Los monstruos que hay en mí
¿Te acuerdas? Antes nos lo contábamos todo.
¿Qué quieres de mí?
Hacía mucho tiempo que no venías. Yo te creé
cuando era un niño y jugábamos cuando mis papás me dejaban solo. Ahora sé que
solo eres producto de mi imaginación… ¡pero estás tan cambiado! Sí, estoy
seguro de que eres tú: tus ojos oscuros son los mismos, pero están más
hundidos; tu nariz aletea como si necesitaras tomar más aire.
¿Qué te ocurre?
¿Qué eres?
¿Por qué has cambiado?
Ahora no quiero que estés aquí, no quiero que
vengas a perturbarme. ¿O sí?
¿Por qué te has convertido en un monstruo? Eres
tan abyecto.
Ahora me das miedo. Tienes un aspecto que me
causa espanto. Te ves como un híbrido entre un humano y un roedor. De hecho,
tus manos, tus patas y hasta tu boca parecen el hocico de aquella enorme rata
que era mi amiga. Tu tamaño ahora es igual al mío; antes te veías mayor y no te
tenía miedo. Sin embargo, ahora me inspiras pavor y repugnancia al mismo
tiempo.
Mis padres decían que tú no existías, que eras
una fantasía mía. Incluso el psicólogo llegó a convencerme de que había
inventado un amigo. Sí, quizás tuviera razón… pero entonces no eras un
monstruo. Tú, solo tú, eras mi compañero de juegos, mi único modo de
enfrentarme a mis miedos, a la oscuridad y a la soledad de aquel sótano donde
mis papás solían encerrarme. Ellos no querían que yo les estorbase cuando
recibían la visita de sus amigos.
Solo eran las noches de los viernes y los
sábados. ¡Fueron tantas! Pero recuerdo que siempre estabas tú ahí,
acompañándome. Ahora, ¿qué haces aquí?, ¿a qué has venido?, ¿por qué?
Dejaste de venir, si la memoria no falla,
desde la noche en la que se olvidaron de llevarme a la cama como lo hacían
siempre cuando todos sus amigos se habían marchado. A la mañana del día
siguiente vinieron a por mí.
Dicen que estaba dormido, abrazado a una
gigantesca rata que me dejaste para que me hiciera compañía. Me dijiste que
estaba hecha de fieltro. ¿Acaso eras tú? No te recuerdo así…
—Puedo ponerle un nombre —te dije.
—Por supuesto. ¿Qué nombre quieres ponerle?
—me dijiste.
—Nadia.
—¿Nadia? ¿Qué nombre es ese?
—Sí, la llamaré Nadia. Una vez le oí a mi
abuela ese nombre, y creo que dijo que significa “esperanza”.
—Está bien. Creo que a mí también me gusta ese
nombre —dijiste.
Lloré. Lloré mucho cuando, al levantarme del
lecho donde dormía, Nadia se movió y mi padre la mató, aplastándole la cabeza
con una pala. Durante muchas noches había sido mi compañera. Con ella no tenía
miedo a la oscuridad. Tú me dijiste que cuidaría de mí, y que, si yo cuidaba de
ella, no me sucedería nada malo.
Todo cambió aquella mañana en la que mis
padres la vieron. No pude evitar que acabaran con ella. Durante muchos meses
estuvieron llevándome a un médico que me hablaba, pero no me escuchaba. No
quería entender que era un regalo que tú me habías hecho. Te describía a ti y a
Nadia, y decía que solo eran imaginaciones mías.
La muerte de Nadia me trajo el horror de una
medicación a la que me veía sometido, y también el desconsuelo, porque desde
entonces ya no me has vuelto a visitar, y me sentía muy triste por ello. Pero,
como todo tiene un lado bueno, ya nunca más me bajaron al sótano. En los días
que recibían a sus amigos, me daban mi medicación y rápidamente me dormía. A la
mañana siguiente solía dolerme la cabeza, pero despertarme en mi cama era una
sensación muy agradable, y no llegué a echarte de menos. Bueno, dormía —y aún
duermo— abrazado a la almohada; me hace recordar a Nadia.
¿Eres tú, Nadia? No te reconozco. Ha pasado
tanto tiempo…
Si es así, mira: ya no podrán hacerte daño.
Hace un par de días me desperté. Sentía un fortísimo dolor de cabeza, llevaba
llorando más de una hora, pero no me oían. Vine hasta su cuarto y ahí estaban,
inmóviles. No sé qué les ocurre. Les llamo, pero no me oyen. Tienen su nariz
manchada con ese polvo blanco que hay en las mesitas de noche. Lo he probado, pero
tiene un sabor amargo. Creo que solo se toma por la nariz. He inhalado una
enorme cantidad de ese polvo. No tengo miedo, ni hambre, ni sueño… En realidad,
me siento eufórico.
¡Nadia, te veo ahí, en el espejo! ¿Cómo es que
no yo me veo? Anda, apártate, quiero verme. ¡Nadia, haré que desaparezcas! ¿Por
qué sigues aquí?
He arrojado ese jarrón al espejo y ahora estás
en los mil pedazos. Al menos déjame un trozo donde yo pueda verme. ¿Nadia?
¿Nadia, eres tú? No… no… no… ¡Horror! ¡Soy yo! Siempre he sido yo. ¿Acaso soy
un monstruo?
Empezó a convulsionar. Sentía que nada de lo que le ocurría era real. No podía controlar su orina y se lo hizo encima. Su temperatura empezó a elevarse, así como su ritmo cardíaco, que era anormal. La coloración de su piel tomaba un tono azul. Con su respiración acelerada, la muerte le alcanzó, pensando que le gustaría estar abrazado a Nadia.
FIN