La Familia
Aún
tenemos la finca. De niño solo iba a pasar los fines de semana junto con mis
primos, así mis padres y mis tíos aprovechaban mejor el día, sin tener que preocuparse
por nosotros al tenernos junto a ellos. Los viernes por la tarde, al salir de
clase, mi abuela nos recogía del colegio y nos llevaba hasta la finca en un
coche Seat 1500 que había pertenecido a su marido. Éste había fallecido. Allí,
en una vistosa casa de campo, estaban mis padres, mi tía Pepa, hermana de mi
madre, y don José, su marido. Todo el mundo le llamaba don José, porque así lo
exigía él. Era el secretario del ayuntamiento, licenciado en Derecho, un
notable cargo para aquella época. Siempre pensé que era un vanidoso, porque
incluso mis padres tenían que llamarle así.
Mi
abuela era la propietaria de la finca, que había pertenecido a sus padres.
Éstos habían fallecido y ella quedó viuda, y como no quería estar sometida a un hombre, como sucedía por
aquellos tiempos, no consentía que su yerno la obligase a llamarle don José.
Además, para herir su orgullo, a veces le llamaba "Pepito" y añadía
cariñosamente: —Es que en el fondo te quiero como a un hijo.
Lo
cierto es que ella se resarcía por el trato vejatorio que un día don José tuvo
con ella. Yo debía tener unos doce o trece años. Era el año 1975. Mi abuela, al
fallecer su marido en 1965, para acceder a la cuenta bancaria necesitaba el
permiso y la autorización de un hombre, y éste era don José, su yerno. Así que,
cuando a mediados de la década de los setenta, con la aprobación de la Ley
14/1975 del 2 de mayo, se permitió por primera vez que la mujer ya no
necesitara el permiso y la autorización de su marido, padre o tutor, le dijo: —José,
ya he arreglado en el banco todo el papeleo para no hacerle perder el tiempo en
ir conmigo a realizar las gestiones que suponen llevar la finca, la propiedad
de la casa o firmar los contratos de arriendo de la huerta. Lo mejor es que ya
por fin puedo yo ir a sacar libremente el dinero de la cuenta para gestionar
los pagos sin tener que contar con su autorización. Por fin le he liberado de
tantos trastornos como le producía.
Don
José, en vez de sentirse aliviado, parecía como si mi abuela se hubiese
apoderado de todo lo que a él no le pertenecía y que se creía que era suyo.
Montó en cólera y hasta le alzó la mano. Por suerte para éste, no estaban en
casa en ese momento ni mi tía Pepa ni mis padres, porque a saber qué hubiese
ocurrido. Pero mi abuela no era de las que se achantaban fácilmente; bastante
sufrimiento llevaba ya en su vida. Así que, elevando el tono de voz, le habló
con la suficiente claridad:
—Si
no te echo a patadas de aquí es por mi hija —dijo, mirándonos a mis dos primos
y a mí—. Estos mocosos no han visto ni han oído nada.
Asentimos
todos al unísono.
—Y
tú, sí, tú, después de este comportamiento, se te acabó esa altanería para
conmigo. Los demás pueden aceptar tu menosprecio, pero esta es mi casa, todo lo
que ves alrededor de ella es mi finca y podrás disfrutar de ella y de todos los
beneficios que se obtienen por ser el marido de mi hija, pero otro arrebato
como el de hace un momento y juro por mi marido, que lleva diez años bajo
tierra, que tú sales de esta casa con los pies por delante.
Don
José, aunque solo estábamos los tres nietos presentes —la mayor era mi prima
Loli, su hija, un año mayor que yo—, se puso colorado como un tomate.
Recogiendo velas, no solo le pidió perdón por su actuación, sino que, fingiendo
o no, la felicitó por el paso que había dado.
Don
José procuró no quedar nunca en casa solo con mi abuela. Él no trabajaba en las
labores agrícolas, pero desde entonces se encomendó a la tarea de ayudar,
aunque fuera atendiendo la faena que se realizaba en la zaranda de limpieza de
las aceitunas, para eliminar las hojas y las ramas que habían quedado de la
recolección. A todos les pareció raro ver a don José, en ese cometido. También
muchas veces participaba en el "verdeo", realizando la recogida de la
aceituna mediante el ordeño, uno de los métodos más tradicionales de la
recogida de la aceituna. Tampoco fue ya raro verlo vareando.
Resultaba
tan extraño verlo participar en las labores agrícolas que, en el tajo, la
cuadrilla de personas que todos los años mi abuela contrataba empezaron a levantar
chismes diversos: Que si se había
propasado con ella. Que al hacerse cargo de la cuenta la abuela había detectado
partidas de gastos que no cuadraban. La abuela, para acallar los
comentarios que le fueron llegando, un día muy resuelta, durante el arremate
—la comida de despedida que se solía hacer al haber terminado la campaña de
recogida— habló dirigiéndose a todos, sin señalar a nadie en particular:
—No
voy a consentir chismes en mi casa, y ni mucho menos si menoscaban la
honorabilidad de mis seres queridos. No sé de dónde sacan tanta enjundia, así
que espero que esto les quede claro, clarísimo. Quien quiera volver el año
próximo a trabajar en mi casa debe empezar por desdecirse de aquello que haya
dicho manchando el nombre de mi yerno. — (Durante unos segundos se detuvo.
Debió pensar que ahora sí, llamándole don José, fortalecía su argumentación) —Y
añadió: dejar en entredicho la honestidad de don José es mancillar mi propio
nombre.
Esta
templanza de mi abuela hizo que don José se sintiese en deuda con ella. De
algún modo fue un punto de inflexión y se produjo un cambio en él que
gratamente sorprendió a todos. Participó más activamente en la gestión de la
finca, de modo que animó a mi abuela no solo a crear su propia marca de aceite,
sino que más adelante fue un pilar importante en poner en marcha el proyecto de
una almazara que elaboraría un aceite de oliva que, con el paso de los años y
por sus características y cualidades especiales, consiguió que se le otorgara
la denominación de origen.
A
medida que yo fui creciendo, la finca, para mí, era el lugar idóneo para
estudiar, ya que además me servía de acicate, pues me propuse estudiar turismo
en administración hotelera y especializarme en marketing turístico.
Cuando
acabé la carrera, mi abuela aceptó que yo me hiciese cargo del proyecto que le
presenté para fomentar el oleoturismo. Cierto es que me costó trabajo
convencerla, pero aceptó cuando le dije que la inversión solo sería el
equivalente a la parte que me correspondiese de su herencia; en ningún caso
excedería dicho importe. Don José me apoyó no solo en todo el papeleo legal
para poner en marcha la actividad, sino que además me prestó la suma que debía
añadir a lo ya puesto para hacer más viable el proyecto. Así pues, en la finca,
además de las rutas por los olivos, se puede visitar la almazara y realizar
catas de aceite de oliva, y hemos rehabilitado unos antiguos establos como
alojamientos rurales. Pronto inauguramos un restaurante en una ubicación única
y excepcional, a más de mil metros de altitud, donde se podía saborear carne de
vacuno 100 % natural, procedente de nuestra propia ganadería, además de poder
observar a nuestros caballos y vacas pastando en libertad.
Don
José falleció repentinamente de un infarto. Desde el cambio que se produjo en
él, cuando la abuela defendió su honorabilidad, fue otro hombre distinto,
alejándose de esa postura que le hacía parecer un hombre vanidoso. Tiempo atrás
ya consintió que mis padres no le llamasen don José, ni tampoco lo hiciesen
aquellas personas que llevaban trabajando en la finca de la abuela muchos años.
A mí me sorprendió gratamente dejándome en herencia la cantidad aún pendiente
de la deuda que tenía contraída con él. Mi tía no aceptó mi proposición de
hacérsela efectiva a ella. Mis primos no pusieron objeción alguna.
La
abuela ha sentido la muerte de don José. Aquel desagradable incidente, en el
fondo, acercó a ambos: uno reconociendo que se había sobrepasado con su
prepotencia, y mi abuela entendiendo que en realidad era un hombre solitario
que apenas tenía amigos. Cuando en él se operó el cambio, procuró granjearse no
solo la amistad de quienes con él trabajaban, también se volcó en la familia y,
sin duda, gran parte de lo conseguido ha sido por su intervención o incitación
para que se realizase. Así, no es de extrañar que mi proposición de que nuestro
restaurante se denominase "DON JOSÉ" satisfizo a todos.
Irremisiblemente
el tiempo, para bien y para mal, va pasando. Todo lo acaecido nos deja una
indeleble señal. En nuestra familia, la abuela y don José nos enseñaron una
gran lección de niños, que muchos años más tarde pudimos constatar que nos dejó
huella y, cuando nos fue preciso, nos ayudó a salir adelante. Sin duda nos
enseñaron que la familia es el lugar donde podemos ser nosotros mismos, mejorar
nuestra personalidad y formar nuestro carácter. Para ello, el amor, el afecto,
el cariño y la honradez deben ser los valores fundamentales que la sustenten,
teniendo autoconfianza, coraje y motivación para no desfallecer.
La
finca que perteneció a mis bisabuelos maternos ha sido el lazo de unión de
todos. Tras el fallecimiento de la abuela, mi madre y mi tía (viuda de don
José) heredaron la propiedad y, junto con mi padre y conmigo, continuamos los
proyectos que con la abuela había iniciado. Tras el fallecimiento de mis padres
y mi tía, mis primos dejaron sus ocupaciones y no dudaron en acompañarme para
continuar el legado de nuestros antepasados.
Ahora
son mis sobrinos y mi hijo los que consolidan el crecimiento del oleoturismo,
la calidad de nuestro aceite y el buen nombre de nuestro restaurante, que hasta
ha conseguido varias estrellas Michelin y diferentes menciones internacionales.
Quizás el precio que todos hemos pagado ha sido muy alto.
Mis
padres y mi tía fallecieron en un accidente de tráfico cuando acudíamos a una
feria internacional sobre el aceite de oliva. De aquel fatídico día, yo, el
único que salvé la vida, he quedado postrado en una silla de ruedas, y con esta
sensación de que a veces se me va la cabeza.
Siento
una gran pena, ya que les animé a que me acompañasen al viaje. Me sentía
causante de lo ocurrido, y durante muchos meses me atormentaba con ello. ¡Pudo
ser evitable! ¡Si aquel kamikaze no hubiese entrado en la autovía en sentido
contrario! Cosas del destino.
Mis
primos fueron los pilares fundamentales para que pudiese soportar mi
sufrimiento y salir de la depresión que me había causado lo ocurrido. Quizás
fuese que aquella mañana, cuando de niños asistimos atónitos al comportamiento
de don José con la abuela, y poco después cuando la abuela salió en su defensa.
Por ventura, aprendimos una gran lección: que la familia es lo más importante.
Han
pasado tantos años de esta historia... A veces pierdo la memoria; el tiempo
pasa irremediablemente. Frente a la enorme chimenea del restaurante, en este
frío mes de enero, el calor de la lumbre no alivia el frío que siento en mis
huesos y me lleva a rememorar aquellos inviernos de mi infancia. Ahora mis
dolores son cada vez más insoportables. Postrado en mi silla de ruedas, siento
que se me escapa la vida. He creído ver a don José, a la abuela, a mis
padres... Mi tía también está con ellos…
El
libro que sostenía en mis manos ha caído al suelo. Oigo la voz de mi hijo
llamándome, pero no puedo responderle. En mi cara intento dibujar una sonrisa,
para que, cuando cierren mis ojos, a mi hijo no le produzca una enorme pena
haberle dejado de esta manera tan silenciosa. Sé que la familia es lo más
importante y estoy seguro de que, con su ayuda, sobrellevará mejor esta
aflicción que ahora le embarga.
Camino
hacia el interior de una fortísima luz blanca, que, contra todo pronóstico, no
daña mis ojos. Tengo ante mí a mis padres y a mi tía. Éstos han reconfortado mi
alma, eliminando de un plumazo el sentimiento de culpa que tenía a causa del
accidente que provocó su pérdida. El fortísimo abrazo que me han dado ha sido
como un bálsamo que ha curado mi pena. Don José me ha dado la mano, como cuando
era un crío. Todos juntos caminamos hacia el interior de esa luz. Más no puedo
evitar mirar hacia atrás: consigo ver la imagen de mi hijo abrazado a sus
primos, reconfortándole y animándole. Sonrío.
Sé que la familia es lo más importante en este duro trance para salir adelante.