El espejo del abuelo

 Sentada de lado en la barra de la bicicleta, con una maleta sobre su regazo y su marido pedaleando, recorrían los más de doce kilómetros que había desde la que había sido su casa hasta el restaurante de sus tíos.

Ese sería su viaje de bodas, el 15 de marzo de 1957. Tras una ceremonia sencilla en la que se sintió sola —ya que no asistieron quienes la habían criado desde pequeña, que eran la única familia que conocía hasta entonces— solo acudió la familia de él.

Ahora comenzaban una nueva vida. Iban hacia el que sería su nuevo hogar; dejaban atrás el trabajo duro del campo para irse a trabajar, ella en la cocina y él de camarero.

Poco tardarían en darse cuenta de que todo era casi por la comida y la vivienda.

Una modestísima habitación con una minúscula ventana que daba a la calle, y sin más enseres que una mesa camilla, dos sillas y una cómoda con un espejo que descansaba sobre la misma. Ese lugar de la estancia hacía de salón. Una feísima cortina, de un color difícil de adivinar por lo descolorida y raída que estaba, dividía el espacio. Tras ella, una cama de matrimonio niquelada, dos mesitas de noche y un baúl componían lo que sería el dormitorio.

Esa era la vivienda que les habían preparado sus tíos en el desván de la casa donde estaba el establecimiento.

Llegaron cansados, y sus familiares se limitaron a felicitarlos sin mucho entusiasmo y a reprenderles por la tardanza.

Les enseñaron el restaurante, la cocina y el resto de dependencias de la casa, que eran utilizadas para el negocio. Todas se encontraban en la planta baja de la vivienda, situada en el centro de la ciudad, en una plaza donde estaban el Ayuntamiento y la iglesia. El primer y segundo piso eran la vivienda de sus tíos, a la que se accedía por unas escaleras situadas tras una puerta contigua a la izquierda de la entrada principal del restaurante. Al desván se subía por otras escaleras, ubicadas en el patio, justo detrás de uno de los laterales de los servicios del local, también situados allí fuera.

Como si les hicieran un enorme favor, Gabriel y María —los tíos de Magdalena, su esposa— hablaron con Domingo para indicarle que ese día podían descansar, dar una vuelta por la ciudad y disfrutar de su luna de miel. Les dieron 25 pesetas como regalo de bodas, las llaves del restaurante y les dijeron que ponían toda su confianza en ellos:

—Debe estar abierto a las seis de la mañana y no cerramos en todo el día. Por la noche cerraréis cuando ya no haya clientes. El horario de las comidas será de 14:00 a 16:30 y el de la cena de 21:00 a 23:00 horas, sábados y domingos igual. Podréis comer antes o después del horario del comedor, pero solo de la comida preparada para el menú. Ajustaremos vuestro salario en relación con las ventas diarias. Esperamos no tener que arrepentirnos de haberos dado una oportunidad de tener una vida más cómoda. Debéis agradecernos esta oportunidad con vuestra fidelidad absoluta.

Subieron a su cuartucho, donde dejaron la maleta que contenía todas sus pertenencias. Se abrazaron, se besaron y él, con sus labios, recogía las lágrimas que corrían por las mejillas de ella, aunque no sabía bien si eran por la emoción de estar juntos o por la pesadumbre que suponía la carga de un trabajo que nada tenía que ver con lo que su tía le había prometido cuando le dijo que, tras la boda, tendría su vida resuelta bajo su cobijo.

Ella, mirando la duda reflejada en el rostro de su esposo, como si leyera sus pensamientos, dijo:

—Cariño, soy muy feliz solo con estar contigo.

Juntaron sus labios y se besaron apasionadamente hasta que la falta de aire los obligó a separarse. Y, como en un acto reflejo, ambos miraron al espejo —que estaba justo enfrente de ellos— y sintieron un escalofrío al sentirse observados. Junto a sus imágenes reflejadas, a la derecha del cristal, se difuminaba la imagen de un hombre de aspecto cansado, cabello gris, arrugas visibles en rostro y manos, y unos ojos brillantes que reflejaban mucha tristeza.

Magdalena se estremeció al reconocer a su abuelo en el hombre del espejo.

Bajaron y salieron a la plaza, recorrieron abrazados algunas calles de la ciudad. Ni uno ni otro hablaron de lo que habían experimentado. Fue ella quien dijo:

—¿Tú lo has visto igual que yo?

—Sí. ¿Por qué? ¿Te estremeciste al ver la figura de ese hombre?

—Me pareció que era mi abuelo —respondió, describiéndolo.

—Yo también lo vi —dijo Domingo—. ¿Y qué puede significar esto?

—No tengo ni idea. Mi abuelo era el dueño de esta enorme casa, y de otras, así como de fincas de olivos y el cortijo donde he vivido hasta ahora.
Mi padre era el menor de tres hermanos. Murió cuando yo no había cumplido aún los nueve años; poco después murió mi madre y quedé a cargo de mi tío Ramón, que se hizo cargo de mí al no tener hijos. Es verdad que me ha tratado como a una hija, pero también es cierto que he tenido que trabajar como una burra.

—¿Y tu otro tío?

—Es mi tía Carmen. Se casó y se fue a vivir a la capital. Es, al igual que mi padre, la única que ha tenido hijos, dos varones bastante mayores que yo. Apenas nos conocemos. Solo cuando yo era pequeña, algún que otro verano solían pasar unos días en el cortijo. Hace años que no sé de ellos.

—¿Y las propiedades de tu abuelo? ¿Cómo han ido a parar a manos de tu tío Ramón y Gabriel? ¿Tu tía Carmen y tu padre no obtuvieron nada?

—No sé. Mi tía Carmen se enfrentó con mi abuelo, quien no quería que se casara con su novio de toda la vida. Cuando fue mayor de edad, se casó en contra de su voluntad y se fueron. Eso es lo que alguna vez le oí contar a mi tío Ramón. Supongo que estos dos tíos míos fueron quienes se hicieron con la herencia del abuelo.

El enorme trabajo que suponía llevar el restaurante era una carga excesiva para la joven pareja, que solo contaban, de vez en cuando, con la ayuda del tío para servir las comidas los días de semana, cuando el restaurante estaba saturado de clientes. Los sábados y domingos lo hacía un camarero que su tío contrataba por horas.

Para Domingo, el trago más amargo era cuando Gabriel les pagaba el salario: ni siquiera era un pequeño porcentaje de las ventas, sino la cantidad que a él le parecía bien, y que la mayoría de las veces era tan exigua que no compensaba las horas trabajadas. Más parecía una limosna. Además, si observaba el gesto de disgusto en su rostro, le recordaba que debían darle las gracias por tener un sitio donde vivir y poder comer todos los días.

Durante el año que llevaban en el restaurante y viviendo en el desván, se habían acostumbrado a ver la figura del abuelo reflejada en el espejo. Ya no sentían escalofríos ni miedo, aunque procuraban no abrazarse frente a él, quizás por respeto. Cuando miraban hacia el mismo y lo veían, la imagen ya no se difuminaba rápidamente y, a veces, pasaban varios minutos mirándolo.

Últimamente su cara parecía haber cambiado: ya no reflejaba tristeza, y dejaba entrever una ternura que sacó de sus casillas a Domingo el día que, tras haberse enfrentado con Gabriel por su raquítico salario, subieron a descansar y no pudo reprimirse. Le habló a la figura del abuelo como si estuviera allí presente:

—¡Maldito seas! ¿Esta es la vida a la que has relegado a tu nieta? ¿Trabajando como una burra desde pequeña para su tío Ramón y ahora para este? ¿Qué habrán maquinado estos dos para que tu nieta no tenga ni ese impresionante cordón de oro que cruza tu enorme barriga hasta el bolsillo del chaleco donde seguramente guardas un reloj también de oro? ¡Cosas que nosotros no tendríamos nunca, aunque trabajásemos toda una vida y dos si pudiéramos vivirlas!

María abrazó a Domingo y miró de soslayo al espejo:

—Lo siento, abuelo. Es que, como sabes, cada día estoy más cansada y se me hace muy penoso el trabajo. Él sufre al verme así, por eso está tan alterado. Aunque, la verdad, el tío Gabriel es un usurero. Al menos, tras la discusión, hemos conseguido que compartamos la mitad de las propinas. Esto nos vendrá muy bien, porque creo que ya sé a qué se debe mi cansancio.

Domingo acarició el cabello de su mujer mientras la besaba en la frente y las mejillas, buscando sus labios.

—¿Estás enferma, amor mío?

—No, cariño. Estoy embarazada.

Los ojos de él se inundaron de lágrimas. Cogió a María en brazos, apartó de un manotazo la cortina, la depositó en la cama y se tumbó junto a ella. Abrazados y besándose, los sorprendió el amanecer después de una fogosa noche de amor.

Durante todo el día estuvo inquieto, esperando la llegada del tío Gabriel al restaurante. Nada más verlo, le dijo:

—Tiene que ir pensando en buscar una chica que ayude a Magdalena en la cocina.

—¿Y eso? ¿Qué le ocurre a esa haragana?

Quiso decirle que era un miserable, pero se contuvo y solo respondió:

—Está embarazada. Debería pensar en la criatura que se está gestando en su vientre.

—¡Solo servís para eso! ¿Acaso crees que no me doy cuenta de que estáis todo el día de carantoñas? No voy a alimentar otra boca más. Además, un crío trae muchos gastos, y creo que no estáis en condiciones de mantenerlo. Deberíais pensar en darlo en adopción.

—Es usted un...

—¡Anda, dilo! Ayer estuve a punto de poneros de patitas en la calle. Y creo que me lo estáis poniendo muy fácil.

—No hace falta. Nos vamos.

Se dio media vuelta y, voceando, llamó a Magdalena.

Ella lloraba desconsolada mientras recogía sus pocas pertenencias. Domingo atendía a los pocos comensales que aún quedaban, en deferencia a los clientes.

Cerraba el cajón de la cómoda cuando sintió estallar el cristal del espejo, como si hubiese sido golpeado desde atrás —algo imposible—. Miró hacia él y vio la figura del abuelo reflejada en la multitud de fragmentos rotos, y se percató de unos papeles entre el cristal y la trasera del espejo.

Cayó de bruces sobre una silla al leer el contenido de lo que parecía ser el testamento o las últimas voluntades del abuelo. Según se reflejaba allí, los herederos legítimos de la mayor parte de sus propiedades eran sus nietos: Raúl, Juan José y Magdalena, a quienes pedía perdón. A los chicos, por el daño causado a su madre, obligada a abandonar la ciudad; y a la chica, por el olvido tras la muerte de su padre.

Bajó corriendo al restaurante, abrazó a su marido, le dio los papeles hallados mientras le contaba su contenido y le dijo:

—Nosotros no nos vamos. Ahora lucharemos por lo que es nuestro. Y serán los tíos quienes tendrán que irse.

 

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