tampoco tengo por qué
convenceros de ello. Dejadme que os cuente qué ocurrió.
El psiquiatra se recostó en su sillón giratorio. Me pareció un gesto
desafortunado: parecía como si estuviese aburrido, escuchando lo que le estaba
contando. Le pagaba cien euros que no me podía permitir por cada sesión de poco
más de cuarenta y cinco minutos, y el tipo se reclinaba en su sillón, quizás
pensando: “Mi es trabajo soportar a pirados como estos, que se creen el ombligo
del mundo y que, si no se sienten arropados, piensan que se les está
ninguneando. Tantos complejos juntos en un solo tipo ya no tienen arreglo”. Me
pareció verle sonreír. Eso ya me pareció el colmo.
Callé durante un periodo que se hizo eterno. Había leído alguna vez que el
último que habla pierde, así que el silencio se hizo pesado en la sala.
Por cierto, era una habitación de su casa, la que había habilitado para
consulta, y otra para recepción de los maniáticos que, como yo, íbamos a
visitarle. En la consulta, lo más destacado era la librería que forraba todas
las paredes y estaba repleta de libros, excepto aquella donde un enorme
ventanal daba a una de las avenidas principales de la ciudad. Otros elementos
como el diván y el sillón giratorio junto al mismo, y una mesa donde había un
ordenador portátil, una impresora y una carpeta abierta que contenía el
expediente sobre mi caso, constituían todo el mobiliario de la sala.
—Hábleme, Juan. Yo estoy para escucharle. Desahóguese. Solo podré ayudarle
si me cuenta aquello que le ata a su sufrimiento. Aunque, como ya le he
comentado en otras ocasiones, solo de usted depende liberarse de aquello que le
aflige. No soy un traumatólogo que coloca un hueso en su sitio, escayola, y en
unos días retiramos el yeso y, nuevo. Es usted quien debe poner de su parte.
Seguí callado. Ese tipo se estaba burlando de mí. Me cobraba un pastizal y,
mientras yo le hablaba, él parecía estar ausente. Yo diría que contando
mentalmente el tiempo que pasaba para despedirme como siempre lo hacía. Ese
día, lo que hizo fue diferente. No digo que fuera también determinante para la
causa que me llevó a hacer lo que hice, solo que fue distinta la forma en que
me despidió.
—Juan, han pasado los cuarenta y cinco minutos. Solo tú sabrás valorar el
tiempo. ¿Hemos progresado o no? Hoy me han gustado tus silencios. Son momentos
de reflexión que debes hacerte. Nos vemos la semana que viene. María te dará
una receta. Cambiaremos la medicación, más liviana. Veo que controlas tus
arrebatos. El primer día no callabas, era casi imposible seguirte y te
deprimías fácilmente. Hoy vamos por buen camino.
No sabía muy bien qué hacer, si saltar de alegría del diván donde estaba
recostado o cogerlo del cuello y apretárselo fuertemente hasta arrancarle la
cabeza del cuerpo. Por fortuna, me levanté, extendí mi mano y le dije:
—Quizás no nos volvamos a ver.
(Bueno, esto lo dije tan imperceptiblemente que no lo debió escuchar. De
haberlo hecho, ahora no estaríais aquí leyendo esto. Igual tampoco estáis, pero
eso a mí ya me importa poco.)
María era una chica morena, delgada, de pelo largo, ojos grandes, de color
marrón y una sonrisa encantadora. Su timbre de voz resonaba en mis solitarias
noches, en mi cabeza, llamándome para quedar, para salir. Me despertaba
malhumorado. Sabía que no iba a ocurrir en mi vida. Lo peor era que ni yo mismo
me atrevería a pedírselo nunca, pensando en lo que sufriría si fuera rechazada
mi petición.
Me sentía cohibido delante de ella. Hacía ímprobos esfuerzos por mirarla a
la cara. Me cautivaban sus ojos. Me veía besando su boca, atraído por la
blancura de sus dientes. Volví inmediatamente a la realidad al escuchar su voz:
—Son cien euros. ¿En efectivo o con tarjeta?
—Con tarjeta… —tartamudeé.
Mientras tecleaba el número secreto, no dejé de mirar su cara y me atreví a
preguntarle:
—¿Te apetecería tomar una copa conmigo cuando salgas de la consulta?
Sonrió.
—Gracias, Juan. Debo ser sincera contigo. Eres muy amable, pero no puedo
salir con clientes.
Era tan absurda la respuesta que no pude por menos decirle:
—¡Vaya! Supongo que muchos chiflados como yo te lo habrán pedido, y de ahí
que tu jefe haya impuesto esa regla a su recepcionista.
Sonrió, pero inmediatamente cambió el rictus de su cara y me dijo:
—Lo siento, no eres mi tipo. No querría darte esperanzas de algo que no va a
suceder.
Salí precipitadamente y no pude evitar derrumbarme en el ascensor, que me
bajaba de la sexta planta —donde se encontraba la consulta— hasta el portal del
edificio.
Caminé el largo trecho que me llevaba desde la consulta hasta mi casa.
Anduve los siete u ocho kilómetros de distancia, abstraído en mis pensamientos.
De mis ojos apenas brotaban lágrimas y, aunque escasas, por mis mejillas
corrían saladas hasta desembocar en mis labios, ahogándome en mi pena amarga.
Loco, casi loco y perdido, llegué a casa, me tumbé en el sofá y empecé a
sentirme mal. Sí, era esa pérdida de los sentidos. Es como si se me fuese la
cabeza. No es una sensación desagradable. Siento como si flotara, pero si
perdura, me agobia. Temo desvanecerme.
¿Miedo a morir? No, no tengo miedo. La muerte es un final feliz. Mi vida
solo es una espiral de sueños que, día a día, me aleja de mis ilusiones para
enfrentarme a mi realidad.
Salí a la calle. Corría una ligera brisa. Me sentí aliviado. Por ello me
reafirmo en que no fue pensado. Las cosas pasan por alguna razón, alguna causa
que nos guía. El fin y los medios se nos vienen dados. El porqué no lo sabemos.
A lo peor, solo cuando ya es tarde comprendemos nuestros actos o, mejor dicho,
las causas y efectos que originan nuestras acciones.
Caminaba despacio. Saludaba a todos los que pasaban por mi lado.
Nadie, absolutamente nadie de todos los que pasaron a mi lado, me respondió.
Era imperceptible para todo el mundo. Se acercaba un grupo de tres o cuatro
mujeres que caminaban juntas, vestidas muy elegantemente, como si acabaran de
salir de una fiesta.
—¡Buenas noches, señoras! —dije.
De nuevo no obtuve respuesta. Seguí caminando y grité:
—¡Estoy practicando para hombre invisible y se me da genial!
Oí el llamado que me hizo una de las señoras que acababa de rebasar y que,
como dije, saludé. Interpelándome, me gritó en un tono desabrido:
—¡Yo le conozco a usted de algo!
—Trágame tierra —dije para mí, al mismo tiempo que oía a otra de las señoras
decir:
—Es un loco.
—Sí, soy un loco. ¡Y a los locos no nos toman en serio! —dije.
Dicho esto, salté a la calzada.
Yo sí vi venir el autobús que acababa de arrancar de una parada próxima,
pero el conductor estaba conversando y dándole el cambio al último viajero que
había subido, una chica monísima que le había llamado la atención. Por ello, no
se percató de mi presencia. Solo cuando ya era inevitable atropellarme —aunque
pudo frenar— ya era demasiado tarde.
Cerré los ojos y deseé estar ahí. Anhelaba acabar con todo aquello que me
consumía, que me hacía un desdichado. Solo pensaba que la muerte es el final
feliz.
—¡Se ha arrojado al autobús! —gritaron—. ¿Dónde está?
Por suerte, nadie de los allí presentes tuvo que pasar por el trago de ver
mi cadáver. Pienso que realmente ni me vieron antes. El impacto fue tan brutal
que me desplazó unos quince metros y caí en una zanja a la que un camión
hormigonera arrojaba hormigón para taparla. Gritaron a los obreros que parasen,
pero era demasiado tarde. Los dos metros de profundidad de la zanja —por no más
de seis de largo— quedaron rápidamente cubiertos de hormigón H30, un tipo de
hormigón rápido con un preparado acelerado que en dos horas fragua. Para cuando
llegase el juez de guardia a levantar el cadáver, ya sería parte indisoluble de
la zanja que había en un tramo de la calzada.
—¿Qué ha ocurrido?
Las versiones eran tan contradictorias...
—Nos ha parecido ver...
—Creo que hemos visto...
—No sé...
—Igual solo ha sido una aparición —determinaron todos.
El autobús continuó su marcha. Los obreros continuaron con la obra, a la que
solo le faltaban dos días para acabarla, so pena de ser sancionados por no
terminarla en el tiempo requerido.
La mujer que me habló —sí, aquella que me dijo si me conocía de algo—
bromeaba con sus amigas:
—Os dije que no tomáramos más gin tonic.
—Tan solo han sido cuatro o cinco los que nos hemos tomado —dijo otra.
—Pues ya habéis visto cómo hemos acabado: viendo visiones.
Al pasar por la puerta de un concurrido pub, la estridente música que había
en su interior dejaba oír fuera nítidamente la letra de una canción. El rictus
de una de ellas se volvió totalmente lívido, siendo desapercibido por sus
amigas, que tarareaban la misma:
—Entremos, tomemos una última copa antes de marcharnos a casa —dijo esta,
recomponiendo su cara, forzando una enorme sonrisa—. Hay que seguir bebiendo
hasta que la realidad se confunda con la imaginación.