El faro de tu ausencia
Sara, su
amada Sara. El amor de su vida desde que la conoció en el colegio. Aquella niña
menuda, de cabello rubio y ojos azules, que al mirarlo lo dejaba sin palabras,
con las mejillas encendidas y la voz temblorosa. No tardaron en hacerse
inseparables. Primero amigos, luego novios, descubriendo juntos los primeros
besos adolescentes. Pero el deseo —ese deseo tan natural y tan humano— acabaría
siendo el principio del fin.
Los
sorprendió el padre de ella en el jardín, besándose a escondidas. Aquel hombre,
dueño de un concesionario de coches, varias propiedades y una gran finca de
olivos, jamás vio con buenos ojos que su hija tuviera ojos solo para David, el
hijo del capataz. Aunque no se opuso abiertamente —quizá por no enfrentarse a
Ramón, un trabajador leal y competente—, su rechazo era evidente.
David, sin
embargo, no era un muchacho sin futuro. Inteligente, aplicado, había ingresado
en la universidad y se acababa de licenciar en Filología Inglesa. Mientras
ahorraba para hacer un máster, aceptó trabajar como jardinero en la casa de
Sara. Era la excusa perfecta para estar cerca de ella. Y sucedió lo inevitable.
El padre de
Sara montó en cólera. Expulsó a David de su casa y le prohibió volver a ver a
su hija. Luego la envió con su tía María, que vivía en Galveston, Texas. Un
exilio forzado.
Los primeros
quince días sin Sara fueron una tortura. Nada ni nadie —ni sus padres, ni sus
amigos— lograban aliviarle el alma. Apenas comía. Parecía flotar en un letargo
peligroso.
Y de pronto,
algo cambió. Nadie supo cómo ni por qué. La mañana del cinco de julio de 2023,
David se levantó, hizo su maleta, se despidió de sus padres y se marchó. Solo
llevaba algo de ropa, su portátil, un libro electrónico, el móvil, y su Honda
CB 500 X de segunda mano. Nada más.
—No os
preocupéis por mí —les dijo—. Estaré bien. Ya os escribiré cuando esté
instalado. He conseguido un trabajo.
No dio más
explicaciones. Sus padres, aunque tristes, lo dejaron ir con la esperanza de
que les escribiría pronto.
Un mes
después recibieron noticias suyas. Y tres meses más tarde supieron dónde
estaba: un faro perdido en un islote solitario, hermoso pero aislado del mundo.
Solo una vez al mes un barco llegaba con provisiones y lo que pudiera
necesitar. Aunque el faro estaba integrado en una vieja casona, David vivía en
la segunda planta de la torre, que había acondicionado a su manera.
Pero aquel
día, el barco que se aproximaba no era el de siempre. Era un pequeño yate. La
joven que bajó de él le recordó a Sara. Y ese recuerdo fue como una herida
reabierta.
Tenía que
bajar y advertirles que no podían permanecer en la playa si no tenían una
avería o un motivo serio. Pero algo lo retenía. ¿Era ella?
Sí. Era
Sara. No la veía desde hacía seis años, pero al mirarla desde la ventana
supo que era ella. Sus ojos azules, fijos en el faro, lo intimidaron igual que
cuando eran niños.
—¿Qué hace
aquí? —se preguntó—. ¿Y yo? ¿Qué he hecho con mi vida? ¿Por qué perdí seis años
sin buscarla?
La realidad
lo golpeó de pronto. No había olvidado a Sara ni un solo minuto. Pero se dejó
apagar. Mientras ella recorría medio mundo, él se había consumido entre libros,
recuerdos y botellas de whisky.
—No puede
verme así —pensó—. Se decepcionará. Se irá. Y no la culparé.
Sara llamaba
a gritos desde la playa. Lo buscaba con desesperación. Sabía que él estaba
allí. Su corazón latía desbocado, ansiosa por encontrarlo, por decirle que
tampoco lo había olvidado.
—¿Dónde
estás, David? Amor mío… ¿dónde estás?
Él la oía,
pero no se movía. Su cuerpo parecía hecho de piedra. El miedo a decepcionarla
lo paralizaba.
—No puedo,
Sara… no puedo. No quiero que veas en qué me he convertido —murmuró, hundido.
Sara ya
había entrado en la casona.
Subía las escaleras de piedra, una a una, con el corazón a punto de estallar.
—¡David!
—gritó—. ¡Soy yo!
Él oía su
voz como un eco lejano, como si viniera de otro tiempo, de otro David que aún
creía en los milagros.
Apretó los puños. Todo en su interior le pedía que se levantara, que corriera a
abrazarla.
Pero no podía.
“Así no. No
así.”
La puerta se
abrió.
Sara se quedó en el umbral, con el pecho agitado y los ojos empañados.
Lo miró.
Él estaba allí, sentado junto a la ventana, encorvado, más viejo que sus años.
—David…
Él bajó la
cabeza. La vergüenza le pesaba en los hombros.
—No puedes
verme así —murmuró—. No después de todo este tiempo.
Sara avanzó
despacio.
No dijo nada. No lo juzgó. Solo lo miró con los mismos ojos de siempre, esos
ojos que lo habían enamorado de niño.
Se arrodilló
frente a él, le tomó la mano.
La suya, tibia.
La de él, fría como el invierno del faro.
—Estoy aquí
—susurró—. Y no me he ido nunca.
David alzó
la mirada.
Ella sonreía, con los ojos húmedos.
Y entonces, rompió.
No con palabras. Con lágrimas. Con un suspiro contenido por años.
Se dejó caer en sus brazos.
Por primera vez en seis años, no sintió frío.
Afuera, el
mar golpeaba con suavidad la roca.
El faro seguía encendido.
Pero por fin, ya no era el único que resistía la oscuridad.
FIN