Adoptado por un gato

Nunca había querido mascota alguna en casa. Nunca tampoco había hecho daño a ningún animal; la verdad es que jamás había acariciado a ninguno. Pero eso cambió cuando aquel gato callejero se acercó a él y sintió cómo le acariciaba las piernas, frotando su cabeza, su cuerpo y su cola con ellas. No dudó en que se lo llevaría a casa. Toda la indecisión acabó en el mismo instante en que el gato miró hacia arriba y volvió a restregarse, ronroneando, haciendo pequeños saltitos con sus patas delanteras. Esto era tan inusual como el sentimiento de respeto y cariño que brotaba de su corazón hacia aquel pequeño ser que había sido abandonado en la calle.

Hacía dos semanas que había visto a un pequeño gatito de pelo largo y blanco por su calle, abandonado y hambriento. Durante ese tiempo que pasó hasta que decidió llevárselo a casa, se había limitado a dejarle un poco de comida todas las mañanas cuando se iba a trabajar, y por la noche cuando bajaba la basura. También le proporcionó un pequeño recipiente que llenaba de agua todos los días.

Cuando lo llevó al veterinario, la tarde en que el pequeño felino decidió adoptarle a él —porque eso fue lo que ocurrió: fue el pequeño gatito quien adoptó a un dueño—, descubrió que este provenía de una raza muy antigua procedente de Turquía.

—Es de los llamados gatos de angora —le informó el experto.

Por suerte, se encontraba en perfecto estado de salud y no se halló ningún parásito en su cuerpo. Tras someterlo a un lavado y un chequeo, se le vacunó y se le colocó un chip. Cuando se procedió a hacerle la cartilla sanitaria y de identificación oficial, solo entonces cayó en la cuenta de que debía ponerle un nombre.

—No sabría decir por qué —respondió Epi cuando fue preguntado por el nombre que quería para su mascota.

Compró todos los utensilios necesarios para la comodidad e higiene del gato, para que una vez que estuviera en casa no le faltara de nada: arenero, rascador, dispensador de agua y comida, y un trasportín.

Ya en casa, el pequeño gatito recorrió todas las habitaciones. Cuando llegó al lavadero —al cual se accedía desde la cocina—, la luz de sus grandes ventanales, difuminada por unas cortinas de chenilla acrílica, le pareció que era el lugar idóneo para ubicar el arenero. Así que, para hacérselo saber a su dueño, con sus pequeñas patitas hacía como que arañaba el suelo.

En la cocina, bajo una ancha mesa pegada a la pared, dejó espacio para ubicar el dispensador de agua y comida.

En el salón, el pequeño felino, no sin esfuerzo, consiguió subirse desde un sillón a la mesa de la televisión, y de esta a una vitrina de 130 cm de altura. Allí permaneció, contemplando muy sereno las cosas.

Él se quedó inmóvil; no sabía qué hacer. Por un momento pensó: “¿Quién ha adoptado a quién? ¿No parece el dueño de la casa él?”

Cogió el mando a distancia del equipo de música y pulsó el play. El estridente ruido que emitía la canción que en ese momento reproducía el lector, y los 150 vatios de potencia del equipo que se encontraba casi al máximo, hicieron que el gato saltase directamente desde lo alto de la vitrina al sillón y de este al suelo, desapareciendo rápidamente del salón.

Bajó la música de inmediato y temió que el animal se hubiese hecho daño. En su alocada carrera había resbalado y se había golpeado con la puerta. Aunque rápidamente salió tras el animal, no le dio tiempo a ver en qué habitación había entrado. Recorrió todas y cada una de las habitaciones de la casa llamándolo, pero no aparecía.

Preparó una frugal cena y comió con rapidez. Se sentía incómodo. Recordó que el veterinario le había dicho que esta especie son gatos que necesitan paz y tranquilidad. Lo buscó durante un rato y, desazonado, se sentó en un sillón sin parar de llamarlo con voz mansa. Solo cuando el gato quiso, apareció, frotando su cabeza, su cuerpo y su cola con las piernas de él. Lo cogió y lo colocó sobre su regazo, y lo acarició. El felino se dejó acariciar —según le había dicho el experto, eran cariñosos—, pero cuando se sintió manoseado en exceso, saltó al suelo y buscó la forma de subirse de nuevo a la vitrina, no sin antes tirar con sus patas traseras el mando del equipo de música que se encontraba en la mesa de la televisión. Quizás solo fuera una casualidad… o tal vez un aviso de que no quería que lo molestase con tan bullicioso ruido.

Ni se molestó en recoger el mando. No sabía qué hacer. Por un momento pensó: “¿Quién ha adoptado a quién? Aquí manda él.”

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