El día que todo cambió -Nada es eterno-

Siempre fue un fracasado, o al menos eso le decían todos los que le rodeaban: sus padres, sus amigos y, finalmente, también su esposa. Aceptó cualquier tipo de trabajo que le ofrecieran con tal de llevar dinero a casa. Desde joven, para no depender de su familia, comenzó a trabajar a los trece años en una fábrica de muebles; más tarde, recogía aceitunas, fue jardinero e incluso administrativo por horas.

Podía haber elegido mejores trabajos, pues había estudiado. En una ocasión aprobó unas oposiciones con la máxima nota, un diez. Sin embargo, el destino fue caprichoso. Dos semanas más tarde, aquella lista desapareció, y en la nueva ya no estaba entre los dos primeros seleccionados. Ahora figuraba en tercer lugar con un 9,10. Curiosamente, los dos que le precedían tenían menos nota.

Reclamar no servía de nada, pero fue a ver al director del organismo responsable. Este le respondió con evasivas: él mismo había sido designado a dedo. El examen, compuesto por cien preguntas de cultura general, había sido resuelto sin fallos. Hacerle creer que la corrección había pasado por Madrid no era sino una burla.

Casado con Elena, trabajaba en lo que le ofrecieran para no ser llamado vago: conserje a media jornada, repartidor de pizzas, incluso maestro particular de una anciana que deseaba aprender a leer. Lamentablemente, cuando esta aprendió a firmar con su nombre en lugar de mancharse el dedo para el banco o el DNI, falleció. Era previsible: contaba con noventa años.

Durante sus clases, habló con ella de su vida. Contrario a todos, la señora María no lo veía como un fracasado. Elogiaba su dignidad: no se arrodillaba ante nadie por un puesto y buscaba la felicidad antes que la estabilidad aparente.

—Joven, ¿acaso ahora no te sientes feliz? —le dijo una mañana, cuando escribió su nombre completo y dirección en el cuaderno.

—Por supuesto que sí, señora María.

—La felicidad no está en tener un trabajo o dinero. Está en hacer lo que te gusta. Y esto te gusta. Aunque, si hoy no me pagas el cuaderno y el bolígrafo del cumpleaños, hasta habrás perdido dinero. —Rió.

—Quise tener un detalle con usted. Es por su cumpleaños, pero también por el cariño que le tengo. Y por sus logros: en dos semanas ya escribe su nombre, dirección y teléfono.

—No tener que mancharme el dedo para firmar me hace muy feliz. Permíteme devolvértelo. Te daré los cinco euros de la clase y veinte más. Sé que los necesitas.

—No puedo aceptarlos. ¿Qué dirá mi mujer?

—¿Y qué ha de decir? Quédate con ellos. Te hacen más falta que a mí. Ojalá algún día tengas suerte. Creo que hasta ahora no la has tenido, pero todo cambia.

—Ha de cambiar mucho. Hace un mes trabajé un fin de semana como portero en una fiesta. De nueve de la noche a seis de la mañana. Autos de lujo, trajes caros, joyas... y ninguna educación. Me dieron 48 miserables euros. Mi amigo, que les sirve bebidas, aguanta desprecios. Algunos le arrojan la copa si no está fría. No volveré. Una mujer quiso seducirme solo para molestar a su pareja, quien, borracho, vino hacia mí con un palo de golf. No tuve miedo, pero de haber habido pelea, yo habría salido perdiendo.

—Haces bien. No debemos tolerar esas humillaciones.

—No sé cómo lo tomará Elena. No quiero discutir. Le diré cualquier excusa.

—¿Crees que te creerá? Dile la verdad. La confianza es un pilar en la pareja. Si actúas con honestidad, el problema será de ella.

—Gracias, señora María. Me ha ayudado mucho. Hasta mañana. Y feliz cumpleaños.

—Gracias, joven. Hasta mañana.

Salió de su casa decidido a hablar con Elena. Explicaría lo denigrante del trabajo. No era la paga, sino el trato. Pero una llamada interrumpió sus pensamientos.

—Dígame.

—¿Alberto Gómez Reyes?

—Sí.

—Soy Carlos R. Balaguer, abogado de su esposa. Ha iniciado el proceso de divorcio. Le recomiendo aceptar las condiciones. Puede empeorar su situación.

—¿Dónde está su despacho?

—Le enviaré la dirección por WhatsApp.

Despojado de todo, sin trabajo y abandonado, la muerte de la señora María lo sorprendió. Aunque previsible, nada la anunciaba. Pese a llevar una semana en la calle, acudió al entierro aseado y digno. Solo su tristeza lo delataba. Ni él ni Elena hablaron, aunque caminaron juntos hasta el camposanto.

En esa semana sin contacto, María, preocupada, llamó a su abogado. Al enterarse de la situación, decidió cambiar su testamento. Sus bienes no serían para sus sobrinos, que nunca la visitaban, sino para Luis Aguirre López, el hombre que le había devuelto el sentido de ser madre.

Frente al panteón, bajo la lápida de mármol donde se leía “Nada es eterno”, dos lágrimas recorrieron su rostro. Pensaba que había nacido para fracasar. Sintiendo un tirón en su brazo, se volvió. Era el abogado Balaguer.

—¿Qué quiere de mí?

—Venga conmigo. Su vida ha dado un giro de ciento ochenta grados. Y, aunque apenas lo conozco, creo que María ha acertado.

FIN

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