Destino obligado

Javier Montes contemplaba el olivar que había sido de su padre, una vasta extensión de olivos de las variedades Picual y Hojiblanca, situada a unos setenta kilómetros de la capital.

Al igual que su progenitor, presidía la cooperativa olivarera de la localidad. 

Su padre la había fundado en 1980. Al principio, fue solo una locura que cruzó su mente, pero la llevó adelante junto a su cuñado Javier —hermano de su esposa— y algunos agricultores que creyeron en el proyecto: elaborar un aceite que destacara por su calidad y sabor, lo bastante excelente como para acogerse a la denominación de origen de la zona.

A los dos años, el proyecto de la cooperativa estuvo a punto de hacerles perder todo el patrimonio familiar. La inversión era cuantiosa, y los beneficios, exiguos. Varios socios quisieron abandonar. Costó mucho esfuerzo convencerlos de seguir adelante, aunque dos de ellos, que poseían importantes rentas, se retiraron. Su marcha retrasó lo que más tarde se convertiría en el éxito que, desde el inicio, su padre creyó posible. 

En el quinto aniversario de la fundación, lograron que su aceite alcanzara la calidad exigida para entrar en la denominación de origen.

Producían dos tipos de aceite que habían alcanzado ese nivel de excelencia. El primero, su producto estrella, había obtenido la medalla de oro en diversos certámenes. Era un aceite de oliva virgen extra, noble por naturaleza, de aroma elegante y profundo. Su sabor, intensamente afrutado, evocaba la fruta en su plenitud. Ofrecía un equilibrio perfecto entre amargor y picor, una cualidad innata de los campos andaluces. Se recomendaba su uso en crudo, especialmente rociado sobre pan. Era el complemento ideal para ensaladas, verduras salteadas y carnes o pescados preparados a la plancha o al horno.

El segundo aceite, galardonado con la medalla de plata, presentaba un frutado medio-alto, con matices verdes y maduros equilibrados. Destacaba por su suavidad y una entrada dulce muy agradable, seguida de un ligero amargor y picante. Sus notas frutales recordaban a manzanas. Ideal para cocinas exigentes, ofrecía un alto rendimiento y no dejaba sabores ni olores en las frituras. Añadía un toque especial a guisos, arroces y platos de legumbres o carne.

Javier no había sido un estudiante constante, pero su padre se empeñó en que se licenciara en Derecho. Tal vez era un sueño que él no pudo cumplir y que quiso convertir en meta para su hijo. Javier aceptó, aunque no compartía ese plan de futuro, que incluía también hacerse cargo del negocio familiar. Sin embargo, acabó cediendo, y ahora estaba allí, no solo al pie del cañón, sino supervisando con meticulosidad cada labor en el campo, controlando cada detalle para obtener las mejores aceitunas y garantizar la calidad del aceite.

Se aseguraba de que sus productos destacaran por su aroma, sabor y tradición en la elaboración. Cada año, era un orgullo recibir el reconocimiento de haber obtenido los mejores aceites del mercado.

Durante la adolescencia, sin embargo, no le agradaba en absoluto la idea de continuar el legado familiar. A esa edad, soñaba con ser ciclista, y no se le daba nada mal. Había ganado numerosos premios desde niño, y pronto tuvo sobre la mesa un contrato que lo llevaría a convertirse en ciclista amateur. Más tarde, fichó por un equipo de primera categoría, con el que participó en las tres grandes vueltas del ciclismo europeo: el Tour, el Giro y la Vuelta a España.

Conservaba buenos recuerdos de aquellos años, de ser reconocido como uno de los grandes. Ganó varias etapas en las tres competiciones. Su gran pena fue verse obligado a abandonar el ciclismo profesional tras una caída cuando vestía el maillot amarillo del Tour de Francia por más de dos semanas. No solo perdió el sueño de ganarlo —todos lo daban como el vencedor seguro—, sino también su carrera deportiva, pues las lesiones fueron tan graves que le impidieron volver a montar en bicicleta.

Tuvo suerte de sobrevivir. Creyeron que había muerto al caer por un barranco mientras descendía el puerto del Galibier a más de noventa kilómetros por hora. Había atacado con fuerza; sacaba más de diez minutos al segundo y catorce al tercero. Solo faltaba una semana para terminar el Tour. Allí acabó su sueño.

Ahora se dedicaba también a recibir a los visitantes que llegaban al complejo hotelero que había construido junto a las instalaciones de la fábrica de aceite. Había organizado una serie de actividades en torno al aceite de oliva como alternativa al turismo tradicional: visitas guiadas, alojamiento, gastronomía, rutas, senderismo, bienestar... En definitiva, divulgación y cultura alrededor del oro líquido.

Cuando presentó el proyecto a su padre, este no quiso ni oír hablar de ello. Incluso el nombre —“oleoturismo”— le resultaba desagradable.

—Hijo, no voy a impedir que lleves adelante tu proyecto. Sé que me estoy quedando anticuado. Sin duda, ese brillo que veo en tus ojos es el mismo que tenía yo cuando me empeñé en fundar la cooperativa. Contarás con mi apoyo. Invertiré, pero sin poner en peligro el patrimonio que poseemos. Ya estuve a punto de perderlo cuando comencé mi aventura, y no estoy en edad de volver a empezar. 

—Papá, solo te pido el cortijo. Lo adaptaremos como hotel rural. No serán más de doscientos cincuenta mil euros de inversión para su reforma, y puedo asumirlo por mi cuenta.

—Siendo así, adelante. Pero necesitas comprender que no puedes pedirme más ayuda para este proyecto. ¿Cómo has dicho que se llama? 

—Oleoturismo.

—Más te vale que funcione. Pero no quiero distracciones ni para la finca ni para la fábrica. Ya hemos hablado de esto más de una vez. Cierto es que no me has defraudado. Espero no tener que arrepentirme.

—Recuerdo cuando te enrolaste en aquel equipo de ciclismo y dejaste la carrera. Me prometiste que la terminarías, y la verdad, nunca creí que lo harías. Pero me demostraste que eres un hombre de palabra. 

—Y cuando, tras el accidente, asumiste tu responsabilidad en el negocio familiar, fue una grata sorpresa ver que estabas hecho para esto. Ahora vienes con una nueva idea que, según tú, no solo engrosará la cuenta corriente, sino que abrirá al mundo el conocimiento sobre esta tierra, su fruto y nuestros productos. Aunque yo, por mi chochez, no lo vea claro, te animo a que luches por tu sueño. ¡Suerte, hijo! 

Recordaba aquella conversación con cariño. Lamentablemente, su padre no llegó a ver terminado el proyecto. Una mañana, mientras desayunaba, un infarto acabó con su vida.

Javier sabía que estaría orgulloso de él. Por eso trabajaba cada día con empeño, satisfecho de lo logrado.

Ese día se celebraba el aniversario del proyecto de oleoturismo. Javier se acercó a recibir a un grupo de visitantes que llegaban para pasar el fin de semana.

Una de las chicas que visitaban las instalaciones le llamó la atención. 

—¿No es usted el ciclista al que dieron por muerto tras una caída en el Tour? —preguntó.

—Sí. ¿Quién es usted? ¿Periodista, tal vez? 

—No, soy la hermana del ganador del Tour de ese año. Siempre dijo que ganó por casualidad, que si no hubiese sido por su caída, él no habría tenido ese privilegio. Sabe, quería venir, pero hace una semana tuvo un accidente. Nada grave, gracias a Dios. Vosotros, los ciclistas, sois como los toreros: estáis hechos de otra pasta. El mes que viene volverá a competir.

—No crea. Al final no somos irrompibles. Fíjese: si no fuera por las siete pastillas que tomo a diario y este bastón, no podría mantenerme en pie sin retorcerme de dolor. 

Mientras tanto, el resto del grupo seguía la visita con un joven guía que explicaba las actividades programadas. La chica parecía más interesada en Javier que en seguir al grupo, y él no podía evitar sentirse cómodo con su compañía. 

—Si quiere, puedo mostrarle personalmente las instalaciones —le ofreció—. Luego, si le apetece, la invito a comer. Veo que ha venido sola. 

—Sí. Como le dije, iba a acompañarme mi hermano. Al principio no pensaba venir, pero él me animó cuando ya se encontraba fuera de peligro. Además, me dio algo para usted.

—¿Está segura de que no prefiere unirse al grupo? El guía tiene un montón de anécdotas divertidas. Hay una en especial que me avergüenza, pero él insiste en contarla cada vez.

Cuanto más le pido que no lo haga, más se empeña.

—¿Y por qué no me la cuenta usted? 

—Lo haré… con una condición: que me tutees a partir de ahora.

 —Está bien. Te tutearé. 

—Supongo que ya sabes cómo me llamo. Soy Javier. ¿Y tú?

—Elvira. 

—Bonito nombre. Tan bonito como tú. Perdona, pero no podía pasar un segundo más sin decírtelo. 

—¿Pretendes ligar conmigo? 

—Ojalá pudiera. Haré lo posible por ponértelo fácil… si me dejas.

Ella sonrió, y preguntó con picardía: 

—Cuéntame esa anécdota. Me tienes intrigada. 

—Es de cuando era adolescente —comenzó Javier—. Ya corría en bicicleta y, como ganaba con relativa facilidad algunas carreras, me entró el gusanillo de ser ciclista profesional. Pero para eso necesitaba entrenar mucho. El problema era que mi padre, durante la temporada de recogida de aceituna, me llevaba al campo siempre que no tenía clase… y también los fines de semana, justo cuando podía entrenar. No me quedaba tiempo.

—¿Y qué hacías? 

—Cuando él se marchaba del olivar rumbo a la fábrica de aceite, yo aprovechaba la oportunidad: me iba corriendo a casa a por la bici y salía a entrenar. Hasta ahí, todo real. 

Hizo una pausa, sonriente. 

—Ese chico que va con el grupo es mi primo. Su padre fue socio fundador con el mío, y al parecer le contaba esta historia que, según él, yo solía repetir. La verdad, no sé si es cierta o si se la inventaron entre los dos. ¡Hace tanto tiempo!

—¿Y qué historia es?

—Cuenta que me ponía de rodillas frente al olivo con el que estaba trabajando y le decía: “Ni tú ‘pa’ mí ni yo ‘pa’ ti”, dejaba el saco, cogía la bici y me iba a la capital, que está a unos setenta kilómetros. Me tomaba un café y volvía antes de que mi padre notara mi ausencia. 

La sonrisa que despertó en Elvira lo hizo sentirse más seguro. Se acercó a ella. Durante unos segundos se miraron a los ojos. El gesto fue tan natural como inevitable: se besaron. 

—Lo siento —susurró él. 

—Yo no —respondió ella, sin apartarse.

—La verdad es que me gustas. Y esta visita… fue solo una excusa para conocerte. ¿Sigue en pie lo de la comida? 

—Claro que sí.

Él la rodeó con el brazo por la cintura y caminaron juntos hacia el restaurante.

Degustaron unos aperitivos mientras les servían el menú que habían elegido, acompañándolo con un excelente vino de la tierra, que encantó a Elvira. Pero lo que más la sorprendió fue el postre: un helado de aceite de oliva que no estaba en la carta, pero que Javier insistió en que probara.

—Esto sí que no me lo esperaba —comentó ella, fascinada—. Tiene un sabor delicado y potente a la vez. No sabía que un aceite pudiera dar para tanto.

—Eso intento demostrar con este proyecto —respondió él—. Que el aceite no solo se come, también se vive, se siente, se respira.

Después del almuerzo, se unieron al grupo que se dirigía al salón del hotel. Allí los esperaba la actuación en directo de un humorista de prestigio nacional y, más tarde, un conjunto de música animaría la velada.

 La tarde transcurrió de forma amena y distendida. Rieron, bailaron, se miraron. Cuando finalizaron las actuaciones y solo quedaba música de fondo para quien quisiera seguir bailando, salieron juntos a pasear por los alrededores del hotel, entre los senderos que serpenteaban los olivares. 

—¿Qué era eso que me traías de parte de tu hermano? —preguntó él.

—Es el maillot amarillo que le impusieron cuando ganó el Tour —respondió ella—. Y una invitación para la inauguración de su escuela de ciclismo, que abrirá el mes próximo. Siempre ha hablado maravillas de ti.

—¡Vaya! Es muy halagador. Después del Tour vino a verme al hospital. Yo estaba tan dolido por la caída que lo menosprecié, al igual que a mis compañeros. Pagué mi frustración negándome a saber nada del mundo del ciclismo. Incluso rechacé los homenajes que quisieron hacerme. Va siendo hora de reconciliarme con esa parte de mi vida. De cerrar heridas.

—Desde entonces —continuó Javier—, me encerré en este mundo. Ni siquiera me he permitido un solo día de vacaciones desde que me aferré al trabajo como escape. Todos mis sueños se derrumbaron. Podría haber ejercido como abogado, pero en el fondo no quise contradecir a mi padre. Él siempre deseó que me hiciera cargo de todo esto. 

—¿Te arrepientes? 

—No. La vida en el campo, el hotel rural, y los logros alcanzados con nuestros aceites me han dado una felicidad inesperada. Han compensado la frustración de abandonar mi carrera deportiva. Pero ahora siento que debo vivir un poco más allá del trabajo.

Hizo una pausa. Elvira lo escuchaba en silencio, atenta, sin apartar los ojos de los suyos.

—Aceptar el regalo de tu hermano será un honor. Dame su número. Quiero llamarlo. Le debo una disculpa. Y prepararé todo para asistir a la inauguración de su escuela de ciclismo. Eso sí, con una condición: que tú seas mi acompañante… si no tienes nada mejor que hacer. 

—Lo haré encantada.

Él la rodeó con el brazo, y ella se dejó llevar. Sus labios se buscaron de nuevo, y esta vez no hubo disculpas, ni explicaciones. Solo un beso prolongado, lleno de silencios que decían más que las palabras.

Ninguno hizo nada por separarse. Ella había llegado enamorada del hombre al que ahora tenía por fin la oportunidad de conocer. Y él se sentía atraído por aquella mujer que, a partir de ese momento, daría un nuevo impulso a su vida, llenando con ternura y compañía la melancolía de una soledad que, hasta entonces, solo había sabido calmar con trabajo.

 

FIN

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