El olivar maldito
Mi abuelo se hizo con ese pequeño olivar de no más de
una hectárea cuando supo, por la leyenda que se le atribuía, que el
protagonista era su antepasado. Y, dado el poco valor de la finca —ya que nadie
se atrevía a trabajar allí por los sucesos extraños que en ella acontecían—,
resultaba apetecible su adquisición.
Cuenta la leyenda
Lucía salía a pasear todos los días con su caballo,
recorriendo la finca de sus padres. Un día se sintió indispuesta, detuvo su
caballo —un hermoso corcel de color negro, de gran porte, cuello largo y
arqueado, y una hermosa cola atada con lazos que combinaban con el color de la
silla de montar—.
Cuando se bajaba del mismo, perdió el conocimiento.
Por fortuna, un joven que estaba podando unos olivos muy próximos al camino se
había percatado de lo que ocurría y corrió hacia la joven, pudiendo cogerla en
brazos antes de que se cayese del caballo.
El joven colmó de atenciones a la chica con el objeto
de que volviera en sí. Cuando esta se recuperó, quedó atraída no solo por la
belleza del muchacho, sino también por sus modales.
—Para ser un simple jornalero, de los muchos que mi
padre contrata para las labores agrícolas, realmente es una persona encantadora
—pensó.
La hermosura de la chica tampoco pasó desapercibida
para el joven, pero inmediatamente procuró borrar cualquier atisbo de
esperanza, dado que adivinó quién podría ser la señorita.
Mas ni uno ni otro querían romper ese halo de fulgor
que parecía haberles envuelto y que hacía latir sus corazones más
aceleradamente de lo habitual. Pero el tiempo pasaba rápidamente, y ni él podía
abandonar sus labores ni la chica podía retrasar más su llegada a casa sin que
se alarmasen sus progenitores.
Se despidieron, ella agradeciéndole haberla socorrido
y él encantado de haberle sido de ayuda. Solo cuando la vio alejarse a lomos de
su caballo se percató de que no sabía cómo se llamaba tan bella señorita.
Mientras, ella cayó en la cuenta de que no sabía quién había sido el que la
había salvado de caer del caballo.
A la mañana siguiente, la chica volvió a montar su
caballo y quiso recorrer el mismo camino del día anterior, con el objeto de ver
si podía encontrarse con el joven. Por fortuna, el muchacho se hallaba en el
mismo lugar, podando esa zona del olivar.
La joven bajó de su caballo y se acercó al chico, que,
enfrascado en su trabajo, no se percató de su presencia.
—Buenos días. He venido para conocer su nombre y poder
saber a quién tengo que agradecerle haberme salvado de la caída.
—Buenos días, señorita. Mi nombre es Ramón, Ramón
Fonseca.
—¿Ra... Ra... Ramón Fonseca? —preguntó la chica
tartamudeando.
—¿Qué le ocurre? Porque parece haberse sobrecogido al
escuchar mi nombre.
—Mi nombre es Lucía Cárdenas Valle. Tu padre y el mío
están en litigio por una finca. Si supiera que estoy hablando contigo, seguro
que me mataría.
—No temas, yo no le voy a decir nada —dijo bromeando
Ramón con una sonrisa.
—¡Qué gracioso! Pero todo se acaba sabiendo. ¿Qué
haces en la finca de mi padre?
—No, señorita. Estos doscientos olivos que ves aquí y
que ocupan aproximadamente una hectárea nos pertenecen a los Fonseca. Cierto es
que parece una península, eso sí, rodeada —en vez de agua— por olivos de los
Cárdenas, y esta parte que da al camino, que es de uso común, es nuestro único
acceso a esta superficie.
El drama de la leyenda
Quiso el destino que unos jornaleros de los Cárdenas
viesen cómo los jóvenes charlaban y parecían muy felices, y fuesen con el
cuento a don Valentín Cárdenas, padre de la chica, quien, muy irritado, montó
en su caballo y ordenó a los jornaleros que cogieran sus mulos y lo siguieran.
Cuando llegaron al lugar, encontraron a los jóvenes
charlando animadamente y cogidos de la mano.
Don Valentín, espoleó su caballo, adentrándose en el
olivar hasta quedar frente a ellos.
—¿Lucía? ¿Se puede saber qué estás haciendo con este…
tipo?
—Papá, no es lo que piensas. Ayer me salvó de una
caída de mi caballo y he venido a darle las gracias.
—¿Acaso no sabes quién es?
—Papá, hasta ahora mismo no lo he sabido.
—Me has deshonrado. Sube a tu caballo y vete a casa.
Le daremos su merecido a este malnacido.
—¡Papá, papá, no! Él no ha hecho nada. Al contrario,
me ha salvado de una caída segura.
—¡Que te vayas a casa, te he dicho! —gritó don
Valentín al tiempo que abofeteaba a la chica.
Ramón increpó a don Valentín, pero, a una orden de
este, los tres jornaleros que lo acompañaban se abalanzaron sobre él,
propinándole todo tipo de golpes.
Lucía había montado en su caballo y no se percató de
lo que ocurría, alejándose del lugar por el camino a casa.
La golpiza no cesaba hasta que la inmovilidad de Ramón
preocupó a sus agresores.
Cuando comprobaron su estado, uno de ellos gritó:
—Está muerto, don Valentín. ¿Qué hacemos ahora?
—Quemadlo con ese forraje de ahí y enterrad los restos
que queden. Si alguien os ve, pensará que estáis quemando herbaje. Nadie se
percatará de que es otra cosa. Si huele, decid que es un animal que habéis
encontrado muerto. Cuando acabéis, venid a verme.
La mentira
A la mañana siguiente, los jornaleros de don Valentín
Cárdenas difundieron la noticia de que su hija Lucía se había fugado con el
hijo de Ramón Fonseca y que, desde la mañana anterior, no sabían nada de ella.
Cuando llegó a oídos de la familia Fonseca, estos no
daban crédito a los rumores. Si bien sabían que el joven Ramón había salvado,
la mañana anterior, a una joven de caer
de su caballo —y aunque pensaron que pudiera ser Lucía—, les parecía imposible
que en tan breve tiempo hubiesen tomado una decisión tan súbita, dando un rumbo
a su vida que les marcaría para siempre su futuro.
Mientras tanto, en casa de los Cárdenas, la verdad se
ocultaba tras gruesos muros de piedra. Don Valentín encerró a su hija en uno de
los torreones de su palacete, con la orden expresa a una criada de que no se la
dejase salir para nada. Se le serviría la comida allí y se asearía allí, pero:
—Mientras viva, no puede salir sin mi consentimiento.
Si alguien incumple esto, se las verá conmigo.
La joven Lucía, encerrada, se preguntaba qué le habría
sucedido a Ramón y, conociendo a su padre, se temía lo peor, aunque estaba
lejos de imaginar lo sucedido.
Una mañana, la sirvienta le llevó el desayuno a Lucía.
Esta preguntó por Ramón Fonseca, llevándose las manos a la cara y llorando amargamente.
La criada, una mujer muy mayor que ya nada tenía que perder, se apiadó de ella
y le contó la mentira que se había urdido para tapar su encierro y la
desaparición del hijo de don Ramón. Seis meses de encierro eran más que
suficientes para que la mentira fuese destapada.
No le hizo falta atar más cabos para entender que a
Ramón le habrían hecho algo malo. Durante todo el día lloró. Lloró tanto, que
sus lágrimas quemaron sus mejillas.
A la mañana siguiente, cuando le llevaron el desayuno,
la encontraron ahorcada con una de las sábanas de la cama, atada a una viga.
Don Valentín, en un ataque de ira, ordenó a los
jornaleros enterrar su cadáver en el mismo lugar donde habían prendido fuego y
enterrado a Ramón, quemándola igualmente.
Esa hectárea de finca ya no pertenecía a los Fonseca:
era la tierra por la que mantenían el litigio, y con la desaparición de su
hijo, don Ramón vendió todas sus propiedades y se marchó lejos, muy lejos, de
un lugar que le traía pesadumbre.
Seguramente, don Ramón sabía que don Valentín estaba
detrás de quien era el supuesto comprador de sus propiedades, pero para él, con
la desaparición de su único hijo, ya nada tenía sentido en la vida.
Terror y miedo, la leyenda
La maldad implica contravenir deliberadamente los
códigos de conducta, moral o comportamiento oficialmente correctos. El mal solo
genera mal. Don Valentín había dado permiso a sus criadas con el objeto de que
no se enterasen de la muerte de su hija. Solo la vieja sirvienta que la atendía
era la única que sabía la verdad y, por tanto, podría delatarle, pero sus
amenazas sobre ella la atenazaban y, sin duda, jamás contaría nada. Cierto es
que también los jornaleros que mataron a golpes a Ramón estaban al tanto de la
situación, pero estos no hablarían, puesto que tenían más que perder que ganar.
Así que, por ellos, estaba tranquilo. Don Valentín confiado, creyó que todo
quedaría sepultado bajo la tierra… y bajo el olvido.
Pero el olvido no es tan dócil.
Una noche, don Valentín se había quedado dormido y,
habiéndosele caído el puro que tenía encendido entre sus dedos, este prendió la
alfombra y comenzó a arder. Los jornaleros homicidas, que habían visto fuego
proveniente de la casa, corrieron hasta la misma, subieron rápidamente al piso
de arriba para rescatar a su patrón y, cuando bajaban con él, sosteniéndolo
entre los tres, una viga ardiendo les cayó encima. Inmediatamente el techo se
vino abajo y, en pocos segundos, todos quedaron abrasados.
Una hectárea de las tierras de don Valentín, durante
muchos años, no fue productiva, porque nadie quería adentrarse en esa zona de
olivar. Y esa hectárea no es otra que la finca de mi abuelo, donde acabaron con
la vida de Ramón.
Poco después de enterrar a Lucía, durante una
tormenta, un rayo dibujó una siniestra cara en el tronco de un olivo próximo a
donde fueron escondidos los restos carbonizados de Ramón y Lucía.
El aspecto que presenta ese olivo parece representar
un monstruo con los brazos en alto, haciendo aspavientos para indicarte que te
alejes del lugar. Quienes se han atrevido a pasar de este árbol han huido
despavoridos. Unos dicen que oyen el crepitar de unas llamas, como si una
hoguera estuviera ardiendo cerca de ellos; otros, dicen oír los lamentos de un
joven llamando a Lucía. Y todos coinciden en que oyen las voces de un chico y
una chica maldiciendo a don Valentín Cárdenas.
Han pasado muchos años. La leyenda sigue contándose y pasa de generación en generación, pero, por fortuna, ya casi nadie cree en estas cosas. Yo, la verdad, ni creo ni dejo de creer, pero le tengo respeto. De hecho, siempre que paso cerca de la finca o me adentro en ella, siento un escalofrío que me hiela la sangre, y nadie ha osado jamás arrancar ese olivo ni cortar ese tronco central que representa esa terrible figura. Hay quienes dicen que ese lugar es donde viven, por los siglos de los siglos, juntos Ramón y Lucía, que un mal día se conocieron para acabar como ninguno de los dos se merecía. Por el odio de quienes no saben ni amar, ni perdonar.