Eres de papel

—¿Doctora Isabel Guerrero?

—Sí, soy yo. ¿Qué desea?

—¿Tiene unos minutos? Me gustaría hablarle de su madre.

—¿Quién es usted? ¿Uno de los muchos puteros que se han acostado con ella?

Perplejo por el lenguaje empleado por la doctora, no pudo evitar contestarle:

—Creo, joven, que esa falta de respeto hacia mi persona y ese vocablo tan soez no se lo ha enseñado su madre. Debería reconsiderar los términos en que me ha hablado. ¡Comencemos de nuevo!

—¿Acaso es usted mi padre? Porque, si lo es, no tenemos nada que hablar.

—Ojalá fuese yo su padre. Sin duda su madre no habría padecido todo el calvario en que se ha convertido su vida. Y usted, por cierto, egoístamente aumenta ese suplicio abandonándola también.

—No voy a seguir hablando con usted. ¿Con qué derecho se cree para decirme que he abandonado a mi madre?

—¿No es cierto?

—Mi madre eligió su camino. No estoy dispuesta a que el modo de vida tan alegre que ha llevado me salpique y manche mi carrera y mi trabajo.

Se contenía para no abofetear a esa chica insolente, maleducada y que, sin duda, no conocía a su madre ni el esfuerzo que había realizado por ella. No pudo reprimirse y le espetó:

—Se vio obligada a prostituirse, se abandonó a sí misma y cerró todas las puertas a rehacer su vida, porque el único medio que le garantizaba sacarla adelante y costearle sus estudios era ese.

Humillada, la doctora golpeó a Gabriel. Serenamente, este intentó sujetarla por las muñecas, mientras ella dirigía sus puños cerrados al pecho del hombre. Abatida, se derrumbó, se zafó de él y, sollozando, se dirigió a su despacho, mientras buscaba en su bolsillo el móvil para llamar a Seguridad.

Quiso ir detrás de ella, pero pensó que era mejor que se calmara. Cuando se disponía a salir del hospital, un vigilante de seguridad, con modales muy toscos, lo retuvo e intentó reducirlo. A pesar de su edad, consiguió esquivarlo y, sacando su placa de policía, detuvo en seco al guardia, que se disponía a sacar su porra.

El altercado no pasó desapercibido por la gente que había en la salida. Muchos de los allí presentes se pusieron del lado del policía, un hombre mayor, al cual el vigilante —un tipo que más parecía un armario empotrado por su complexión— podría haber machacado.

Los agentes de policía que habían sido requeridos y que llegaron velozmente se cuadraron cuando identificaron al individuo que parecía haber puesto en jaque a toda la seguridad del centro hospitalario. Este explicó todo lo sucedido y requirió la presencia de un superior para seguir el protocolo y dar por zanjado el asunto. Igualmente, sacó una tarjeta de su bolsillo y, dándosela al vigilante, le dijo:

—Désela a la doctora Isabel Guerrero. Tarde o temprano tendrá que ponerse en contacto conmigo.

Aunque tuvo que pasar por comisaría, cuando se verificó que lo sucedido tanto con la doctora como con el guarda fue solo un malentendido, todos estuvieron de acuerdo en no dar conocimiento a la autoridad judicial, por el bien del hospital y el buen nombre de los implicados.

Salió de comisaría malhumorado. Solo el recuerdo de cómo conoció a la madre de la doctora sofocó, aunque entristeció su corazón tras haberla encontrado ayer y conocer su soledad. Habían pasado treinta y seis años desde aquella primera vez.

Era policía secreto y aquella misión lo había llevado a un prostíbulo de una ciudad próxima a la que él vivía. Entró solo. Su compañero lo haría más tarde.

Se acodó en la barra de aquel tétrico lugar. La chica que se le acercó era alta, delgada, con pelo color castaño y un cuerpo sensacional. Le dijo su nombre y le preguntó el suyo a modo de saludo. Se sentó a su lado, le cogió las manos y ambos se pusieron a conversar.

Se percató de la entrada de su compañero, pero este había optado por ir a su aire y dejarlo solo con la compañía de aquella chica, a la que, sin saber muy bien por qué, invitó a una copa. No sabría decir cuánto tiempo llevaban hablando ni cómo sucedió, pero ella lo besó en la boca y le pareció un beso pasional. Todo el encanto se rompió cuando le pidió dinero para continuar. Como volviendo en sí, se soltó de sus manos y la invitó a marcharse.

Había pasado mucho tiempo ya de esto, pero jamás la pudo olvidar. Jamás pudo olvidar a aquella chica que para él era de papel, que solo por dinero se dejaba querer y que solo por dinero la podía tener.

Jamás volvió al prostíbulo. Consiguió que le cambiaran de misión. Ayer, solo ayer, la había vuelto a ver. Ella lo reconoció y lo llamó. Aquella chica de antaño le pareció una señora excepcional: sus cabellos blancos, su aspecto señorial, su vestido sencillo pero elegante le transmitían el aspecto de una viejecita venerable. Algo temblorosa, con ojos muy tristes, lo conmovió cuando identificó en ella a aquella joven que había sido la chica de sus sueños toda su vida.

Se saludaron.

—¿Gabriel?

—¿Isabel?

Ambos recordaban los nombres. Él, en un gesto afable, cogió las manos de ella. La invitó a comer en un restaurante próximo y hablaron como aquella noche mágica de hace treinta y ocho años.

No pararon de hablar durante la comida, más bien ni comieron. Y cuando retiraron los platos de la mesa, se cogieron de la mano. Durante más de tres horas que llevaban juntos, se habían puesto al corriente de lo que había sucedido en la vida de ambos en estos largos años que, para uno y otro, habían sido una eternidad.

La de él había pasado sin pena ni gloria. Quizás solo su carrera como oficial de policía era lo que cabía destacar. Se había dedicado en cuerpo y alma a su profesión. Ni tan siquiera había tenido ni buscado una familia. Ese entusiasmo por su trabajo lo había llevado de ser un simple policía a convertirse en una figura relevante en el cuerpo, además de obtener la graduación de capitán. Ahora pensaba que su vida había sido anodina.

La de ella, sin embargo, era una tragicomedia anunciada. Se vio abocada a ejercer la prostitución cuando se quedó embarazada y sus padres la echaron de casa. Su novio no quiso saber nada de ella ni del ser que se gestaba en su vientre.

Al principio fue muy duro, durísimo. Le costó mucho acostumbrarse —o, mejor dicho, nunca se acostumbró, solo lo sobrellevó—. Se dedicó en cuerpo y alma a sacar adelante a su hija. Se sacrificó para que la pequeña tuviese una vida de rosas, cuando para ella solo fue de espinas. Era feliz cuando veía las notas de su hija desde los primeros cursos y, sin dudarlo, le dio la posibilidad de hacer realidad su sueño.

Sus mayores alegrías: la primera graduación del instituto, más tarde la de la universidad, verla en su trabajo de doctora y, hoy, su satisfacción por el reconocimiento de que su hija era una prestigiosa cirujana en uno de los hospitales privados más importantes del país.

Pero su lado más sombrío no fue solo haber tenido que ejercer la prostitución para conseguir esos objetivos —que no eran para ella, sino para el ser que más quería en este mundo, que había sido y es, y será siempre, su vida—: ¡su niña!, como ella decía. Y ahora esta le pagaba negándole hasta el derecho de ir a visitarla.

También recordaba, y le entristecía, aquella noche en que sintió que el amor llamaba a su puerta, pero ella estaba en un lado que no le permitía abrir su corazón a nadie. No podía permitirse el lujo de volver a perder la partida. No podía ni debía, por su hija, abandonar la zona de confort que le permitía darle todo lo necesario para que jamás se viera en la situación en la que ella estaba.

Esa noche, se dejó llevar por sus sentimientos y besó a un cliente. "Nunca, nunca se debe besar a un cliente", le había dicho una vieja prostituta. "Esto es solo trabajo. Tus sentimientos no cuentan. Si lo haces, será tu perdición."

Por ello, instintivamente, tras ese beso que, treinta y ocho años después, no había olvidado, en un esfuerzo sobrehumano, apartó sus sentimientos dejando paso a aquella mujer fatal, objeto de deseo, usada y mancillada por tipos sin escrúpulos que, además, fardarían de sus hazañas nocturnas delante de los amiguetes, ultrajando de paso a sus vilipendiadas esposas. Por eso supo que este tipo era distinto, que había surgido el fuego del amor entre ambos, pero, al mismo tiempo, los dos, por causas diferentes, lo habían apagado.

Lo que le dolió no fue verse rechazada, sino comprender por qué lo había sido. Ella no pudo jamás olvidar a aquel chico que fue el chico de sus sueños y al que siempre había deseado querer, pero que, tal como estaba su vida en esos momentos, jamás podría tener.

Entonó unos versos que a veces canturreaba cuando se sentía más hundida:

Era el chico de mis sueños,
aquel que siempre
había deseado querer,
pero sabía que en mi vida
jamás podría yo tener.

Quiso seguir y no pudo. Rompió a llorar en un llanto silencioso. Con voz apagada, dijo:

—Esta ha sido mi canción para recordarte todos estos años.

Gabriel, esforzándose por conseguir el tono que Isabel había dado a su copla, entonó:

Eres de papel,
solo por dinero
te puedo tener.
Eres de papel,
solo por dinero
te dejas querer.
Eres de papel.

—Igualmente, estas estrofas han sido las que me evocaban a ti. Estos versos me transportaban a esa noche donde, por primera vez, me enamoré y sentí que amar es sufrir.

Tras un silencio, cogidos de la mano, abandonaron el restaurante.

Mientras la acompañaba a casa, Isabel le habló de su soledad, su amarga realidad, que, por causa de la vida que había llevado, se veía ahora igualmente doblegada y vencida. Su hija, por quien había sacrificado todo, no quería saber nada y le tenía prohibido intentar contactar con ella. A todos los efectos, para su niña, su madre estaba muerta. Así debía ser y así lo creían sus amigos.

Para él todo era diferente. Comprendía que ella no era de papel; que, aunque solo por dinero se dejara querer, debió comprender que solo por amor la podía tener.

    

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