Un amor auténtico

No recuerdo por qué discutimos. Apenas hacía cuatro meses que nos habíamos ido a vivir juntos. Ambos trabajábamos. Apenas nos veíamos entre semana: comíamos fuera, cada uno en un restaurante cercano a su oficina, porque no tenía sentido volver a casa. Solo coincidíamos pasadas las nueve de la noche, agotados, cuando preparábamos algo rápido: un sándwich de jamón o atún, una pizza compartida. Los fines de semana sí, los pasábamos juntos, aunque no siempre. A veces tú insistías en visitar a tus padres o a los míos, que vivían a ciento cincuenta kilómetros. O quedábamos con los amigos.

Nunca quise que nos aisláramos del mundo. Solo sentía que el tiempo que pasábamos juntos era tan escaso, tan frágil, que apenas nos daba para conocernos de verdad. No teníamos problemas económicos: nuestros sueldos eran buenos y el piso en el que vivíamos lo habían comprado tus padres cuando viniste a estudiar la carrera. A tu hermano le regalaron uno en Madrid, cuando empezó a trabajar en una farmacéutica.

Te gustó Málaga desde el principio y decidiste quedarte. Junto con tu amiga Carolina montasteis una academia de idiomas, y por suerte os iba muy bien.

Nos conocimos el día que fui a esa academia. Un compañero de trabajo me habló de ella: él se estaba sacando el C2 de inglés, y yo también lo necesitaba, si quería optar a la dirección de una sucursal bancaria en El Rincón de la Victoria. Me aseguraste que con mi nivel, y con esfuerzo, lo lograría. Durante ese mes de clases, tú misma te encargaste de ser mi profesora. No hablamos nunca de ello, o mejor dicho, nunca me confesaste si te pasó lo mismo que a mí. Yo me enamoré de ti desde el primer momento. Supongo que soy de esos que se enamoran fácilmente, pero tú te mostraste tan cercana desde el primer día… Recuerdo que al segundo ya aceptaste cenar conmigo —bueno, fue una hamburguesa en el McDonald’s más cercano—. Aquella fue nuestra primera cita, y por suerte hubo muchas más durante esas semanas.

Al final del curso me promovieron. Fui nombrado director. Obviamente acepté.

Pasó un mes hasta que volví a verte. El nuevo puesto me exigía tiempo. Quería hacerlo bien. No quería que se notaran mis carencias, ni cometer errores de principiante. Tu academia seguía estando ahí, a solo veinte minutos por la autovía. Pero era verano, y en esos días la carretera era un infierno. No sabía dónde podrías estar fuera del centro. Y aunque tenía tu número, no me atrevía a llamarte.

En mi cabeza ensayaba excusas: agradecerte el curso, contarte lo bien que me iba, confesarte que a veces me despertaba soñando contigo. Pero pensaba que, si te decía algo así, te asustarías.

El 21 de junio salí de una reunión a las siete de la tarde. Y sin pensarlo mucho, conduje hacia Teatinos. Sabía que tenía que atravesar la ciudad, rezando para no encontrarme con un atasco. Quería llegar antes de que cerraras. Me llevó un rato aparcar, y lo hice varias calles más lejos. Eran las ocho menos cinco. Eché a correr. El corazón me latía más rápido —no solo por la carrera—. Ya no sabía ni qué pensaba decirte.

Estabas cerrando la puerta. Te sobresaltaste al verme. Yo solo alcancé a decirte que no quería asustarte. Pero entonces tú me abrazaste. Un abrazo cálido, fuerte. Como si hubiéramos sido algo más que alumna y profesor, como si entre nosotros ya existiera un vínculo silencioso.

Me dijiste que pensabas llamarme, que querías saber si me habían nombrado director. Yo me excusé diciendo que había estado muy ocupado. Era mentira. Había pensado tanto en ti que no sabía ni cómo acercarme sin parecer torpe.

—He pensado en ti —te dije—. He salido de una reunión y he venido directo. Tenía que verte. Estoy seguro de que tú eres la chica de mis sueños.

Sonó cursi, lo sé. Pero tú lo entendiste. Me sonreíste.

—La verdad es que esperaba que me llamaras —dijiste—. Estoy segura de que quiero conocerte.

Y así fue. Durante un mes nos vimos casi a diario. A pesar de la distancia, del cansancio, del reloj. Me propusiste que nos fuéramos a vivir juntos. Yo pagaba quinientos euros por un piso que apenas pisaba. Y últimamente dormía tan poco…

No fue una decisión precipitada ni por conveniencia. Queríamos estar juntos. Queríamos ver qué pasaba. Queríamos dejar que los sentimientos afloraran. Quizás —solo quizás— no supimos ver que la rutina no crea ilusiones. Con el tiempo, nos acostumbramos demasiado el uno al otro. Nuestra vida en común se volvió costumbre.

Sí. Ahora lo recuerdo. Discutimos —por una tontería— y salí a dormir al coche. Era sábado, veintiuno de diciembre. Arranqué para calentar el habitáculo. En Málaga también hace frío en esas fechas. Sería la una de la madrugada. Las luces del coche se encendieron solas, y entonces te vi.

Estabas allí, en pijama. Llevabas una manta y una almohada.

Esa noche dormimos juntos en el coche. Apretados. Respirando el mismo aire empañado. Ni en tu cómoda cama del piso luminoso de Teatinos nos habíamos amado con tanta verdad como lo hicimos aquella noche.

Tu presencia allí, sin decir nada, lo confirmó todo: lo nuestro no era rutina, ni costumbre, ni capricho.

Era amor. Un amor auténtico.

Entradas populares de este blog

BREVES FRAGMENTOS DE LA HISTORIA DE CABRA (LIBRO)

Inicio

Cartas Proféticas Pananeñas