LA LLAVE DE UN PASADO (NOVELA CORTA)

CAPÍTULO I

Era difícil para él estar ahí, sentado en el diván del psiquiatra, aunque éste fuese su amigo, contándole lo que habían sido sus vivencias acaecidas los últimos días, curiosamente los mismos que llevaba viviendo en su nueva casa, un amplio piso de la periferia de la ciudad que había adquirido recientemente.

Fue su mujer quien le había dado el ultimátum el día que él le enseñó una antiquísima llave.

Así pues, ahí estaba él dispuesto a narrar la historia, igual que lo hiciera a ella sin omitir ningún detalle, sin titubear, con toda la tranquilidad del mundo aun cuando sabía que tenía visos de ser poco verosímil. Pero los últimos seis días, sus sueños eran una pesadilla, un tormento, y no hallaba explicación razonable para entender el porqué de sus alucinaciones.  

Primera noche:

La primera noche que durmió en su nueva casa tuvo la percepción de que no fue un sueño lo que vivió, era como si hubiese pasado a otra dimensión, a otro tiempo, otro espacio y por ello vivió en directo lo que vio, más tarde comprendió que si bien él no era visible para los allí presentes, sentía como si alguien quisiera que estuviese allí,  por alguna razón era importante para alguien de aquel lugar. Abría de pasar mucho tiempo después para saber que pintaba él en todo aquello.

Como tenía por costumbre, pasadas las doce de la noche se preparó para ir a la cama. No estaba particularmente cansado, por ello no se podía explicar por qué nada más echarse sintió como un cansancio se apoderaba de él. Tampoco supo adivinar por qué tuvo la impresión de que la habitación no era la suya. La tenue luz de la farola de la calle, situada frente a su balcón, como la persiana no estaba bajada totalmente, permitía una vez adaptada la vista, contemplar la habitación, pero ésta no era la suya el mobiliario que veía era de estilo clásico en contraste con el suyo. Lo más sorprendente y que recordaba perfectamente era el empapelado floral y de estilo romántico de la pared algo muy pasado de moda y que más pareciera de otra época.

También recordaba una impresionante lámpara de araña que colgaba en el centro de la habitación. Ésta era de bronce con al menos ocho brazos y globos de cristal tallado y labrado.

Sin saber por qué, dio la luz de la lamparita que tenía sobre su mesilla y todo era diferente. La decoración del dormitorio era la suya, propia de un estilo minimalista y con la pared pintada en color salmón y una moderna lámpara de led pegada al techo

Miró a su mujer que dormía plácidamente.

Apagó la luz y de nuevo, una vez acomodó sus ojos a la oscuridad, contemplaba la habitación que antes había visualizado, atiborrada de muebles y con un asombroso armario de seis puertas, cuando su dormitorio disponía de un vestidor anexo.

Se levantó sin hacer ruido y salió del cuarto. Definitivamente no era su piso. Se encontraba en una casa y no podía explicarse por qué estaba allí. Recorrió un largo pasillo que se abría en un rellano, con una habitación enfrente y una escalera a su izquierda que bajaban a la planta baja de la casa. Optó por bajar aquella escalera. Justo al terminar la escalera, a la derecha había un vestíbulo, era sin duda la entrada principal de la casa, y a la izquierda, había un ventanal de cristal y madera, con una puerta que daba acceso a un patio. Intentó abrir la puerta pero no pudo. El pomo cedía pero ésta no se abría. Miró hacia el patio totalmente rectangular de unos ciento cincuenta metros cuadrados. Justo enfrente otro ventanal de cristal indicaba otra estancia de la casa. El patio estaba rodeado por un soportal con pilares en galería con arcos en bóveda.

Se giró sobre sí mismo y caminó por el zaguán hasta la entrada principal de la casa, que tenía una puerta de madera de dos hojas, muy alta. Parecía la puerta de un palacete. A la derecha de la escalera una puerta daba acceso a una habitación. Giró la llave que tenía puesta e intentó abrirla pero tampoco pudo. Puso todas sus fuerzas pero la puerta no se movía. Era como o si algo interior lo impidiera.

El despertador sonó como siempre a las siete de la mañana. Estaba agotado, recordaba todo perfectamente, ¿había sido un sueño? No,  de eso estaba seguro, más aún cuando echó mano al bolsillo de su pijama y encontró la llave que había retirado de la puerta de aquella la estancia en la que pretendió entrar. Se sintió confuso y una extraña sensación de aprensión se apoderó de él.

No contó nada a su mujer. Guardó la llave. Se duchó y se fue a trabajar.

Durante todo el día no tuvo ningún recuerdo de lo vivido o soñado durante la noche.

Segunda noche:

De nuevo, cuando se echó en la cama, no podría precisar cuánto tiempo pasó, sintió que se hallaba en la misma habitación del día anterior, observando que la decoración no era la de su dormitorio, sino la de aquella estancia de la casa a la que por algún extraño suceso se transportaba y que no era de esta época ni de este tiempo.

Igual que la noche anterior, se levantó,  recorrió el largo pasillo que llevaba hasta la escalera, bajó y abrió la puerta de la izquierda que daba acceso al patio. En esta ocasión la hoja cedió y se abrió. Cauteloso entró. Aunque iba en pijama el soplo de aire frio que sintió le dejó helado. Caminó por la galería con arcos que había a la izquierda de la puerta. Al final de la galería había una habitación. Tenía la puerta cerrada. Se paró frente a ella y sin saber por qué, sacó del bolsillo de su pijama la llave que halló que tenía guardada. Usó la llave y como ocurriera con la puerta de la noche anterior la cerradura cedía pero no pudo abrir la puerta a pesar de intentarlo con todas sus fuerzas. Continuó por el soportal que tenía a la derecha igual que el recorrido hasta llegar a esta habitación.

Aterido de frio recorrió el largo soportal del patio que se unía a un pasillo interior. Nada más entrar en él una puerta abierta de par en par invitaba a entrar a una espaciosa estancia de la casa, que resultó ser una enorme cocina con el ventanal que daba al patio. En la pared de enfrente había una formidable chimenea y en el centro de la pared de la izquierda una puerta daba acceso a la despensa.

Salió de la cocina y recorrió el pasillo. Pasando la puerta de la cocina había otra escalera que sin duda daría acceso a la planta de superior de la casa y que por la distribución que imaginaba acabaría junto al dormitorio. Al final del pasillo encontró una puerta metálica que no tuvo problema en abrir. Daba a un fabuloso patio andaluz cargado de geranios, rosales, pensamientos, petunias, etc., además de árboles, naranjos, limoneros y palmeras que hacían del lugar un paisaje idílico. Al fondo del mismo se vía una piscina alimentada por un agua medicinal proveniente de un manantial que nacía en una cueva adyacente y al cual se podía acceder también desde la piscina por un estanque practicado sobre la misma piedra.

Aterido de frío volvió al dormitorio. En algún momento tuvo miedo de perderse pero por alguna extraña razón la casa le resultaba familiar. Su verdadero miedo era no saber si todo era real como a él le parecía o solo era un sueño que estaba viviendo con una intensidad inusual.

La alarma del despertador le devolvió a la realidad. Como en la mañana del día anterior, se sentía agotado, sintió que el pánico que se apoderaba de él era irremediable.

Dudaba si contarle a su mujer sus sueños o sus vivencias. Metió su mano en el bolsillo del pijama, cogió la llave. ¿Quién iba a creer que había traído una llave de un sueño?

Se levantó dispuesto a comenzar un nuevo día, durante el cual tampoco tuvo ningún recuerdo de sus dos últimas inolvidables noches.

Tercera noche:

Una vez tumbado en su cama y pasado un rato, tras acostarse su mujer que solía hacerlo un poco más tarde, en el silencio de la noche, cuando solamente el casi imperceptible tic tac del despertador hacía que no pudiese conciliar el sueño, abrió los ojos y una vez estos se hubieron adaptaron a la oscuridad, le mostraron la estancia a la cual últimamente estaba acostumbrándose.

Se levantó, recorrió el largo pasillo, oyó risas y el llanto de una mujer proveniente de la habitación que se hallaba justo enfrente del pasillo una vez pasado el rellano de la escalera. La puerta estaba cerrada y se oía perfectamente que dos chicos forzaban a la mujer y que ésta suplicaba que la dejaran, pero una voz autoritaria de otro chico, ordenaba a estos que continuaran.

Metió la llave en la cerradura que encajó perfectamente y giró la misma, abrió la puerta y lo que vio le causó pavor. Dos chicos de no más de dieciocho años violaban a una mujer de unos treinta años que vestía uniforme de empleada de hogar, tocada con cofia, lo cual evidenciaba un atuendo propio del siglo XIX. Un tercer chico la azotaba cuando se negaba a ser sometida.

Intentó defender a aquella pobre chica pues lo que veía era real, estaba ocurriendo, pero él no estaba allí, era como que si se le estuviese proyectando lo acaecido en esa habitación al menos cien años atrás o así todo indicaba que era.

Él era un mero observador pero le estaba haciendo daño, mucho daño, ver que no podía mover un solo músculo por impedir aquella barbarie. Veía y oía perfectamente todo. La mujer suplicaba a quien sin duda era el incitador de todo el mal que le estaban infringiendo diciéndole:

Hijo mío no sabes lo que estás haciendo, para esto antes de que sea demasiado tarde.

La sonora bofetada que éste le propinó a la mujer hizo que ésta perdiera el conocimiento. El agresor volvió a jalear a los que sin duda eran sus amigos a seguir consumando su felonía. Por suerte la chica ya no era consciente de su sufrimiento.

Despertó muy afligido. La escena que había presencia le había dolido profundamente y más por parecerle tan real y al mismo tiempo no poder evitar el dolor de aquella mujer que era vejada solo quizás por su condición de sirvienta en una casa.

Palpó la llave en el bolsillo de su pijama y se dispuso a contarle a su mujer lo que le sucedía cuando ésta le preguntó qué le ocurría.

 

CAPÍTULO I 

Era sábado, por lo que ninguno tenía que ir a trabajar, contaba con todo el tiempo preciso para poner al día a su mujer de sus movidas en las últimas tres noches.

Durante el desayuno comenzó narrando todo lo vivido o soñado, no estaba seguro cómo calificar su odisea, aunque la llave lo desconcertaba. Por ello cuando se la enseñó a su mujer, ésta puso el grito en el cielo y le dijo. 

-¿Estás tomando algo? ¿No habrás contactado con Carlos, ese amigo de la Universidad que siempre te animaba a esnifar cocaína?

Con toda la calma del mundo, le contestó a Carolina su mujer, que ni tomaba nada, ni siquiera sabía nada de Carlos desde hace cuatro años cuando asistieron a su boda y se marchó a vivir por su trabajo a otra ciudad a más de quinientos kilómetros.

Pues tú me dirás, ¿a qué viene esto?

Créeme si quieres o no,

Pues tú me dirás, ¿cómo explicas lo de la llave? 

Es una llave antigua esto no es algo que se vea ya, así que ¿cómo si no ha llegado a mi poder?

Carolina cogió la llave, la sopesó y la tiró al cubo de basura. A continuación sacó la bolsa la cerró y llamó al portero del bloque de pisos para que subiera. Cuando éste tocó al timbre de la puerta, le abrió entregándole personalmente la bolsa pidiéndole el favor de que lo bajara al cubo de la comunidad.

Cuando volvió a la cocina, su marido le dijo:

- ¿Ya está?, ¿ya se ha solucionado?, ¿tú crees que ya se habrá acabado todo?

Ojalá sea tan fácil, pero creo que esto acaba de empezar.

Ahora mismo llamaré a nuestro amigo Manolo, el marido de Paz, el psiquiatra, y en cuanto nos dé cita estaremos allí. Sin duda el estrés de la mudanza te ha afectado notablemente. Ya está todo hablado, gritó Carolina. 

No tenía ganas de discutir, estaba agotado.

Dispusieron salir de compras e ir a comer fuera. La tarde la ocuparían yendo a visitar a los padres de él que estaban una residencia.

El día se le hizo eternamente largo, pero si algo le llamó a la atención fue cuando estuvo con sus padres. Ramón, su padre, a pesar de tener ochenta y cinco años, estaba perfectamente bien, solo que había decidido estar con su mujer Isabel, en la residencia, ya que ésta sufría alzhéimer y no quería dejarla sola y allí ambos estaban bien. Ella bien cuidada, y en sus ratos de lucidez la presencia de su marido le hacía muy feliz.

Caminaban por el jardín de la residencia, Ramón y Carolina le precedían y él llevaba a Isabel, su madre, garrada a su brazo. Le sorprendió que ésta le dijera:

Alberto, no te preocupes por la llave.

No supo que decir y su madre empezó a canturrear como lo hacía cuando más afectada estaba por su alzhéimer.

De regreso a casa no quiso comentar esto con Carolina, no tenía ganas de  que volvieran a discutir y ni muchísimo menos le iba a creer.

Cuarta noche:

Estuvieron hasta muy tarde viendo un programa de televisión, pensó que sería genial, porque estaba muy cansado incluso había dado alguna cabezadita en el sofá y todo parecía normal.

Bajó totalmente la persiana del dormitorio para que la luz de la farola de la calle no permitiera la penumbra que una vez adaptados sus ojos le hacía ver la habitación. Cuando apagó la luz del dormitorio se hizo la más absoluta oscuridad.

Solo cuando cerró sus ojos vislumbró la habitación fatídica. Los abrió de par en par y seguía viendo la habitación. Se levantó, salió recorrió el pasillo, bajó la escalera, abrió la puerta del patio y salió. Caminó por la galería con arcos, que había a la izquierda de la puerta, llegó a la habitación que la otra vez no pudo abrir. Se palpó el bolsillo del pijama, no tenía la llave, pero había una colocada en la puerta. Giró la cerradura y abrió, sin apenas esfuerzo la puerta cedió abriéndose de par en par. Guardó la llave en su bolsillo y entró. Giró una llave de pellizco de porcelana que brillaba en la oscuridad del cuarto y encendió la luz. Un grito ahogado salió de su garganta. Colgada de una viga del techo estaba la mujer que había sido forzada la noche anterior. Corrió para socorrerla pero traspasó su cuerpo. De nuevo se le representaba un hecho horrible pero él no podía intervenir ni para bien ni para mal.

Contempló a la mujer durante bastante rato, sin saber qué hacer, preguntándose:

¿y ahora qué?, ¿por qué?

Trató de poner en orden todo lo vivido hasta ahora, aún no tenía una respuesta, ni tan siquiera era justificable el suicidio de la chica por un hecho tan vil como al que había sido sometida.

Volvió sobre sus pasos, cerró la puerta de la habitación y salió. Recorrió el soportal y el frío del patio caló sus huesos. Entró en la casa y cuando iba a subir la escalera unos jadeos provenientes de la habitación que había junto a ésta le hicieron girarse y dirigirse hacia la misma. Estaba cerrada, así que utilizó la llave que se guardó. La cerradura giró perfectamente y la puerta igualmente sin apenas esfuerzo se abrió.

Un tipo de unos cuarenta años violaba a una joven de no más de catorce que lloraba desconsolada siendo sometida por quien parecía ser el señor de la casa y ella solo una pobre sirvienta. Quiso coger un candelabro de plata que había sobre una mesita junto a un sofá, pero sus manos atravesaban el objeto. A al igual que antes y como como venía sucediendo, era un mero observador, sin arte ni parte, no podía evitar la inmoralidad que allí se cometía. La cara de la niña era el vivo retrato de la mujer que fue mancillada por los jóvenes y que ahora estaba colgada de la viga de su cuarto.

Salió rápidamente de allí. Subió la escalera y se sentó en el rellano. Lo que le era mostrado le superaba, se sentía apesadumbrado, desconsolado y muy entristecido.

Aunque la alarma del despertador no sonara los domingos, eran la siete en punto cuando se despertó, estaba agotado. Todo lo que había vivido le encogía el alma. Palpó el bolsillo de su pijama y tenía la llave en él. Fue al baño, encendió la luz y comprobó que la llave era similar a la que había tirado Carolina a la basura, solo que mientras la anterior tenía forma ovalada en su parte ancha, está otra tenía la forma de un corazón.

Preparó café y sirvió dos tazas, una para él, que tomó en la cocina, otra para Carolina, que le llevó a la cama. Aunque protestó algo por haberla despertado, al verlo tan activo, pensó que todo habría ido bien y así lo creyó cuando le preguntó:

¿Cómo has pasado la noche?

El mintió diciéndole que genial. De todos modos no le iba a creer.

Quinta noche:

Cuando se acostó, por primera vez, deseó estar en aquel cuarto que le transportaba a otro mundo, a otro lugar, a otro espacio, a otro tiempo, quizás por qué no, también a sus atormentados sueños. Ahora deseaba conocer el desenlace de tan fatídica historia. Pero aunque lo intentaba con todas su fuerzas no conseguía ver la habitación que lo transportaba. 

La tenue luz de la farola que entraba porque no había bajado totalmente la persiana, le devolvía a la realidad de su cuarto pintado en un color moderno que aunque no era de su gusto, era el color que le encantó a Carolina porque a parecer estaba de moda.

La televisión de plasma colgada en la pared a los pies de la cama, un sifonier lacado en blanco de seis cajones, dos mesitas de noche y un cabecero igualmente lacado en blanco, eran todo el mobiliario de la habitación. A la izquierda del cabecero el balcón con dos puertas abatibles y a la derecha otras dos puertas lacadas también en blanco, una que daba acceso a un vestidor y otra a un baño exclusivo para esa habitación.

Se levantó, cerró totalmente la persiana y la oscuridad invadió la habitación. Se tumbó en la cama con la esperanza de soñar, o vivir y se sobresaltó. ¿Y si él era el protagonista en el pasado de aquellos repugnantes actos? ¿Cuál, se preguntó?, ¿el viejo que forzaba a una niña?, ¿alguno de los jóvenes que violaron a la mujer? o a lo peor ¿el sanguinario que los jaleaba?

Deseó no tener nada que ver con eso, aunque no se explicaba ¿qué papel representaba él en esto?

No necesitó ni abrir ni cerrar los ojos para darse cuenta que estaba en la habitación, en esa habitación que era la transportadora, aunque no sabía bien porqué ni para qué.

Se levantó, salió de la habitación al pasillo. Bajó la escalera, abrió la puerta y salió al patio. Se sorprendió porque estaba amaneciendo. Una señora muy mayor vestida también de sirvienta llamaba en la puerta de la habitación donde vio a la mujer colgada.

Elena abre que ya es tarde, tienes que subir el desayuno al señor. 

Como no  respondía, ésta abrió la puerta con una llave que llevaba colgada al cuello y halló el cuerpo inerte de la mujer.

Llamó desesperada a Arturo, el señor de la casa. Éste bajó rápidamente la escalera y recorriendo el soportal entró en la habitación. Ordenó a la vieja sirvienta que despertase a su mujer y que ésta llamase a la policía.

Inmóvil observó a Arturo, el mismo tipo al que vio cómo abusaba de la joven de catorce años, aunque ahora era bastante más mayor.

Arturo comprobaba que la chica estaba sin vida. Cogió una nota que sobresalía del bolsillo delantero de su delantal. La leyó y la guardó en el bolsillo de la chaqueta, llevándose las manos a la cara, en un gesto que pareciera que iba a echar a llorar, solo dijo:

- ¡Dios mío, hijo mío! ¿Qué has hecho? -

Rápidamente acudieron varios policías y un médico forense. Retiraron el cadáver y quien parecía ser el jefe de los policías tomó declaración a la vieja sirvienta y a Arturo quien no mencionó nada sobre el papel que halló en el bolsillo de la mujer.

La mañana fue ajetreada en la casa hasta que sacaron el cadáver y la policía concluyó que el caso estaba claro, un suicidio.

El silencio se hizo en toda la casa y se dio día libre al servicio para acompañar a los familiares de Elena hasta que se celebrase el sepelio.

Siguió a Arturo hasta su despacho que era la habitación que había junto a la escalera. Éste, nada más entrar cerró con llave y releyó la nota.

“Quizás sea el karma, quizás que la maldad tienen mil formas de representarse, quizás ni tú, ni muchísimo menos yo tengo la culpa, pero nuestro hijo, ese hijo que tú engendraste en mi seno forzándome siendo una niña, ese niño que has educado en contra mía para que en ningún momento pudiera reclamarlo como mi hijo que es, ha osado una indignidad mayor a la que tú cometiste. Igualmente me quiso forzar pero ante mi negativa no tuvo reparo en que lo hicieran sus amigos Roberto y Juan, mientras él los jaleaba tratándome como un simple objeto de su propiedad.

Él era el único motivo que tenía para vivir. El monstruo en el que se ha convertido es el motivo por el que el decidido poner fin a mi miserable existencia.

Cierto es que tú te has forzado en resarcir tu felonía para conmigo. Hasta accediste a que tuviera estudios, pero siempre como objeto de tu propiedad, quizás y ahora lo veo solo fuera para presumir de sirvienta culta, mientras te ufanabas de no que solo me proporcionabas techo, comida y hasta educación porque decías que me habías rescatado de la calle con tan solo doce años y embarazada. ¡Qué mentira, que a fuerza de decirla todo el mundo ha hecho una verdad!

Sí, creo que el mayor acto de buena fe para conmigo fue la promesa de que a tu muerte heredaré esta casa. Esto aún no se lo has contado a tu mujer. Ironía del destino. Ahora quedará a tu libre disposición, pero te ruego que sea para aquellos herederos míos que me quieren a pesar de todas las falsedades vertidas sobre mí. Esto es lo único que te pido y que aunque salves a tu hijo (mi hijo), que sé que lo exculparás de todo esto, deseo que puedas encarrilarlo para sea un hombre y pueda arrepentirse de su felonía”.

Arturo, arrojó el papel a la chimenea que había en un rincón del despacho y las ascuas lo devoraron con avidez levantado el fuego que rápidamente se esfumó al igual que el papel.

Alberto despertó empapado en sudor como si la chimenea que ardía en el despacho de Arturo estuviese en su habitación. Se levantó y se duchó. Pasó a la cocina donde tras prepararse el café se marchó sin despedirse de su mujer.

Intentó poner en orden todo lo que hasta ahora vivió o conocía o bullía en su cabeza. Ya era incapaz de reconocer ¿qué era verdad?, ¿qué era mentira?, ¿qué vida era la suya, ésta o esa de mero espectador?, pero la llave era real, quería saber qué había de verdad en todo esto.

 

CAPÍTULO III 

Llegó a casa antes de la hora habitual. Tenía ganas de contar a Carolina los últimos acontecimientos, pero desistió inmediatamente. Nada más abrir la puerta y saludarla, ésta con un aire desabrido le dijo:

Mañana tenemos cita a las siete de la tarde con Manolo, después de la consulta iremos a cenar a su casa. Paz, lo ha preparado todo convenciendo a su marido de la urgencia que requiere que te examine. ¿Se puede saber a cuento de qué te fuiste esta mañana sin decirme nada siquiera?

Solo musitó que se había levantado con un poco de fiebre, que se duchó y salió  rápidamente a la calle porque pensó que le vendría bien el aire fresco que se dejaba sentir a primera hora de la mañana del mes de marzo.

¿Me estás vacilando o qué?, dijo Carolina, - ¿no tendrán nada que ver esos malditos sueños tuyos que ahora quieres ocultarme?

Joder, ¡cómo eres!, si te cuento, porque te cuento, si no te cuento, que no te cuento. Está bien mañana vamos a ver al psiquiatra, seguro que él tendrá una explicación plausible a esto y podré poner punto y final. Dejemos de discutir. ¿Cenamos?

¿Para qué quieres cenar tan pronto? ¿Estás deseando irte a la cama para tus fantasías?

Mira no quiero discutir, si quieres cenamos, si no, no. Y tú dirás cuando quieres que nos vayamos a la cama.

¿Qué pasa?, ¿disfrutas vacilándome o vas de pasota? 

Está bien Carolina, ¿qué quieres?, - dijo con toda la calma que le fue posible.

La sonora bofetada que su mujer le propinó le sacó de sus casillas pero siguió inmóvil. Solo cuando ella arrojó la llave que había olvidado en su pijama saltó corriendo rápidamente a recogerla.

¿Se puede saber qué es esta otra llave?, y ahora con un corazón, ¿me estás engañando?

Abrazó a su mujer que ahora lloraba desconsolada sobre su pecho aunque hizo un amago de separarse.

No te inventes fantasmas, llevamos sin hablar desde la mañana del sábado.

¿Quieres oír lo que he soñado, pensado o imaginado estas dos últimas noches?

¿Y has traído otra llave de tus sueños?

Es poco creíble, pero sí. No sé cómo ni porqué pero es así. Mi madre me dijo que no me preocupara por la llave, añadió sin saber muy bien porqué.

Carolina saltó como una jineta, ¿pero tú te estás escuchando?, tu madre tiene alzhéimer y tú estás como una regadera.

Si mañana no estás en el psiquiatra a las siete en punto…

No oyó lo que decía ésta porque salió del salón cerrando la puerta de golpe.

Sexta noche:

Carolina se había acostado en la habitación de invitados, así que él se quedó en el sofá, solo, pensando en la absurda discusión que habían tenido.

No podría precisar cuánto tiempo pasó pero de nuevo se encontraba en aquella misteriosa habitación, en aquél dormitorio que era como la cápsula transportadora del tiempo a otro lugar u otro estadio a otro momento de una vida que tenía la certeza que él no tenía nada que ver pero que por alguna extraña razón le hacía participe de unos acontecimientos dramáticos en las vidas de las personas que allí se le representaban.

Salió como cada noche de la habitación. Bajó la escalera y una fuerte discusión que provenía del despacho le llamó la atención. Metió la llave en la cerradura y abrió la puerta.

Arturo sentado en un sillón interrogaba a un joven que era aquel que había jaleado a sus amigos a someter a su sirvienta.

- ¿Dime qué ocurrió la noche que salimos al teatro tu madre y yo?

¿No me mientas?

¿Por qué intentaste abusar de Elena?

¿Por qué consentiste que lo hicieran tus amigos?

¿En qué monstruo te has convertido?

El joven, con la cara blanca como la cera, era incapaz de articular palabra alguna porque no entendía cómo su progenitor pudiera tener la seguridad de lo que había ocurrido. Estaba seguro que su padre no había hablado con ninguno de sus amigos y le relataba lo que hicieron sin el menor atisbo de duda.

Instintivamente su primera acción fue negar los hechos pero las preguntas de su padre, las mismas cada vez más insistentes y con el tono de voz más alto, acabaron por derrumbar al joven que confirmó lo que Arturo ya sabía.

Maldita seas, tú eres mi hijo, y Elena, tu madre, dijo derrumbándose llevándose las manos a la cara para ocultar su llanto.

El horror se dibujó en la cara del joven que ahora comprendía las palabras de la mujer antes de que perdiese el conocimiento tras golpearla y súbitamente comprendió todo el mal causado.

El joven se levantó, abrió la puerta de cristal de un mueble que contenía armas de fuego, sacó una escopeta que cargó  y colocó bajo su mentón con la clara intención de dispararse. En ese preciso instante la puerta se abrió de golpe y el sobresalto que pasó hizo que el arma se disparase pero la trayectoria de la bala alcanzó el pecho a Arturo que se había aproximado a su hijo para evitar que éste consumase su suicidio.

El grito aterrador de la mujer de Arturo que era quien había abierto la puerta hizo que rápidamente todo el servicio acudiera a la habitación.

En el suelo, Arturo se desangraba.

Impávido su hijo, parecía un muñeco de cera. Ana, la mujer de Arturo, de rodillas, con un trozo de falda taponaba la herida mientras dada órdenes para que llamasen al médico y a la policía.

Para cuando llegó el médico, éste solo pudo certificar su muerte.

Alberto despertó o volvió a su realidad con el pulso acelerado, empapado en sudor. Se levantó del sofá, se dio una ducha y salió de casa, no sin antes comprobar que Carolina aún dormía.

 

CAPÍTULO IV 

Un poco antes de la siete estaba en la consulta, allí estaba Carolina con los ojos rojos de haber llorado, hablando con Manolo, éste intentaba tranquilizarla sin mucho éxito. Autorizó que ella estuviera presente en la sesión pero con el ruego de que no interviniera para nada oyese lo que oyese.

Cuando Alberto acabó de contar todo lo acaecido, le mostró la llave, y pudo comprobar la expresión de duda que puso el psiquiatra cuando tomó ésta en su mano.

Elena no aguantaba más su silencio y preguntó:

- ¿Qué opinas Manolo?

- Verás, hay tanta sinceridad en lo que dice que es difícil juzgar solo por su relato qué hay de realidad o de invención en lo que ha contado.

El acto de inventar, de crear una cosa que no existe, explicar como verdaderas cosas que no lo son, en mi campo es difícil aseverar, pudiera ser solo producto de su imaginación, pero siempre hay una base de realidad en lo que imaginamos. La llave por ejemplo, no es en sí una prueba para aseverar la verosimilitud de lo que cuenta. Lo cierto es que nos es difícil creer que podamos materializar un objeto soñado, ¿pero, podríamos traer objetos de otro tiempo? Hay teorías que afirman que podríamos viajar en el tiempo. Sin duda, Alberto por alguna razón que desconocemos, nos cuenta una historia que debió ocurrir hace al menos cien años, y es por aquí por donde deberíamos empezar. Tenemos dos hechos que no debieron pasar desapercibidos en la época por la importancia social que parece gozar la familia protagonista: uno, la muerte de la sirvienta y poco después la muerte fortuita de ese tal Arturo y que sin duda la policía investigaría hasta descartar la intencionalidad de su hijo. Si descubrimos la veracidad de estos hechos estaremos más cerca de entender este galimatías y qué papel representa él en estos acontecimientos.

El psiquiatra se levantó de su sillón y sugirió:

Vayamos a casa, cenemos.

He hemos decidido Paz y yo que hoy os quedaréis con nosotros a pasar la noche, si no tenéis inconveniente, así podré ponerle a Alberto un aparato que nos da la posibilidad de controlar lo que soñamos, a través de estímulos externos que ese equipo emite para que duerma mejor.

El silencio de Alberto y el entusiasmo de Elena creyendo que la solución estaba en camino, animó a ambos para aceptar la invitación que les habían preparado sus amigos. Así pues, quedaron que pasarían por casa a coger una muda y utensilios de aseo. En una hora quedarían en casa de sus anfitriones.

Durante el corto trayecto no hablaron, solo cuando estaban en casa Alberto dijo:

Sé que esto no es un sueño lúcido.

Es algo que se me escapa de mi entendimiento, me he horrorizado pensando que pudiera ser alguno de los personajes masculinos, pero cuando mi madre me dijo que no me preocupara por la llave, deduje que no podría ser ninguno de ellos por sus actos punibles, pero creo que mi papel está en descubrir quién era esa pobre chica que se suicidó y que hasta después de su muerte la habrán menospreciado y que por fin habrá encontrado el medio de llegar a esclarecer una verdad que lleva mucho tiempo escondida.

Elena quería creer lo que su marido le contaba. Había tenido el valor de narrar su historia igual que lo hiciera a ella sin omitir ningún detalle, sin titubear, con toda la tranquilidad del mundo, intuyendo ella lo difícil que debía serle a él contarlo al psiquiatra aunque éste fuera su amigo. Así que había dado un paso cualitativo para que ella tuviera más confianza en la verosimilitud de su historia.

Durante la cena no hablaron de los sueños de Alberto, fue una cena entre amigos que lo eran desde hacía varios años y que a veces solían juntarse para pasar una velada agradable en compañía. Cuando cenaron y pasaron al salón, ya más distendidos, hablaron de ello. Fue Paz la que sorprendió a todos cuando dijo que quizás Alberto de algún modo había pasado a otra dimensión, que posiblemente todo era real pero ocurrido en otro tiempo, que la chica que halló ahorcada sería alguien muy próximo a él o a su familia y que sin duda aunque su madre no estaba en condiciones de ayudarle por su alzhéimer alguna conexión debería existir entre la chica y su madre.

Mi madre es hija única -dijo Alberto-, mi abuela no puede ser porque murió cuando yo tendría dieciséis o diecisiete años, la recuerdo perfectamente con sus canas y su moño que laboriosamente se hacía ella todas las mañanas y sus vestidos siempre negros, hasta los delantales que usaba eran oscuros y eso que por entonces ya llevaba bastantes años viuda. Mi abuelo murió cuando mi madre tenía dos años. Que yo recuerde, mi abuela era hija única también. Quedó en silencio y por un momento una sombra de tristeza se dibujó en su rosto.

Recordó una Navidad su abuela se retiró de la mesa llorando y Ramón su padre discutiendo con su hermana a la cual recriminó por algo que había dicho o hecho, él era muy pequeño y no podía recordar que ocurrió pero cayó en la cuenta que nunca más vio a su tía. Cierto es que vivía en otra ciudad pero solían juntarse en fechas señaladas y desde ese hecho jamás había sabido de ella y de niño cuando preguntaba a sus padres le respondían que no sabían nada.

Séptima noche:

Antes de irse a la cama, Manolo le colocó a Alberto un aparato a la altura de su frente, tenía forma de diadema y según le dijo era capaz de identificar cada una de las etapas del sueño. Al identificar la etapa REM, una etapa de sueño profundo a la cual llegamos después de noventa minutos durmiendo, el aparato empieza a emitir estímulos externos para que los sueños sean más a menos y la hora de descanso sea más tranquila.

Cuando apagó la luz del dormitorio que le era familiar porque algunas veces habían pasado la noche en casa de sus amigos, la oscuridad era total. No podría precisar cuánto tiempo había pasado, abrió los ojos y allí estaba la misteriosa habitación que le transportaba a esa casa tan distinta de la suya y en la que ahora se encontraba. 

Se levantó, salió al pasillo y oyó  voces provenientes de la planta baja, bajó la escalera y vio a Ana, la señora de la casa, discutiendo con una joven de unos trece años que estaba en el zaguán, tenía un parecido razonable con la ahorcada. Hablaba con bastante calma pero recriminaba a la señora que no le dejase pasar a coger las pocas pertenencias que hubiera en la habitación de su hermana. Ante la negativa elevó el tono para que la oyese el servicio que acudía en amparo de su señora y dijo alto y pausadamente:

Esta casa me pertenece por la muerte de su marido y la muerte de mi hermana.

Mi sobrino, ése que habéis criado como hijo vuestro fue concebido porque su marido que no tuvo reparo en abusar de mi hermana, una niña de catorce años. Pero ahora se hará justicia. Mi hermana no vino embarazada a esta casa, aquí la preñaron, aquí la violaron y al menos su marido quiso reparar su culpa dejándole esta casa.

La señora acusó el golpe y ordenó a sus sirvientas que avisaran a la policía.

La joven de la puerta en vez de amilanarse siguió hablando; que vengan y de paso que me digan dónde está mi sobrino.

Hace una semana vino a mi casa a decirme que personalmente me entregaría el documento de puño y letra de su padre, que lo tenía en su poder y quería que viniese a vivir aquí y ahora no aparece.

La llegada de la policía puso fin a la discusión llevándose a la joven al cuartelillo.

La señora cerró la puerta dando un fuerte portazo. Dio diferentes órdenes a sus sirvientas y una vez quedó sola, salió al patio, que cruzó con paso veloz, recorrió el pasillo que llevaba hasta el jardín, salió y fue hasta la piscina que bordeó y llegó hasta la entrada de la cueva justo detrás de donde estaba el manantial que la llenaba.

Le produjo rabia despertarse con la respiración fatigosa como si le faltase el aire pero el apresurado recorrido tras la señora le había dejado exhausto.

Se levantó y se dirigió a la cocina de dónde provenía un agradable olor a café que estaba preparando Manolo. La sensación de fatiga, tos y expectoración de Alberto llamaron la atención de éste. Le hizo sentarse mientras iba a por su estetoscopio para auscultarle.

Deberías hacerte una espirometría, -le dijo- mientras examinaba a su amigo. Le retiró el aparato que colocó la noche anterior en la frente y sin pensar exclamó: ¡Joder!, como es posible, estaba cargado a tope y no es normal que no haya registrado ninguna información es como si no hubieses dormido. Cuéntame, ¿qué ha pasado esta noche?

El fastidio de Alberto era evidente con la llegada a la cocina de su mujer y Paz, pero no tuvo más remedio que contar lo que había vivido o soñado.

Seguía en el dilema de no saber que le estaba ocurriendo.

 

CAPÍTULO V 

Aceptaron quedarse una noche más a dormir en casa de sus amigos.

Alberto se marchó a trabajar aunque dijo que regresaría algo más tarde, pasaría por la residencia a ver si podía hablar con su padre, por si podía obtener alguna información y pudiera encontrar alguna pista que le llevase al origen de estas alucinaciones.

Durante su jornada de trabajo como venía sucediendo desde que tuviera estos sueños, no tenía ningún recuerdo de lo vivido o soñado durante la noche, lo que al menos serenaba su espíritu. Cierto es que pasó el día impaciente deseando acabar su jornada.

Mientras conducía hacia la residencia pensaba el modo de abordar a su padre. No quería intranquilizarlo por lo que a él le sucedía. Tenía que ser muy convincente para que éste no percibiese el desasosiego que le llevaba a indagar en el pasado sin tener la certeza de que realmente hubiese sucedido nada fuera de lo habitual en la familias, que a veces por algo nimio rompen su relación y contacto hasta que alguien cede a su imposición o veleidad.

Cuando llegó estaban cenando. Cenaban en la habitación que ellos tenían en la residencia, en realidad era como un pequeño apartamento con una habitación de dos camas, una mesita y un armario empotrado de dos puertas, un baño con ducha, lavabo y wáter y una salita que tenía dos sillones orejeros, una mesa camilla una librería y una mesa de cristal para la TV.

Su padre se sobresaltó al verlo entrar y él rápidamente acudió a abrazarle y tranquilizarle diciéndole que su visita inesperada solo era porque le había cogido de paso por un asunto de trabajo. Mintió para minimizar el impacto causado en el anciano. 

Dispuso de quedarse unos minutos, besó a su madre que ni tan siquiera había levantado la cabeza del plato, solo lo hizo cuando éste se sentó a su lado y mirándole le dijo:

Pronto conocerás la verdad.

El tono de voz empleado fue tan bajito que dudó si él lo había pensado o había salido de la boca de su madre. Por suerte su padre que no tenía el audífono puesto pues estaba cogiéndolo de la mesa de TV para colocárselo, no lo había oído.

Papá ¿sabes qué he soñado hoy? -dijo-, para llevar la conversación a la información que quería obtener.

Dime hijo.

Pues la verdad, creo que es una tontería, pero he soñado que era muy pequeño y que tú tenías una hermana, y en un vago recuerdo de mi infancia veo a una señora que venía por Navidad a visitarnos.

La cara de su padre se volvió cerúlea, e impávido dijo:

Tuve una hermana, pero ésta murió para mí el día que ofendió a tu abuela ultrajando a su hermana  que por aquel entonces hacía ya muchos años que había muerto. La verdad solo sé que vive, sola, soltera y amargada como siempre ha sido en su vida.

Las duras palabras de su padre no fue lo que causaron en Alberto el impacto sino su reacción al saber que su abuela tuvo una hermana mayor que ella de la que nunca le habían hablado y de la cual hasta ese preciso instante no tenía conocimiento.

Quiso aparentar la mayor calma posible, pausadamente preguntó:

¿Qué ocurrió con la hermana de la abuela?

Poco sabemos tú madre y yo de ella, fue unos meses antes de nuestra boda cuando tu abuela nos contó la triste historia de su hermana. Sus padres la pusieron a servir en una casa de alto abolengo cuando tenía nueve años. A los catorce años fue violada por el señor de la casa, tuvo un hijo de éste, pero para tapar el escándalo dijeron que la chica lo había tenido con un noviete. Pero la maldad de don Arturo, que así se llamaba este tipo, era infinita. Se hizo cargo del niño que adoptó como suyo y convino que para meter en cintura a la díscola sirvienta la tendría bajo su custodia pero sin que se revelase como madre de la criatura a cambio de tener garantizado un techo, comida y educación. Un día apareció ahorcada en la habitación que tenía asignada en la casa donde servía. Una semana después el hijo de don Arturo fortuitamente mató a su padre mientras limpiaba una escopeta de caza. Fue exonerado por la justicia de toda responsabilidad penal, pero posteriormente desapareció sin dejar señales de vida. Nunca se supo nada de él, ni tras la muerte de quien había sido su madre a los ojos de todo el mundo, que acaeció dos años más tarde. Fue raro ver que nadie asistiera al sepelio de la señora, solo el personal de servicio que tenía en su casa.

Tu abuela nos comentó que su sobrino le había mostrado una semana antes de desaparecer un documento por el cual don Arturo arrepentido de su felonía, reconocía como heredera de la casa donde servía, a su hermana. Nunca creyó la desaparición de su sobrino. Reclamó entrar en la casa para recoger las pertenencias de su hermana pero no la dejaron y fue apaleada por la guardia civil por injuriar a doña Ana la mujer de don Arturo. Al menos no estuvo presa porque se retiró la denuncia haciéndole jurar que nunca más se acercaría a la casa ni levantaría infundios sobre don Arturo o su hijo.

Si a su padre no se le hubiesen humedecido los ojos contando tan tétrica historia, se hubiese percatado de los ojos de Alberto que a cada paso del relato se le abrían como platos.

Papá creo que deberías contactar con tu hermana, dijo sin mucha convicción quitándole importancia al relato que acababa de oír y que dada respuesta a las siete últimas noches de pesadilla que llevaba sufriendo.

Bueno me tengo que marchar se me está haciendo tarde, el próximo día que os visite me sigues contando.

Se levantó, abrazó y besó a su padre y agachado besó a su madre que permanecía impertérrita en su sillón. Mientras le besaba en la mejilla ésta musitaba:

El final está cerca  

No digas pegos mamá, aún tienes que estar con nosotros, no pienses en eso, dijo, quitando importancia a la frase que obviamente él intuyó en otro sentido.

De camino a casa de sus amigos iba reflexionando. La historia que le había contado su padre de su tía abuela era en síntesis la historia resumida de lo que él había soñado o vivido estas últimas noches. Sabía que todavía no había acabado su odisea pero como le había dicho su madre el final estaba cerca.

Cuando llegó a casa de sus amigos estos estaban esperándole tomando una copa, la cena estaba lista así que pasaron al comedor. La alegría era perceptible en su cara y todos se percataron de ello.

¿Cómo ha ido la conversación con tu padre?,

¿Ha aclarado algo?

Todo y nada

¿Cómo puede ser eso?, dijo su mujer. 

Me ha contado una historia, que ha sido como si contara mi historia resumida, es decir, la chica que es vejada por Arturo y por los dos individuos, jaleados éstos por su propio hijo es mi tía abuela. Al menos ya contamos un dato real nombre y apellidos, fecha de nacimiento y fallecimiento.

No, no estoy loco, no tengo aún explicación de cómo ni porqué me he traslado en el tiempo, porque esta es la definición más plausible a todo esto. Desconozco la causa pero evidentemente he viajado todas estas noches en el tiempo.

Sé que mi abuela nació en el año mil novecientos tres y mi tía abuela que era diecisiete años mayor que ella, lo hizo en el año mil ochocientos ochenta y seis y murió en el año mil novecientos dieciséis. El nombre de mi tía abuela era Elena Agüero Casso. Esto es todo lo que tengo hasta ahora y estoy dispuesto a llegar al final cueste lo que cueste, aunque tengo la certeza de que sea lo que sea que pretenda que conozca esto le hará descansar en paz.

El psiquiatra rascó su cabeza en un gesto preocupante por los vericuetos de la historia y como ésta estaba afectando a la salud a su amigo, pero no tenía ningún argumento para contradecirle y de ser cierto lo que decía que le había contado su padre este enredo lejos de resolverse tomaba una cariz que se escapada de toda lógica razonable. De todos modos estaba dispuesto ayudarle. 

Octava noche:

Cuando se fue a la cama, no quiso que su  amigo le colocase el aparato para controlar su sueño. Se sentía tranquilo, relajado y seguro. Por ello cuando se apercibió de que estaba en esa extraña habitación que le transportaba a una época pasada, se levantó de la cama recorrió el pasillo, bajó la escalera, salió al patio cuya puerta estaba abierta, caminó por los soportales que lo rodeaban. Caía una copiosa lluvia. Recorrió el pasillo interior que acababa en la puerta que salía al jardín que igualmente estaba abierta. No dudó en salir con paso apresurado, era como si alguien le guiara. Fue hasta la piscina, la bordeó y se encontró en la puerta de la cueva, la luz de un candil a la entrada lo que le motivó a adentrarse en ella.

Calado hasta los huesos por la lluvia que caía torrencialmente cuando atravesó el patio, se sintió protegido una vez dentro. Anduvo un por un estrecho sendero junto al arroyo excavado en la piedra que surtía de agua la piscina.

Una discusión que a medida que se introducía en la cueva oía cada vez más nítidamente, le animó a seguir por el interior de la misma hasta el lugar de donde provenía.

Hijo, ¿se puede saber por qué me has citado aquí?

Si, mamá. Cuando era pequeño, si quería conseguir tu beneplácito para obtener lo que quisiera entraba en la cueva y con la promesa de que no iba a entrar más conseguía agenciarme de cualquier capricho que desease. Ya no soy un niño, pero me siento tan pequeño. Mi madre y mi padre han muerto por mi causa y solo recuperaré mi paz y de paso se hará la voluntad de mi padre si llevo a buen término su último deseo. Era empeño de mi padre que esta casa, a su muerte, fuese para mi madre natural y ésta a su vez quería que fuese para sus legítimos herederos. Sus padres han muerto solo a su hermana es a quien  corresponde ese derecho. Por eso he dispuesto que se venga a vivir aquí. La miserable casucha donde vive no es lugar para ella y lo hará en calidad de mi tía y solo cuando tú faltes se hará con esta propiedad. El resto de nuestros vienes están estipulados en las última voluntades de mi padre.

¿No pensarás que voy a aceptar este chantaje?, porque eso es lo que me estás proponiendo, ¿no?

No es un chantaje. Esta es la voluntad de mi padre tras su muerte para redimir la felonía que hizo a mi madre. Este manuscrito que tengo en mi poder así lo explicita y me lo entregó el día que discutimos en su despacho y que supe esta triste realidad mía. De haberlo sabido antes, mucho antes, no hubiese cometido el más grande de los pecados que me llevará a purgar en el infierno.

Alargó su mano para coger el documento que ésta consiguió agarrar aun cuando él dio un paso atrás para esquivar que lo cogiera. Su pie izquierdo no pisó el suelo sino que quedó en el aire un ponor se abría en este tramo de la cueva. Todo su peso era insuficiente para quedar sostenido en su pie derecho y bruscamente se precipitó al fondo del mismo.

El grito de horror de ella debió oírse hasta en la casa, pero de haber habido más iluminación en la gruta, Alberto se hubiera percatado de la cara de satisfacción de la señora.

Se giró sobre sí misma y caminó lentamente hacia la salida, mientras guardaba el documento entre sus senos. Cogió el candil de la entrada y salió de la caverna.

Seguía lloviendo, ésta cruzó el jardín con paso decidido hasta la casa. Entró, cerró la puerta metálica que daba al jardín, anduvo el pasillo que había hasta la cocina. Colgó el candil y se acercó a la chimenea que mantenía unas ascuas encendidas. El frío calaba sus huesos y le hacía estremecerse.

Sacó el documento, lo leyó y su primera intención fue arrojarlo al fuego. 

Cambió de opinión y rápidamente salió de allí, recorrió los soportales del patio y entró en la casa, cerró la puerta de cristal del patio. Subió a su habitación y abrió un cofre que tenía una llave con un corazón en su parte más ancha. Metió el manuscrito, lo cerró y escondió la llave tras un cuadro de la Inmaculada Concepción que había encima de la cabecera de su cama.

Alberto despertó, se palpó el bolsillo de su pijama, se levantó y comprobó que la llave era idéntica a la que abría y cerraba el cofre. Un golpe de tos le sobrevino, se percató de que sus zapatillas y su pijama estaban empapados de agua y comenzó a temblar.


CAPÍTULO VI 

El golpe de tos alarmó a Manolo que estaba preparando café. Salió de la cocina y lo vio empapado y trepidando de frío. Buscó una manta que le colocó por encima y lo condujo hasta el comedor.

- ¡Estás empapado! Te preparé un chocolate caliente.

De un cajón de un mueble del salón cogió un termómetro que ordenó a Alberto que se pusiese para medirle la temperatura.

No quiero. ¿No te das cuenta que esto no es fiebre?, ¿cómo te explicas que mis zapatillas estén también empapadas?

Carolina y Paz aparecieron en el salón y cuando vieron Alberto quedaron sobrecogidas. Sólo la voz de Carolina fue perceptible:

¿cómo estás así?, ¡la cama está seca, no es posible!

Mientras tomaba el chocolate, contó lo que había vivido, como siempre con sinceridad, lo que dejaba fuera de toda duda la invención, y dejaba traslucir que vivía una realidad paralela. Su cansancio, las llaves, y ahora el agua que empapaba su pijama y zapatillas, todo era un locura, pero en la cara del psiquiatra el asombro reflejaba que no tenía una explicación lógica desde sus conocimientos para lo que le acontecía a su amigo.

Se duchó y se marchó a trabajar. Siempre era su mejor válvula de escape. Pensaba que una vez más y como siempre sucedía, durante el día no tendría ningún recuerdo de lo vivido o soñado durante la noche. Pero ya todo era diferente, ahora tenía datos reales que unían sus sueños a personas incluso de su propia familia. El círculo se estaba cerrando le habían sido representadas diferentes escenas todas ellas acabadas con tres hechos terribles, el suicidio de Laura su tía abuela, el fortuito accidente que acabó con la muerte de Arturo, un ser abominable que arrepentido de su indignidad solo al final de su vida pretende pagar su culpa con lo único que tiene y le sobra en su miserable vida, “dinero”, y por último la casualidad también de la muerte inesperada del hijo de éste y Laura, y por lo tanto primo de su madre, que tarde demasiado tarde quiso hacer justicia, una justicia por los actos vejatorios cometidos por él mismo y su padre, a aquella dulce criada que le amamantaría, le cuidaría y le mimaría como a un hijo, ocultándole que realmente era su hijo. Pero sin duda, de todas las muertes, la más injusta, la más dolorosa, había sido para él la de la criada, su tía abuela, incluso antes de saber el parentesco que pudiera existir y que a pesar de todo aún no había podido confirmar aunque todo indicaba que así sería.

Pero la maldad de Ana la mujer de Arturo, no la entendía. Cuando la vio en la cocina leyendo el documento que cogió de la mano de quien a los ojos de todo el mundo era su hijo no atisbó ningún signo de tristeza por su trágico destino, tampoco reconoció el desconsuelo cuando su marido se desangraba en el despacho. Sí, veía resolución en los auxilios que le prodigó hasta que llegó el médico, pero ningún signo de pena. Pero aún era más increíble que no diese cuenta del desgraciado accidente del hijo permitiendo todo tipo de comentarios sobre su marcha, abandonando el hogar. Posiblemente su marido le impuso un hijo que no era suyo y sostener una mentira que dejaba a una pobre chica de cara a la sociedad marcada, o quizás fuera la humillación de que la que había sido su casa fuera para los herederos de la criada lo que había incendiado la cólera de Ana.

Tenía que verificar con lo poco que contaba que estos acontecimientos de verdad habían ocurrido. Era jueves, no podía ir de nuevo a ver a sus padres para no alarmarles, esperaría hasta el sábado, día que solía pasar a visitarles.

Comunicó a su secretaria que se marchaba del despacho, que anulase una cita que tenía pendiente para la tarde con un cliente ya que no se encontraba bien, pero no era nada preocupante.

Dejó el coche en el parking y salió del edificio paseando sin rumbo fijo, su cabeza bullía provocándole un fortísimo dolor. Anduvo durante más de una hora. Se percató de que se encontraba en otro barrio distinto donde él tenía el despacho, recorrió una calle peatonal de tiendas de suvenir, ropa deportiva y de moda, zapaterías, relojerías y bares. La calle acababa en una pequeña plaza desbordaba de mesas de un bar restaurante que a esas horas ya estaba llena de parroquianos. Solo el bar y otro local comercial, que le llamó la atención, era todo lo que había en la plaza. Sorteando las mesas llegó a la puerta del local donde en un rótulo en madera que colgaba en el escaparate se leía: “Anticuario”.

Durante un rato miró absorto el escaparate donde se exponían pequeños objetos, y muebles auxiliares antiquísimos. Un cofre medio tapado por la infinidad de cosas que allí se exhibían, le llamó poderosamente la atención porque no tuvo la menor duda de que era el que había visto o soñado donde Ana guardó el documento.

Sintió que su pulso se aceleraba y el corazón palpitaba con fuerza. Le faltaba la respiración, intentó serenarse, respiró profundamente y entró en la tienda.

Una señora muy mayor sentada en un viejo sillón hizo amago de levantarse.

No se levante señora, solo quería hacerle una pregunta.

Dígame joven.

He visto un cofre en el escaparate, ¿está en venta?

Ah sí, ¿cómo lo ha visto? Lo tengo casi oculto porque no tiene llave, no se puede abrir. Ha habido muchas personas que me han preguntado por él. Realmente es muy bonito pero si fuerzas la cerradura para abrirlo no tendría valor, así que más que nada lo tengo para decorar.

-¿No lo vende entonces?- Verá, es el cumpleaños de mi mujer, ya sabe, hoy vivimos en un mundo trepidante, tenemos de todo y no sabía que regalarle. Me ha llamado la atención este objeto antiguo y supongo que a ella le llamará la atención igual que a mí. Mintió porque, la verdad, no tenía otra explicación que dar.

Está bien, pero se ve que nunca ha comprado una antigüedad porque si lo hubiera hecho no mostraría tanto interés, cuanto más interés se perciba más caro le costará el objeto, así que como supongo que tampoco estará acostumbrado a regatear le haré una oferta única o lo toma o lo deja:

Doscientos euros, ¿qué le parece?

Si usted cree que es lo justo, estaré encantado de llevármelo por ese precio.

Vaya, debí pedirle mucho más, o es usted tonto o gana mucho dinero. Le he dicho que no vale nada y aun así está dispuesto a pagar doscientos euros.

Se quedó atónito por el descaro con el que le había hablado la mujer, así que se atrevió a decirle: 

De ese cofre puede depender saber si estoy cuerdo o no.

La señora se levantó y caminó lentamente hacia el escaparate, cogió el cofre y se lo entregó.

Ande, cójalo y váyase se lo regalo.

¿Por qué ha cambiado de opinión?

Soy muy mayor y he visto en su cara la desesperación por hacerse con él y sin duda su comentario ha sido sincero.

Está bien, le voy a pagar los doscientos euros, porque yo también quiero ser sincero con usted. Tengo la llave de este cofre. 

Jajaja, ¿de verdad? 

¿Está usted loco? Me está dando miedo. No quiero su dinero.

No se asuste señora.

Colocó el cofre sobre una mesita de centro, sacó la llave que tenía en el bolsillo de su chaqueta, la introdujo en la cerradura, la giró y ésta cedió. Levantó la tapa y un documento era todo su contenido.

La señora se desplomó sobre el sillón con los ojos abiertos de par en par y solo musitó:

Ahora usted me debe una explicación.

Él había cogido el documento y leyó en voz alta.

Yo, Arturo de la Mata Gómez, en uso de mis plenas facultades, físicas y mentales ordeno que a mi fallecimiento los bienes de mi propiedad sean repartidos en la forma que indico mediante este documento.

A mi esposa Ana Medrano Tapia y a mi hijo Arturo de la Mata  Medrano todos los bienes de mi propiedad, salvo la casa que poseo a las afueras de la ciudad, que dispongo sea para Laura Agüero Casso, y dado que ésta ha fallecido el día de hoy catorce de octubre de mil novecientos dieciséis, en su caso para los herederos de ésta en el orden sucesorio que corresponda.

Anexo a este documento relato los hechos en que me amparo para dejar esta fabulosa casa a los beneficiarios de Laura Agüero Casso como prueba de que no es una enajenación mental ni un capricho por ningún tipo de relación con esta señora, salvo como aclaro en el anexo, la vileza que cometí con ella y que purificaré en el infierno porque, aunque tarde, sé que el dinero no borra las infamias, pero de algún modo deseo pagar mis pecados.

Lo que ordeno y mando el día catorce de octubre de mil novecientos dieciséis.

Anexo:

Reproduzco literalmente la carta que encontré en el bolsillo de Laura el día que apareció ahorcada en su habitación. Mi cobardía hizo que la destruyese arrojándola al fuego de la chimenea. Pero está tan gravada en mi corazón que creo no haber olvidado ni una coma.

“Quizás sea el karma, quizás que la maldad tienen mil formas de representarse, quizás ni tú, ni muchísimo menos yo tengo la culpa, pero nuestro hijo, ese hijo que tú engendraste en mi seno forzándome siendo una niña, ese niño que has educado en contra mía para que en ningún momento pudiera reclamarlo como mi hijo que es, ha osado una indignidad mayor a la que tú cometiste. Igualmente me quiso forzar pero ante mi negativa no tuvo reparo en que lo hicieran sus amigos Roberto y Juan, mientras él los jaleaba tratándome como un simple objeto de su propiedad.

Él era el único motivo que tenía para vivir. El monstruo en el que se ha convertido es el motivo por el que el decidido poner fin a mi miserable existencia.

Cierto es que tú te has forzado en resarcir tu felonía para conmigo. Hasta accediste a que tuviera estudios, pero siempre como objeto de tu propiedad, quizás y ahora lo veo solo fuera para presumir de sirvienta culta, mientras te ufanabas de no que solo me proporcionabas techo, comida y hasta educación porque decías que me habías rescatado de la calle con tan solo doce años y embarazada. ¡Qué mentira, que a fuerza de decirla todo el mundo ha hecho una verdad!

Sí, creo que el mayor acto de buena fe para conmigo fue la promesa de que a tu muerte heredaré esta casa. Esto aún no se lo has contado a tu mujer. Ironía del destino. Ahora quedará a tu libre disposición, pero te ruego que sea para aquellos herederos míos que me quieren a pesar de todas las falsedades vertidas sobre mí. Esto es lo único que te pido y que aunque salves a tu hijo (mi hijo) que sé que lo exculparás de todo esto, deseo que puedas encarrilarlo para sea un hombre y pueda arrepentirse de su felonía”.

 

CAPÍTULO VII 

Alberto respiró profundamente y se sintió como si le hubieran quitado un enorme peso de encima.

La señora, desde su sillón le observaba y ahora era ella a la que se le aceleraba el corazón y le palpitaba con fuerza sintiendo que le faltaba la respiración. Con voz muy apagada dijo:

¿Quién es usted? Por la edad que tiene podría ser el nieto de don Arturo. ¿Es usted hijo del desaparecido Arturito?

Cálmese no se altere, creo que usted y yo tenemos muchas cosas que contarnos. Pero no, no soy quien usted dice. Si le apetece le invito a comer en ese restaurante que por cierto, debe ser bueno por la gente que hay.

La ayudó a levantarse, y cogiéndose del abrazo de él salieron de la tienda. Cerró y fueron hacia el restaurante prefiriendo comer dentro pues fuera el ruido era ensordecedor por la cantidad de gente que había. Entraron y buscaron una mesa al fondo del comedor junto a un enorme ventanal que dejaba ver la plaza.

Le contó todo lo que había soñado o vivido. No pasó por alto ningún detalle. La señora le observaba ensimismada en su propios pensamientos pero asentía como corroborando todos los acontecimientos que ella conocía.

¿Qué piensa de lo que le he contado? Por todo esto mi familia piensa que he perdido la cordura.

No sé cómo es posible que usted narre unos hechos que acaecieron hace un siglo, pero escuche: hasta donde yo sé todo es como usted lo ha contado. 

Mi nombre en Rosa Santos Jiménez, ya tengo ochenta y dos años. Mi abuela fue quien encontró el cadáver de Laura colgado en una viga del techo de su cuarto. Todo lo que le voy a contar me lo contó ella siendo yo una niña, tendría yo unos doce o trece años, poco después ella falleció, creo que fue en el año mil novecientos cincuenta. Recuerdo un día que me llamó para que le ayudara a peinarse. A mí me gustaba peinarle su largo pelo que recogía en un moño, era bastante negro para su edad, solo unas canas sobre sus sienes. Sus lentes que siempre llevaba colgadas, le daban un aspecto de viejita muy agradable.

Alberto la miró y pensó que la descripción que le hacía era la de ella misma.

Ella percatándose de cómo la miraba añadió:

Sí, tengo un parecido razonable con mi abuela por eso la recuerdo como si fuera ayer cuando la vi por última vez. Pero me estoy desviando, es lo que tenemos los viejos, se nos va la cabeza. ¿Por dónde iba?

Ah sí, me contó:

“Que se le partió el corazón cuando una chica que trabajaba con ella la encontró colgada, la quería como una hija, incluso le ayudó a dar a luz cuando tuvo un hijo al que nunca pudo abrazar como tal.

Cuando dio a luz don Arturo entró en la habitación en cuando oyó llorar al recién nacido, lo cogió de los brazos de mi abuela, la llamó a parte y le amenazó con despedirla si contaba a alguien que ese hijo era de la sirvienta. Todo el mundo debe saber que es mi hijo le gritó, ésta solo hará con él de lo que es, de sirvienta, lo amantará, lo cuidará y su trabajo será éste y atender a la señora. Si se te ocurre irte de la lengua lo pagarás caro.

Mi abuela cuando me contaba esta historia no podía evitar que las lágrimas brotasen de sus ojos. Todo fue más o menos bien, decía mi abuela. Laura era una niña. Cuando dio a luz tendría unos catorce años. Todos cumplimos en la casa con la orden del señor y el niño fue bautizado con los apellidos de los señores. La señora de la casa también accedió a ésta farsa. 

La muerte de Laura ocurrió poco después del cumpleaños de Arturito. Fue como si se hubiese desencadenado todo el mal sobre la casa, nunca supimos porque se había suicidado, pero dos días más tarde un accidente limpiando una escopeta de caza Arturito mató a su padre y unos días después desapareció para siempre. La señora no parecía muy afectada por todos estos acontecimientos, yo era la única que la atendía desde que la muerte de Laura, se vistió de riguroso luto por la muerte de don Arturo y hasta ofreció una recompensa si alguien daba una pista sobre el paradero de su hijo, pero había algo en esta arpía que me inquietaba, aunque si había representado la farsa de ser madre podría interpretar cualquier papel. En el fondo estaba sola, muy sola yo era su única confidente, pero solo para calmar su desasosiego. Sólo cuando estaba muy enferma en su cama, eso fue en mil novecientos dieciocho, una epidemia de gripe estaba matando a medio mundo, era una gripe conocida como la gripe española, fue la que acabó con su vida.

Acababa de regresar de un viaje que había realizado en primavera a Granada donde había acudido a visitar unas plantaciones de tabaco que estaba dispuesta a comprar. Acudí a su llamada. Nada más entrar en su habitación me dijo, coge ese cofre que ves ahí, quédatelo pero no lo abras nunca. Lo que contiene es el culpable de todos los males que han sacudido mi casa, mi hogar, mi familia. Haz con él lo que quieras pero no lo abras. Ya me queda poco. Y efectivamente a las pocas horas murió”.

Yo me reía cuando mi abuela me mostraba el cofre que estaba encima de su tocador. Ella me veía en el espejo reírme y muy seria me decía: será tuyo cuando yo muera pero haz de jurarme que nunca lo abrirás. Cuando murió mi abuela, mi madre me dijo que no abriera el cofre mientras ella viviera pues era muy supersticiosa. Así que cuando abrir la tienda de antigüedades lo coloqué en el escaparate y ahí llevaba cincuenta años sin que nadie se interesara por él, ni yo misma le había echado cuentas.

¿Pero si me dijo que habían preguntado por él muchas personas?

Usted se cree todo lo que le dicen los vendedores, suelen ser unos charlatanes y tienen un montón de mentiras piadosas para hacer picar a sus clientes. Claro que con usted no hacía falta, tenía claro que lo quería.

Estas gracietas, como las que le había hecho en la tienda la anciana, le desconcertaban pero se sentía tan bien en su compañía que la tarde había pasado volando, por eso ambos se sorprendieron cuando el camarero les dijo que eran las seis e iban a cerrar un rato para volver a abrir a las ocho, pero que si querían podrían estar en una mesa de fuera.

Pagó la cuenta y cogiendo a Rosa de su brazo la acompañó hasta la tienda.

Reiteró pagarle el cofre a lo que ella se negó rotundamente.

Solo le pido que de vez en cuando me haga una visita.

Por primera vez en los ocho días que llevaba viviendo esta realidad paralela como a él le gustaba llamarle, se sentía contento. 

Cogió un taxi hasta su despacho, pues no le apetecía recorrer otra hora de caminata hasta llegar al edificio donde estaba su coche y tenía unas enormes ganas de ver a su mujer y a sus amigos y contarles todo lo que había averiguado y que suponía el fin de lo que ellos llamaban su locura.

Llegó a casa de sus amigos y estos con cara de preocupación le dijeron que Carolina no estaba, había recogido sus cosas y se había marchado. La habían persuadido de que se quedara hasta que volviera pero no había entrado en razón.

Nos ha dicho que no te digamos nada, pero no podemos añadir más peso psicológico sobre tu estado de ánimo, -dijo el psiquiatra-, así que si me prometes que no nos dejarás con el culo al aire te diremos dónde está.

No os preocupéis, sois sus amigos y los míos, no vamos a romper por causas internas nuestras.

Se ha ido a casa de su madre.

Joder, joder, ahora era cuando necesitaba que estuviera conmigo, en lo bueno y en lo malo, como se dice en la liturgia del casamiento.

La verdad es que tú se lo has puesto difícil, dijo Manolo.

Yo, ¿y tú eres psiquiatra?, -dijo Alberto muy enfadado-. Ni tú has podido diagnosticar qué me ocurre y soy yo quien se lo ha puesto difícil. Perfecto puede que esté loco, pero vendita locura que ha llevado a conocer una historia de un antepasado mío que sin duda fue un mártir.

No sigas con esa historia, tu mente te juega malas pasadas y te hace vivir un mundo de fantasías que supones que son reales. No tengo explicación para las llaves, ni tu pijama ni tus zapatillas mojadas, pero no quiero ser cruel contigo. Seguramente no eres consciente de tus trampas para hacer creíbles tus sueños.

Respiró profundamente. No quería romper la amistad con sus amigos y Paz, por cierto, no había abierto la boca, aunque lo miraba con cara de desolación.

Está bien recogeré mis cosas y me marcho yo también.

No tienes por qué hacerlo ahora, dijo por primera vez Paz desde que comenzara la discusión.

No preocuparos estaré bien. Sí, estaré bien.

Quédate a cenar al menos, insistió Paz.

Si me marcho os sentiréis mal y si me quedo podemos rebotar en cualquier momento y hacernos más daño. Dejémoslo así, mañana con más calma seguramente lo veamos todo de distinta forma.

Sin rencor, cuando se marchaba se despidió de sus amigos, tendió su mano a Manolo que fríamente respondió al gesto de aprecio, besó a Paz en la mejilla y  ésta lo besó y abrazó con fuerza. Le devolvió el entusiasmo que había apagado el saludo de su amigo.

Cuando subió al coche puso el “manos libres” y llamó a Carolina. Daba llamada y esperó que ésta cogiera el móvil pero no lo hizo. Repitió hasta en tres ocasiones la llamada, desistió y se marchó a casa, no sin antes pasar por el barrio donde había localizado la tienda de antigüedades. Aparcó el coche y caminó por la larga calle peatonal que desembocaba en la plaza que al igual que para el almuerzo estaba llena de gente cenando. Sorteando las mesas llegó a la puerta de la tienda que aún tenía las luces encendidas y entró.

Vaya, otra vez usted, dijo la anciana en cuanto le vio entrar. Le dije que viniera a visitarme de vez en cuando, no que se venga a vivir conmigo.

El comentario de la anciana provocó una sonrisa en su cara.

¿Qué le ocurre?, cuando ha entrado tenía la cara de un muerto.

Asuntos personales.

Y le han traído aquí.

Tenía que comprobar que la tienda existía.

¿Quién, usted o su familia?

Ni mis amigos ni mi familia me creen. Mi mujer se ha ido a casa de su madre y mis amigos piensan que estoy loco de remate.

Peor para ellos. Lo de su mujer tiene peor arreglo. ¿Han visto el cofre?

No, ¿para qué?, igualmente iban a decir que yo habría fabricado una prueba para corroborar mis sueños.

Mañana le acompañaré a la casa, o lo que quede de ella. Está abandonada desde mil novecientos dieciocho, pero es de su propiedad como puede demostrar el documento, y podrá disponer de hacer y buscar lo que considere oportuno.

Lo que me está sugiriendo es una chifladura. Si encuentro el cadáver en un pozo, que vete tú a saber la profundidad que pueda tener, puede ser mi salvación, si no será mi condena para me encierren por loco y tiren la llave.

Hoy ya le han empujado un poco, ¿no cree? ¿Qué tiene que perder?

Dinero. Acabo de comprar un piso y ahora no ando muy bien de liquidez.

No se preocupe por el dinero, a mí me sobra y ya no me va a dar tiempo a gastarlo.

Turbado dijo: - ¿haría eso por mí?

Bueno ya le regalé el cofre, ¿no?

Sí, pero no es lo mismo.

Claro que no es lo mismo, pero usted es el mismo idiota que ha entrado esta mañana en mi tienda y me ha dado algo de vidilla en mis aburridos días.

¿Cenamos?, - le propuso él.

Vaya, esto promete, almuerzo y cena y si fuera más joven terminaríamos en la cama, pero mi edad y mis achaques no van a poder con tanto trajín. Ja ja ja

Volvía a hablarle de aquella forma descarada que incluso hacía a la anciana parecer más joven.

Estaba confortado pero sentía que la actitud de Carolina le había dolido en lo más profundo de su alma.


CAPÍTULO VIII 

Durante la cena hablaron del abandono de Carolina y de la reacción de sus amigos.

La anciana intentó en todo momento que no se atormentase. Todo tiene arreglo, ella está confundida. Cuando puedas hacerle ver toda la verdad serás tú quien debes demostrarle todo tu amor.

- ¡Ay el amor! - dijo suspirando la anciana y continuó como reflexionando. - En el fondo somos egoístas. Mientras nos va todo bien, vivimos falsamente, pero cuando las cosas se tuercen nos mostramos como somos y entonces no solo defraudamos a quien nos quiere sino a nosotros mismos. El amor, podría decirte que es una gran mentira, pero creo que lo acabas de descubrir. Cuando se es joven, es pasión y sexo. A medida que pasa el tiempo y convives es ternura y cariño. Pero si de la pasión y el sexo no se pasa a la ternura y el cariño, éste termina por romperse, y da paso al rencor y al odio. Entonces es cuando nos destruimos a nosotros mismos y a quien hemos amado. Así pues, llegados a este punto, debemos ser capaces de vencer nuestros miedos. La tabla de salvación es encontrarnos y amarnos a nosotros mismos. Solo si nos amamos nos amaran los demás.

¿De qué estábamos hablando? Ah sí, ¡esta cabeza mía! Creo que no deberías pensárselo más. Mañana pasa a recogerme a las diez, estaré disponible para llevarte a la casa y piensa mi proposición si necesitas dinero. Creo que podrías reformarla. Hace mucho tiempo que no paso por allí, pero todas las leyendas que se levantaron sobre ella la han protegido de que fuera saqueada, además estaba vallada en todo su perímetro.

Está bien, le estaré agradecido. Quedamos en que pasaré a recogerla mañana. Esta será la prueba irrefutable de que he vivido una realidad paralela o he pasado a otra dimensión, por lo tanto no es que esté desequilibrado.

Eran más de la doce de la noche cuando salieron del restaurante. La acompañó hasta la tienda. En el piso de arriba estaba la vivienda de la anciana al que se accedía desde el interior de la misma.

Vete a casa, descansa. Todo ha terminado, dijo la anciana.

Cruzó la plaza que a pesar de lo tarde que era tenía todas las mesas ocupadas y caminó por la larga calle de tiendas que mantenían la luz de sus escaparates aún encendidas. La multitud de bares que había también estaban llenos de clientes. Dudó en entrar en alguno y tomar una copa, pero desistió. La verdad es que no tenía sueño, solo quería que amaneciese el nuevo día ya.

Entró en casa. Fue a su dormitorio en la esperanza de encontrarse allí a Carolina. Sintió un halo de tristeza al ver que no estaba.

Se tumbó en la cama sin deshacerla y sin desnudarse y al poco rato se quedó dormido.

El despertador sonó como siempre a las siete. Había dormido como un bebé, se sentía un hombre totalmente nuevo y no recordaba haber soñado nada. Por primera vez después de las últimas ocho noches vividas parecía que había vuelto a la normalidad, pero la ausencia de Carolina le indicaba que aún tenía que cerrar frentes abiertos.

Se levantó. Fue a la cocina donde se preparó un café. Pasó al baño y se duchó. A las ocho llamó a Carolina. De nuevo los tonos del teléfono le indicaban que estaba conectado pero una vez más ella no atendió la llamada. Repitió hasta en cinco ocasiones con el mismo resultado.

No quería sentirse ofuscado, hoy esperaba que la casa le despejara muchas respuestas y sin duda ya tenía bastante claro por qué había padecido esta experiencia. Él era el heredero de esa hacienda. Cierto es que su madre vivía, pero el destino le había llevado hasta el pasado. Y la llave del pasado estaba en su mano.

Salió de casa y antes de la diez ya estaba en el local de antigüedades. La anciana le vio llegar, por lo que salió a su encuentro. Se cogió de su brazo y caminaron en dirección a donde tenía el coche aparcado.

Tienes buena cara, no se te ve agotado.

He dormido genial. Ni tan siquiera recuerdo haber soñado. Ni sueños lúcidos como dice mi amigo el psiquiatra, ni leches. Creo que ya me han mostrado todo lo que tenía que conocer y solo yo debo ahora cerrar esta historia que al menos yo sé que es un hecho verdadero y, salvo por la posición que ha tomado Carolina ante estos acontecimientos, lo que piensen los demás no me preocupa.

Tampoco debería preocuparte lo que piense tu mujer. Debería haber estado contigo en esto. Siento ser tan dura, pero no puedo entender su comportamiento.  ¿Seguro que está todo bien entre vosotros?

¿No entiendo lo que quiere decir?

Está bien claro pero no quiero que te ofendas. Esta escusa es bastante peregrina para alejarse de ti cuando más la necesitabas. Pero no debes hacerme mucho caso, a mi edad todo son quimeras.

Cuando se montaron en el coche, no volvieron hablar de este tema. La anciana solo estaba pendiente de indicarle el itinerario que les llevaría hasta llegar al lugar. Recorrieron un laberinto de calles hasta una larga avenida, giraron a la izquierda hacia otra tanto o más larga que la anterior. Una rotonda les indicaba hacia un barrio de casas adosadas. Al final del mismo una avenida de chalet de nueva construcción y tras varias parcelas sin edificar, una valla rodeaba una gran superficie de terreno y en el centro del mismo una casa decimonónica que presentaba un aspecto bastante bien conservado para el tiempo que llevaba cerrada.

Esa es, indicó la anciana.

Aparcó junto a la entrada. Una puerta metálica de dos hojas, cerrada con una cadena alrededor de ambas y un candado daba acceso a la finca y un cartel que decía “propiedad privada, prohibido el paso” eran todos los elementos disuasorios que había en la finca para que nadie, como así parecía, hubiese osado traspasar la valla.

Entremos, dijo la anciana.

Está cerrada.

Ya lo veo. Estoy cegata, pero el candado es de un tamaño considerable, prueba con esa enigmática llave. A estas alturas ya no tienes nada que perder.

Metió la llave en la cerradura del candado. Seguramente por estar a la intemperie y oxidado costó un poco que cediera, pero al final se abrió. Retiró el candado y la cadena. Un sendero de piedra llevaba hasta la puerta principal de la casa.

El corazón de él latía tan deprisa que parecía que iba a salir de su pecho. Cogió el brazo de su acompañante y caminaron hacia la casa.

La puerta era de madera, de dos hojas y bastante alta. Estaba cerraba, pero cuando se dejó caer en una hoja, ésta cedió. Empujó hasta abrirla de par en par.

La luz proveniente del patio interior a través de la cristalera que daba acceso a él alumbraba hasta el zaguán y por ende toda esta parte baja de la casa.

Se sintió confuso. Pidió a la anciana que le pellizcase. No sabía si era real, si estaba soñado, si solo eran imaginaciones suyas, pero aquella casa era sin duda en la que había estado sus últimas noches.

A mismo tiempo que ella le pellizcaba observaba su cara. Ni le hizo falta preguntarle si era esa la casa. Su rosto reflejaba toda la certidumbre que así era. Le vio abrir la puerta del patio. Caminar por la galería hasta la que fuera la habitación de su tía abuela. Estaba cerrada, metió la llave y abrió. Todo estaba igual: los muebles y hasta un libro en la mesita de noche. El tiempo parecía haberse detenido en esa casa y particularmente en esa habitación desde la terrible tragedia que allí sucedió. Miró la viga y unas hendiduras en la madera hechas por la cuerda y el peso de la joven eran perceptibles.

Volvió sobre sus pasos, fue al despacho que igualmente estaba cerrado y abrió con la llave. Todo estaba igual como lo había visto. Solo la alfombra le pareció distinta. Seguramente la abundante sangre que manara de la herida de Arturo habría originado tal estropicio en la que había, que fue preferible cambiarla.

Trémulo subió la escalera e igualmente abrió con su llave la puerta que había a la derecha del rellano. Una vez arriba, era la habitación de Arturito, la decoración del papel sobre la pared, la cama, todo estaba igual. La cama, aquella cama donde la chica cayó desplomada tras el fortísimo golpe recibido en su cara y sobre la que fue sometida.

Salió rápidamente de ahí. La angustia que sentía se trasformó en un dolor en su pecho y le faltaba el aire al respirar. Paró un momento en el rellano de la escalera y antes de bajar continuó por el pasillo hasta llegar al dormitorio principal de la casa. Era aquél que él soñaba, imaginaba y ahora estaba seguro le había transportado a un pasado. Era la llave de un pasado. El pasado angustioso de un antecesor suyo que ya era hora de serenar, esclareciendo la verdad que con una mentira se había tapado durante mucho tiempo.

Con paso lento, salió de la habitación, recorrió el pasillo, bajó la escalera, salió al patio, recorrió la galería hasta llegar al pasillo interior, echó una mirada hacia la cocina donde vio a la anciana observando algunos utensilios antiquísimos que le llamaron la atención. Continuó su marcha, abrió la puerta del jardín de nuevo utilizando su llave y salió al mismo. La vegetación era abundantísima por el abandono de tanto tiempo y el pequeño sendero que llevaba hasta la piscina, que era de piedra, incluso estaba invadido. Bordeó la piscina, buscó la entrada de la cueva y aunque prácticamente no era muy visible por la cantidad de flores, campanillas azules que habían nacido allí, él tenía claro que era el lugar exacto.

Volvió hasta la cocina donde la anticuaria seguía observando diferentes vasijas de cerámica decoradas a mano que le tenían ensimismada por el incalculable valor que estos objetos pudiera tener para coleccionistas.

He encontrado la cueva, solo falta hallar el cadáver.

No es ya tan importante, por lo que he adivinado y cómo has recorrido la casa. Es la que me describiste cuando me contaste tu increíble historia. A ti te vale para aseverar tu verdad, solo hay que ver tu semblante. Pero debes seguir adelante y hallarlo aunque solo sea por sacar a la luz la verdad de una mentira oculta.

 

CAPÍTULO IX 

El largo y fatigoso camino a casa de su madre lo recorrió imbuida en sus pensamientos. El sonido del teléfono la volvió a la realidad. Vio en la pantalla el nombre de Arturo que era quien la llamaba e hizo caso omiso al aparato. Las insistentes llamadas que éste realizó alimentaron su tensión, y su creciente irritación, estaba enojada, resentida y colérica.

Cuando llegó a casa, a modo de saludo, besó en la mejilla a su madre a quien había avisado de que iría a pasar unos días con ella. Ésta cuando vio su semblante se abstuvo de preguntarle nada, conociéndola sabía que ya le daría las explicaciones pertinentes cuando lo considerase oportuno. La madre no quería inmiscuirse en la discusión que hubiera tenido la pareja y no le apetecía posicionarse a un lado u otro porque quería a Arturo como si fuese su hijo y conocía el carácter irascible que a veces su hija tenía, por ello intuía que la decisión de dejar a Arturo habría sido precipitada.

Subió a la planta de arriba de la casa, y fue a la que había sido su habitación hasta que abandonó la casa de sus padres cuando se casó. Su madre la conservaba igual que cuando ella la dejó. Incluso sus muchos pequeños peluches que habían sido su ilusión, aun se hallaban colocados en el orden que ella solía hacerlo en las varias estanterías que su padre le hizo y que ella le ayudó a decorar con un pirograbador, dibujando peluches. A pesar de que le había dicho a su madre que podía regalarlos a los vecinos que tuvieran críos pequeños. No se los iba a llevar cuando se casó. Su desilusión al verlos ahí mirándola como cuestionándola le resultó fastidiosa y de un manotazo tiró al suelo a un considerable número de ellos. Abatida se dejó caer en la cama.

Se levantó temprano, casi una hora le llevaba ir desde la casa de su madre hasta su trabajo, era doctora en un hospital de la Capital, almorzaría en el restaurante del propio centro o en uno próximo, ya vería. Elucubraba como sería su vida a partir de ahora, tenía claro que no podía seguir con Alberto. Éste se había vuelto loco de remate. Pondría una demanda de divorcio y a ser posible le pediría que le vendiese su parte del piso ya que estaba muy próximo a su trabajo, este recorrido era fatigoso para realizarlo diariamente.

Cuando salió del hospital empezaba a lloviznar, se dirigía al aparcamiento exterior que había enfrente del hospital a unos doscientos cincuenta metros del mismo. Un automóvil se paró al verla antes de que ésta cruzara la calle y vio que un tipo la llamaba por su nombre.

Carolina, Carolina, hola. ¿Qué hace la chica más estilizada de la universidad? No has cambiado en dieciséis años. Oyó que le decía.

Reconoció a Marcos un noviete de juventud que dejó cuando conoció a Alberto.

Sube, antes de que te pongas empapada.

Le cogió tan desprevenida, tan de sorpresa la familiaridad del saludo de Roberto que no dudó en subir a auto sin saber muy bien por qué.

Vaya, vaya, hace mucho tiempo que no te veía ¿qué es de tu vida?

Roberto parecía aquel joven inmaduro, picaflor que era en su juventud y ella estaba en horas bajas, se dejó seducir por la galantería de éste y le pidió que dieran una vuelta en el auto mientras le contaba que acabó su carrera de medicina, que acabó casándose con Alberto pero que ahora lo habían dejado.

¿Pues parece que el destino está por la labor de que tú y yo volvamos a encontrarnos, no te parece? Ya es casualidad que no te haya visto en años y sea justamente en este preciso instante en que se tambalea tu matrimonio cuando te cruces en mi camino.

Le resultó tópico quizás hasta burdo el comentario de éste, pero sin duda los últimos días habían pesado mucho en su estado de ánimo y pensó que bien podía darse el lujo de sentirse halagada. No se reconocía así misma en su comportamiento, pero su soledad, le traía pesadumbre aun cuando en el fondo tenía la certeza de que no había actuado correctamente dejando en la estacada a su marido, justo cuando más necesitaba de ella. Apartó de su mente estos pensamientos.

Llovía copiosamente y aunque aún tenía un largo camino hasta casa, estuvieron dando un largo paseo en el coche de Roberto, y al igual que ella, éste le dijo que acabó su carrera de económicas y trabajaba en el departamento financiero de una importante empresa del país, pero que aún no había encontrado a la chica de sus sueños, por lo seguía soltero.

Está claro que tú eres esa chica le dijo poniéndole ojitos. Ella haciendo caso omiso de su mirada, pidió a Roberto que la dejase cerca de su coche.

Le costó deshacerse de Roberto, no sin antes prometerle que almorzarían juntos la semana próxima en la que ella libraba. De regreso a su casa no pudo evitar sentirse mal pensando en cómo se encontraría Alberto.

Habían pasado dos semanas desde que había dejado a Alberto. Había quedado para almorzar con Roberto en un restaurante céntrico de la ciudad.

Durante el almuerzo Carolina abandonó el restaurante precipitadamente, dejando plantado a Roberto que no entendía nada, aunque tampoco hizo nada por ir en su busca, él solo pretendía pasar un buen rato y percatándose de la debilidad de Carolina pensó que tenía todo a su favor.

 

CAPÍTULO X 

Dos semanas más tarde desde que estuviera en la casa por primera vez, las noticias televisadas de todos los diarios nacionales, abrieron con la increíble historia de un cadáver hallado en el interior de un foso de una cueva.

El  foso tiene unos doce metros de anchura media y una profundidad de ochenta y cinco metros. El cadáver estaba a unos cincuenta metros de profundidad sobre un saliente del foso.

Las primeras investigaciones apuntan a que el cuerpo podría ser del joven Arturo de la Mata Medrano que se dio por desaparecido el veinticinco de octubre de mil novecientos dieciséis.

La rocambolesca historia que ha dado lugar a este hallazgo nos la cuenta la anticuaria doña Rosa Santos Jiménez, amiga personal de don Alberto Cabello, quien resulta tener un parentesco con el finado.

Paz y Manolo estaban almorzando en su casa cuando vieron la noticia en el televisor. La reacción de Paz fue inmediatamente coger el móvil para llamar a Alberto. Manolo, incrédulo, se rascaba la cabeza, renegando por el comportamiento que había tenido con su amigo.

Carolina, hacía varios días había contactado con Alberto, para decirle que su abogado se pondría en contacto con él para formalizar un acuerdo de divorcio.

Ahora, mientras almorzaba en un restaurante con un antiguo amigo, vio la noticia y no pudo evitar estremecerse sintiéndose el ser más infame del mundo. Se levantó de la silla y corrió hasta los aseos donde se derrumbó llorando amargamente.

Los padres de Alberto conocieron todo lo acaecido cuando éste, junto con Rosa, fue a visitarles. Quiso que le acompañara la anciana, que en tan corto espacio de tiempo de conocerla le había mostrado lo que es una verdadera amistad y más ahora que se había sentido tan solo. Además, como le había prometido, ella corrió con los gastos del equipo de espeleología que halló el cadáver, al igual que con los del equipo de profesionales que había contratado para la restauración de la casa.

Le alegró comprobar que su madre ese día se encontraba especialmente lúcida pues escuchaba toda la historia afirmando cada dato que conocía y sintiéndose compungida al conocer la causa de la muerte de su tía, así como de su primo, a quien aunque dedicó algún que otro exabrupto, entendía que, aunque no pudiera evitarlo, era su familiar.

Su padre se sintió liberado al comprobar que la historia que le había contado su suegra era verdadera y por ella se había enfrentado a su hermana, cuando calumnió a la difunta Laura, aquella Nochebuena de 1983 en la que se decantó por apoyar a su mujer y a su suegra. Ahora que conocía en profundidad el sufrimiento y la vida a la que había sido sometida y su trágico final, comprendía que actuó acorde con sus sentimientos y honestidad, pero cayó en la cuenta, como le había dicho su hijo unos días antes, que debía llamarla. La animadversión que durante estos años había anidado en su corazón hacia su hermana se había borrado de un plumazo y daba paso a una tristeza cargada de ternura conociendo la soledad y amargura que ella padecía.

Alberto prometió a sus padres que les llevaría a visitar la casa en cuanto ésta estuviera habitable. Había decido que se iría a vivir allí. El piso, en el acuerdo amistoso de divorcio, Carolina estaba dispuesta a comprárselo, en cuanto la tasación fuese conforme por ambos.

Cuando se despidió de sus padres su madre le rodeó con sus brazos como lo hacía cuando era pequeño y con voz muy queda dijo: ya puedo morir tranquila. Él mirándola a los ojos comprendió que era como si ella hubiera estado esperando saber por qué se suicidó su tía.

Rosa se despidió de los padres de Alberto y cogiéndose del brazo de éste salieron de la residencia.

Esa misma noche, cuando dejó a la anciana en su casa, en el trayecto hacia su coche, recibió una llamada de su padre: su madre acaba de fallecer.

No esperaba ver a Carolina en el sepelio, pero la verdad es que se alegró por ello. Aún no le había contado a su padre que estaban en trámites de separación. Iba de riguroso luto, en realidad había sentido la muerte de su suegra. Siempre congeniaron muy bien y solo cuando se fue a la residencia el alzhéimer les había alejado, aunque todos los sábados pasaba a visitarla, incluso si Alberto no podía por motivos de trabajo.

Le acompañó en todo momento, lo que le hizo sentirse confortado. También Rosa fue su tabla de salvación en tan duros momentos y su máximo gozo fue saber que su padre se sintió arropado por su hermana a la que había llamado y rápidamente había acudido. Les vio abrazarse, llorar juntos, pedirse mutuamente perdón y ambos se sintieron aliviados de la carga pesada que suponía que llevaban treinta y cinco años sin hablarse.

Tras el entierro, su padre y su tía, acordaron que ésta se viniese a vivir con él a la residencia donde ambos estarían cuidados.

Alberto y Carolina llevaron a su casa a Rosa. La anciana en el asiento trasero del vehículo observaba a la pareja. Él agradecía a ella que le hubiera acompañado en tan duro momento y ella pedía perdón por no haberle comprendido y haber tenido tan poca paciencia. Ambos eran sinceros e intuía Rosa que no todo estaba perdido entre ellos, quizás solo había que empujar a uno y otro un poco.

Aparcaron el coche, caminaron por la calle peatonal en dirección a la plaza. Rosa iba en medio de ambos, cogida de sus brazos.

- Os invito a cenar dijo la anciana.

En verdad ni uno ni otro había comido en todo el día, así que se miraron y estuvieron de acuerdo.

Durante la cena la pareja estuvo hablando tanto que a veces olvidaban la presencia de Rosa, pero ésta, lejos de importarle, estaba radiante. En el fondo era lo que había pretendido cuando hizo su oferta de invitarles a cenar.

Alberto dejó un momento a Rosa y a Carolina solas para atender una llamada de su secretaria que por la hora en la que lo llamaba indicaba la urgencia para ser atendida. La anciana aprovechó para hablarle a su acompañante.

En tan poco tiempo como le he tratado lo aprecio como si fuera mi hijo. A ti te acabo de conocer en este terrible golpe que él ha sufrido tras la muerte de su madre y tal como estaban la cosas entre vosotros, tu comportamiento para con él me ha parecido de una lealtad incontestable. Yo te lo agradezco en su nombre, cosa que él ya ha hecho también. Pero permíteme que vaya un poco más lejos, quizás mi edad me autoriza a decir lo que pienso sin cortapisas ni limitaciones. Nada es definitivo, todo es reversible menos la muerte e incluso ésta nos depara sorpresas a veces pues llega cuando no la esperamos o a veces la esperamos durante tanto tiempo que estamos deseando que nos llegue. Hizo una pausa.

¿De qué estábamos hablando? Ah sí, esta cabeza mía, perdona hija. Creo sinceramente que el camino que estáis tomando con vuestra ruptura es un error. No precipitaros.

La llegada de Alberto cortó la conversación de la anciana, quien preguntó: ¿es importante la llamada?

Sí, se ha confirmado la identidad del cuerpo hallado en el pozo, efectivamente corresponde al primo de mi madre. Y en cuanto al proceso de reconocimiento de la propiedad a mi nombre éste no tiene ningún impedimento, mi madre era la heredera única y legítima. Y ésta no solo por su fallecimiento sino testamentariamente lo había hecho ya sobre sus bienes presentes y futuros hacia mi persona.

Genial, ahora todo tu sufrimiento ha terminado, dijo Rosa, y yo por mi parte es mejor que me vaya ya a casa a dormir. Para mi edad, ya estoy trasnochando demasiado. Dejaré pagada la cena e incluso una copa que creo que deberíais tomar y así podéis hablar un tiempo más, dijo mientras miraba disimuladamente a Carolina.

Se levantó y se marchó en busca del camarero que los había atendido.

Alberto que se había percatado del gesto de Rosa, preguntó a Carolina: ¿por qué te ha mirado así?

Carolina cogió entre sus manos las de Alberto, y le dijo:

Soy la culpable indiscutible de que hoy no estemos juntos. Desearía retroceder el tiempo porque siento de veras todo el daño que te he hecho. Comprendo que no te he apoyado cuando más me necesitabas y tarde he comprendido mi error. La amargura y la ira se apoderaron de mí. Ahora estoy segura de que me he precipitado. Sí, te estoy pidiendo perdón por mis actos y sé que pensarás que te he dado motivos para que dudes que te amo.

Sus ojos se inundaron de lágrimas.

Él la miraba con ternura. Amaba a Carolina. Por supuesto que los errores que ella había cometido le habían herido profundamente. Había dudado que de verdad le quisiese pero tenía muy claro que ella era el amor de su vida. Así que no dudó en responderle: no puedo estar sin ti. Regresemos a casa mi vida y seamos felices. Yo te amo.

Ella respiró profundamente, acercó su cara a Arturo y se dio cuenta que se puso tenso y empezaba a respirar más rápidamente. Sellaron su labios con un beso, suave pero infinito. El acariciaba su cabello y el beso se hizo más intenso, más hambriento. Ya todo era posible entre ellos.

 

FIN

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