Un sueño de mil años

Cuando dejó la carretera para tomar el camino polvoriento que lo llevaba hasta el olivar de su padre, le pareció hallarse como Moisés cuando abrió el mar. Solo que este pasó entre las aguas, mientras que él lo hacía por un mar de olivos. Era una sensación que siempre experimentaba y que le resultaba seductora cuando recorría la finca.

La expresión mar de olivos le hizo gracia la primera vez que la oyó a su abuelo Rafael. Él era muy pequeño, no tendría más de siete u ocho años. Un día lo llevó al cortijo que ahora estaban reformando y que en otro tiempo había sido la casa que mandó construir su trastarabuelo allá por el año 1860. Las obras terminaron en febrero, cuatro meses antes de la fecha de su boda, el veinticuatro de junio de ese mismo año. Su abuelo le contó que allí había nacido, en 1930, al igual que lo hizo su padre, su bisabuelo, en 1893, y su tatarabuelo, en 1867. Ahora iban a convertirla en un hotel rural donde iniciaría su programa de oleoturismo.

Con él pretendía, básicamente, dar a conocer los grandes beneficios del aceite de oliva, así como permitir que los visitantes conocieran cómo se produce y descubrieran la cultura del olivo: desde su uso gastronómico hasta las técnicas para los cuidados estéticos y otras actividades asociadas, como deportes tan interesantes como el montañismo y el senderismo.

Él, al igual que su abuelo, había dejado su holgada vida académica para seguir la tradición de sus antepasados y conservar, y preservar en el futuro, el sueño que hizo posible su abuelo, que su padre continuaba y que él estaba dispuesto a engrandecer, dando a conocer este nuevo tipo de turismo que tan de moda se estaba poniendo entre quienes disfrutan de los atractivos naturales.

Él, al contrario que su abuelo, dejaba su puesto de profesor universitario de Ciencias Económicas en Málaga en condiciones mucho más favorables que las que tuvo su abuelo cuando se hizo cargo del olivar.

El recuerdo de su abuelo le trajo pesadumbre. Había sido un hombre que amaba el campo, que luchó denodadamente por conservar el olivar heredado de su padre, junto con sus hermanos.

Eran ocho hermanos, incluido él, que era el mediano. Todos, menos él, ambicionaban vender la parte del olivar que les correspondía por herencia; querían desentenderse de las tareas que suponía sacar adelante el trabajo del campo. Les propuso arrendarles sus tierras y, a cambio, abandonaría su trabajo de profesor en el instituto para dedicarse y ganarse la vida realizando las labores agrícolas del olivar. Sabía hacerlo: estaba habituado a ir los fines de semana, y siempre que podía ayudaba a su padre. Este le había enseñado a podar, a utilizar el tractor y a realizar todo tipo de tareas necesarias para mantener los olivos y obtener el mejor fruto. Gracias a ese mimo constante, el aceite que producían destacaba por su aroma y sabor. Otro factor importante era que, de ningún modo, estaba dispuesto a abandonar unas tierras que pertenecían a su familia desde mediados del siglo XIX.

A su abuelo le costó mucho esfuerzo —e incluso dinero— convencer a sus hermanos de lo que, para ellos, era una apuesta alocada, pero su trabajo y su voluntad dieron el resultado esperado. Años más tarde, cuando tuvo la posibilidad de comprar sus partes, estos accedieron gustosamente, reconociendo incluso que la determinación de su hermano había logrado mantener viva una tradición que se conoce como la cultura del olivar, que no solo consiste en heredar campos de olivos, sino en resistirse a que las familias olivareras desaparezcan.

Estaba deseando llegar a un punto concreto del olivar. Su extensa superficie —de algo más de cien fanegas, es decir, unas veinte hectáreas— hacía que fuese uno de los más grandes de la localidad. Allí se encontraba un olivo cuyas dimensiones —más de diez metros de altura y casi cinco metros de perímetro— lo convertían en un ejemplar milenario. Su abuelo le dijo que podría tener unos mil años. Entonces era un crío y pensó que exageraba. Más tarde supo que era cierto, y que incluso había otros ejemplares de parecido tamaño.

Buscaba ese olivo, concretamente. Hoy era el día en que iba a hacerse cargo de la explotación. Su padre ya había delegado en él todo el trabajo y, aunque seguiría siendo su gran apoyo, a partir de entonces él tomaría las decisiones necesarias para continuar con la tradición familiar. No solo se trataba de mantener el olivar, sino de luchar para que continuara siendo patrimonio familiar.

Tras recorrer unos cinco kilómetros, se adentró en la finca por un camino de paso para tractores. Cuando hubo recorrido unos dos mil quinientos metros, detuvo el vehículo: un todoterreno con tracción a las cuatro ruedas que su abuelo le compró y puso a su nombre unos meses antes de fallecer, precisamente hoy, diez de enero de 2025.

Se sentó a la sombra del olivo y evocó a su abuelo. En febrero habría cumplido noventa y cinco años, y hasta ayer mismo se había paseado por la finca. Le había hablado del proyecto que estaba ultimando y de los beneficios añadidos que suponía la puesta en marcha de ese plan de turismo ligado al olivar. A su abuelo le pareció genial, siempre y cuando no se descuidara la calidad de la producción, y lo animó a no abandonar sus sueños.

Solo, a la sombra de ese olivo, en el que tantas veces había estado con él cuando de niño lo llevaba a pasear, lloró desconsoladamente la muerte de su abuelo. Se había ido, precisamente, el día en que él tomaba las riendas de lo que con tanto esfuerzo había levantado. Quizás era una señal, una forma de mostrarle que contaba con su beneplácito, sabiendo que una nueva generación tomaba el timón con la plena seguridad de que la tradición familiar se resistía a desaparecer.

Ese árbol milenario, desafiante, provocador, altivo, soberbio, inmenso, colosal y grandioso, ejercía una atracción especial sobre el abuelo. Presuntuoso frente al resto de los allí plantados. Hubo un año en que llegó a dar hasta 250 kilos de aceitunas. Cierto es que al año siguiente fueron bastantes menos, pero año tras año sobresalía respecto a todos los árboles de la finca.

Ese árbol fue el espejo del abuelo. Aquella fuerza que lo impulsó a dejar una vida cómoda como profesor en un instituto para adentrarse en un mundo que, si bien conocía, desconocía en cuanto a los enormes sacrificios que implicaba: no solo el ingente y duro trabajo del campo, sino también la lucha constante contra la naturaleza cuando descargaba con furia tormentas, vientos o nieve —tan bella como peligrosa— que, junto con otros elementos climáticos, son enemigos de los olivos. El calor y las heladas pueden ser más tolerables dentro de unos límites.

Allí estaba él, reconfortado por la pérdida de su abuelo, acurrucado a los pies del enorme olivo, que, al igual que le sucediera a su abuelo, ya ejercía sobre él una atracción casi diabólica, pero también era un ejemplo a tener en cuenta. Mil años habían pasado desde aquel arbolito que —vete tú a saber quién lo habría plantado— seguramente fueron los árabes que por aquel entonces habitaban esta parte de la península ibérica, que se conocía como Al-Ándalus, pensó.

Sintiéndose más animado, se levantó, se acercó al tronco del olivo y, en una de sus patas, en la parte interior, escarbó con un pequeño amocafre hasta hacer un hoyo de unos cuarenta centímetros de profundidad por veinte de ancho. Depositó una caja cuyo contenido solo conocían él y su abuelo. A continuación, tapó el agujero.

Se sentía como un niño pequeño, y eso que faltaba poco más de mes y medio para cumplir los treinta y un años. Aunque un poco escéptico por lo que estaba haciendo, se lo había prometido a su abuelo. Y, sin duda, al igual que las cenizas de este —que se esparcirían por la finca, como él mismo pidió—, era razonable pensar que el abuelo era el nexo de unión entre los antepasados, los presentes y las generaciones venideras. Ahora solo le quedaba contar a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, el esfuerzo de un familiar que soñó con un sueño que durara más de mil años.

—No son tantos años —pensó.

Mirando el olivo, que ejercía ya tal poder de atracción sobre él que creyó estar volviéndose loco, gritó con voz potente:

—¡Abuelo, mientras tenga un hálito de vida, tú serás mi modelo a seguir! Y, sin duda, será tu ejemplo el espejo en el que nuestra familia se mirará. Cuando desfallezcan sus fuerzas, solo deberán buscar en el interior de este olivo una caja oculta en una pata, a la derecha del mismo, mirando al este. Examinando su contenido, solo entonces percibirán cómo yo he crecido, y cómo, habiéndolo dejado todo, también me he unido a tu sueño de mil años. Un sueño que estoy convencido de que perdurará en toda nuestra familia.

    

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