La Familia

De aquellos años de niño, en los que los fines de semana, cuando era el tiempo de la recogida de aceitunas, iba al olivar de mi abuela, tengo el recuerdo del frío que solía hacer durante los meses de diciembre y enero. Un frío que me penetraba en los huesos y que ahora, con la edad, cuando llegan estos meses, siento profusamente.

Aún tenemos la finca. De niño solo iba a pasar los fines de semana junto con mis primos, así mis padres y mis tíos aprovechaban mejor el día, sin tener que preocuparse por nosotros al tenernos junto a ellos. Los viernes por la tarde, al salir de clase, mi abuela nos recogía del colegio y nos llevaba hasta la finca en un coche Seat 1500 que había pertenecido a su marido. Éste había fallecido. Allí, en una vistosa casa de campo, estaban mis padres, mi tía Pepa, hermana de mi madre, y don José, su marido. Todo el mundo le llamaba don José, porque así lo exigía él. Era el secretario del ayuntamiento, licenciado en Derecho, un notable cargo para aquella época. Siempre pensé que era un vanidoso, porque incluso mis padres tenían que llamarle así.

Mi abuela era la propietaria de la finca, que había pertenecido a sus padres. Éstos habían fallecido y ella quedó viuda, y como no quería  estar sometida a un hombre, como sucedía por aquellos tiempos, no consentía que su yerno la obligase a llamarle don José. Además, para herir su orgullo, a veces le llamaba "Pepito" y añadía cariñosamente: —Es que en el fondo te quiero como a un hijo.

Lo cierto es que ella se resarcía por el trato vejatorio que un día don José tuvo con ella. Yo debía tener unos doce o trece años. Era el año 1975. Mi abuela, al fallecer su marido en 1965, para acceder a la cuenta bancaria necesitaba el permiso y la autorización de un hombre, y éste era don José, su yerno. Así que, cuando a mediados de la década de los setenta, con la aprobación de la Ley 14/1975 del 2 de mayo, se permitió por primera vez que la mujer ya no necesitara el permiso y la autorización de su marido, padre o tutor, le dijo: —José, ya he arreglado en el banco todo el papeleo para no hacerle perder el tiempo en ir conmigo a realizar las gestiones que suponen llevar la finca, la propiedad de la casa o firmar los contratos de arriendo de la huerta. Lo mejor es que ya por fin puedo yo ir a sacar libremente el dinero de la cuenta para gestionar los pagos sin tener que contar con su autorización. Por fin le he liberado de tantos trastornos como le producía.

Don José, en vez de sentirse aliviado, parecía como si mi abuela se hubiese apoderado de todo lo que a él no le pertenecía y que se creía que era suyo. Montó en cólera y hasta le alzó la mano. Por suerte para éste, no estaban en casa en ese momento ni mi tía Pepa ni mis padres, porque a saber qué hubiese ocurrido. Pero mi abuela no era de las que se achantaban fácilmente; bastante sufrimiento llevaba ya en su vida. Así que, elevando el tono de voz, le habló con la suficiente claridad:

—Si no te echo a patadas de aquí es por mi hija —dijo, mirándonos a mis dos primos y a mí—. Estos mocosos no han visto ni han oído nada.

Asentimos todos al unísono.

—Y tú, sí, tú, después de este comportamiento, se te acabó esa altanería para conmigo. Los demás pueden aceptar tu menosprecio, pero esta es mi casa, todo lo que ves alrededor de ella es mi finca y podrás disfrutar de ella y de todos los beneficios que se obtienen por ser el marido de mi hija, pero otro arrebato como el de hace un momento y juro por mi marido, que lleva diez años bajo tierra, que tú sales de esta casa con los pies por delante.

Don José, aunque solo estábamos los tres nietos presentes —la mayor era mi prima Loli, su hija, un año mayor que yo—, se puso colorado como un tomate. Recogiendo velas, no solo le pidió perdón por su actuación, sino que, fingiendo o no, la felicitó por el paso que había dado.

Don José procuró no quedar nunca en casa solo con mi abuela. Él no trabajaba en las labores agrícolas, pero desde entonces se encomendó a la tarea de ayudar, aunque fuera atendiendo la faena que se realizaba en la zaranda de limpieza de las aceitunas, para eliminar las hojas y las ramas que habían quedado de la recolección. A todos les pareció raro ver a don José, en ese cometido. También muchas veces participaba en el "verdeo", realizando la recogida de la aceituna mediante el ordeño, uno de los métodos más tradicionales de la recogida de la aceituna. Tampoco fue ya raro verlo vareando.

Resultaba tan extraño verlo participar en las labores agrícolas que, en el tajo, la cuadrilla de personas que todos los años mi abuela contrataba empezaron a levantar chismes diversos: Que si se había propasado con ella. Que al hacerse cargo de la cuenta la abuela había detectado partidas de gastos que no cuadraban. La abuela, para acallar los comentarios que le fueron llegando, un día muy resuelta, durante el arremate —la comida de despedida que se solía hacer al haber terminado la campaña de recogida— habló dirigiéndose a todos, sin señalar a nadie en particular:

—No voy a consentir chismes en mi casa, y ni mucho menos si menoscaban la honorabilidad de mis seres queridos. No sé de dónde sacan tanta enjundia, así que espero que esto les quede claro, clarísimo. Quien quiera volver el año próximo a trabajar en mi casa debe empezar por desdecirse de aquello que haya dicho manchando el nombre de mi yerno. — (Durante unos segundos se detuvo. Debió pensar que ahora sí, llamándole don José, fortalecía su argumentación) —Y añadió: dejar en entredicho la honestidad de don José es mancillar mi propio nombre.

Esta templanza de mi abuela hizo que don José se sintiese en deuda con ella. De algún modo fue un punto de inflexión y se produjo un cambio en él que gratamente sorprendió a todos. Participó más activamente en la gestión de la finca, de modo que animó a mi abuela no solo a crear su propia marca de aceite, sino que más adelante fue un pilar importante en poner en marcha el proyecto de una almazara que elaboraría un aceite de oliva que, con el paso de los años y por sus características y cualidades especiales, consiguió que se le otorgara la denominación de origen.

A medida que yo fui creciendo, la finca, para mí, era el lugar idóneo para estudiar, ya que además me servía de acicate, pues me propuse estudiar turismo en administración hotelera y especializarme en marketing turístico.

Cuando acabé la carrera, mi abuela aceptó que yo me hiciese cargo del proyecto que le presenté para fomentar el oleoturismo. Cierto es que me costó trabajo convencerla, pero aceptó cuando le dije que la inversión solo sería el equivalente a la parte que me correspondiese de su herencia; en ningún caso excedería dicho importe. Don José me apoyó no solo en todo el papeleo legal para poner en marcha la actividad, sino que además me prestó la suma que debía añadir a lo ya puesto para hacer más viable el proyecto. Así pues, en la finca, además de las rutas por los olivos, se puede visitar la almazara y realizar catas de aceite de oliva, y hemos rehabilitado unos antiguos establos como alojamientos rurales. Pronto inauguramos un restaurante en una ubicación única y excepcional, a más de mil metros de altitud, donde se podía saborear carne de vacuno 100 % natural, procedente de nuestra propia ganadería, además de poder observar a nuestros caballos y vacas pastando en libertad.

Don José falleció repentinamente de un infarto. Desde el cambio que se produjo en él, cuando la abuela defendió su honorabilidad, fue otro hombre distinto, alejándose de esa postura que le hacía parecer un hombre vanidoso. Tiempo atrás ya consintió que mis padres no le llamasen don José, ni tampoco lo hiciesen aquellas personas que llevaban trabajando en la finca de la abuela muchos años. A mí me sorprendió gratamente dejándome en herencia la cantidad aún pendiente de la deuda que tenía contraída con él. Mi tía no aceptó mi proposición de hacérsela efectiva a ella. Mis primos no pusieron objeción alguna.

La abuela ha sentido la muerte de don José. Aquel desagradable incidente, en el fondo, acercó a ambos: uno reconociendo que se había sobrepasado con su prepotencia, y mi abuela entendiendo que en realidad era un hombre solitario que apenas tenía amigos. Cuando en él se operó el cambio, procuró granjearse no solo la amistad de quienes con él trabajaban, también se volcó en la familia y, sin duda, gran parte de lo conseguido ha sido por su intervención o incitación para que se realizase. Así, no es de extrañar que mi proposición de que nuestro restaurante se denominase "DON JOSÉ" satisfizo a todos.

Irremisiblemente el tiempo, para bien y para mal, va pasando. Todo lo acaecido nos deja una indeleble señal. En nuestra familia, la abuela y don José nos enseñaron una gran lección de niños, que muchos años más tarde pudimos constatar que nos dejó huella y, cuando nos fue preciso, nos ayudó a salir adelante. Sin duda nos enseñaron que la familia es el lugar donde podemos ser nosotros mismos, mejorar nuestra personalidad y formar nuestro carácter. Para ello, el amor, el afecto, el cariño y la honradez deben ser los valores fundamentales que la sustenten, teniendo autoconfianza, coraje y motivación para no desfallecer.

La finca que perteneció a mis bisabuelos maternos ha sido el lazo de unión de todos. Tras el fallecimiento de la abuela, mi madre y mi tía (viuda de don José) heredaron la propiedad y, junto con mi padre y conmigo, continuamos los proyectos que con la abuela había iniciado. Tras el fallecimiento de mis padres y mi tía, mis primos dejaron sus ocupaciones y no dudaron en acompañarme para continuar el legado de nuestros antepasados.

Ahora son mis sobrinos y mi hijo los que consolidan el crecimiento del oleoturismo, la calidad de nuestro aceite y el buen nombre de nuestro restaurante, que hasta ha conseguido varias estrellas Michelin y diferentes menciones internacionales. Quizás el precio que todos hemos pagado ha sido muy alto.

Mis padres y mi tía fallecieron en un accidente de tráfico cuando acudíamos a una feria internacional sobre el aceite de oliva. De aquel fatídico día, yo, el único que salvé la vida, he quedado postrado en una silla de ruedas, y con esta sensación de que a veces se me va la cabeza.

Siento una gran pena, ya que les animé a que me acompañasen al viaje. Me sentía causante de lo ocurrido, y durante muchos meses me atormentaba con ello. ¡Pudo ser evitable! ¡Si aquel kamikaze no hubiese entrado en la autovía en sentido contrario! Cosas del destino.

Mis primos fueron los pilares fundamentales para que pudiese soportar mi sufrimiento y salir de la depresión que me había causado lo ocurrido. Quizás fuese que aquella mañana, cuando de niños asistimos atónitos al comportamiento de don José con la abuela, y poco después cuando la abuela salió en su defensa. Por ventura, aprendimos una gran lección: que la familia es lo más importante.

Han pasado tantos años de esta historia... A veces pierdo la memoria; el tiempo pasa irremediablemente. Frente a la enorme chimenea del restaurante, en este frío mes de enero, el calor de la lumbre no alivia el frío que siento en mis huesos y me lleva a rememorar aquellos inviernos de mi infancia. Ahora mis dolores son cada vez más insoportables. Postrado en mi silla de ruedas, siento que se me escapa la vida. He creído ver a don José, a la abuela, a mis padres... Mi tía también está con ellos…

El libro que sostenía en mis manos ha caído al suelo. Oigo la voz de mi hijo llamándome, pero no puedo responderle. En mi cara intento dibujar una sonrisa, para que, cuando cierren mis ojos, a mi hijo no le produzca una enorme pena haberle dejado de esta manera tan silenciosa. Sé que la familia es lo más importante y estoy seguro de que, con su ayuda, sobrellevará mejor esta aflicción que ahora le embarga.

Camino hacia el interior de una fortísima luz blanca, que, contra todo pronóstico, no daña mis ojos. Tengo ante mí a mis padres y a mi tía. Éstos han reconfortado mi alma, eliminando de un plumazo el sentimiento de culpa que tenía a causa del accidente que provocó su pérdida. El fortísimo abrazo que me han dado ha sido como un bálsamo que ha curado mi pena. Don José me ha dado la mano, como cuando era un crío. Todos juntos caminamos hacia el interior de esa luz. Más no puedo evitar mirar hacia atrás: consigo ver la imagen de mi hijo abrazado a sus primos, reconfortándole y animándole. Sonrío.

Sé que la familia es lo más importante en este duro trance para salir adelante.

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