La chica que corría con el Border Collie
Cuando me cruzaba por el sendero habilitado para practicar running,
footing, correr o simplemente pasear, a aquella chica que practicaba running
con su perro, un Border Collie, al cual llevaba atado de la correa sujeta al
cinturón que portaba en su cintura, me llamaba la atención.
A la chica se le veía atlética, fibrosa, aunque parecía muy delgada. Su
expresión dulce, despierta, alerta e inteligente también resultaba ser la
característica del Border Collie que la acompañaba. Y al igual que su mascota,
cuya característica más marcada es la mirada, la de la chica tenía una mirada
observadora que se podría interpretar en un acto de interés, como si fuese a
evaluar con cuidado cada detalle de su entorno.
El primer día que la vi, mi tímido saludo, al pasar por su lado, pareció
frío respecto al sonoro y agradable tono de voz que ella emitió contestándome:
—Buenos días.
Me volví para verla alejarse, su perro le precedía. Para mí, verla correr a
diario, y sobre todo los días festivos, mientras muchas jóvenes de su edad a
esa hora o duermen o están de fiesta, era una alegría.
Casi a diario solíamos cruzarnos por el sendero; el saludo que ambos nos
dedicábamos era lo único que había hablado con ella en los dos meses que habían
pasado desde que por primera vez la viese corriendo.
Cuando había pasado una semana en la que no la veía, al principio pensé:
“¿Y a ti qué? Habrá elegido otro camino menos solitario que este; a estas horas
de la mañana, con el frío que hace ya en noviembre, apenas hay nadie y puede
resultar peligroso para una chica sola. ¿Y si le ha pasado algo?”. La verdad es
que no conocía ni el nombre, ni dónde vivía; para mí solo era la chica que
corría con el Border Collie.
Anduve preocupado, angustiado, pensando qué podría haberle sucedido a
aquella joven para que dejase de verla en lo que parecía ser su entrenamiento,
que diariamente venía realizando al menos desde hacía ya tres meses que la
viera por primera vez.
—Hola, Miguel, ¿te ocurre algo?
—Hola, Carlos. No, nada. ¿Por qué lo dices?
—Te veo cabizbajo y parece como si te preocupara algo. ¿Te importa que te
acompañe en tu caminata?
—Claro que no me importa, me distraerá de mis pensamientos charlar contigo.
— ¿En qué piensas, si puede saberse?
—Ah, nada que me importe demasiado, pero se me hace raro no ver a la chica
que corre con el Border Collie. Alguna vez hemos hablado de ella.
—¿No sabes lo que le ha ocurrido?
—No, ya te digo, hace casi un mes que no la veo correr por aquí. Pensé que
igual había optado por otra hora u otro camino, y en el peor de los casos que
le hubiera sucedido algún encuentro desagradable. Ya sabes, hay mucho
desaprensivo y poca mano dura en este país para atajar la delincuencia.
—No te veo yo muy partidario de la política en materia de seguridad
ciudadana que aplica este gobierno.
—Ya me dirás… Últimamente el número de robos que se están dando en nuestra
ciudad es alarmante. El número de mujeres asesinadas a manos de sus maridos
sigue creciendo. Los altercados a la salida de las discotecas cada fin de
semana copan la prensa. Ayer mismo, sábado en la mañana, sobre las 7:15, un
grupo de jóvenes le dieron una golpiza a un joven solo para robarle un móvil y
20 euros que llevaba en la cartera.
—Tienes razón, Miguel. A mi sobrino hace un mes le dieron una puñalada
simplemente porque pensaron que estaba grabando a unas chicas, cuando en
realidad hablaba por videoconferencia con su padre, mi hermano Raúl. Por poco
nos lo matan.
—Vaya… Pero dime, ¿entonces sabes algo de la chica?
—Sí, claro. La chica es profesora de gimnasia y ha obtenido la plaza en
Málaga, así que no andes preocupado: estará correteando por los paseos
marítimos de Málaga, o por el Parque Natural Montes de Málaga, o en cualquiera
de los otros lugares que hay en esa ciudad.
—Maldita sea, me estás preocupando más. Acabo de escuchar en la radio que
han apuñalado a una chica que corría con un Border Collie en el Parque Forestal
Ciudad de Málaga. Mataron a su perro, que querían robarle; ella se defendió
propinándoles una buena paliza hasta que resultó herida. Por fortuna, un
policía de paisano que paseaba por allí consiguió arrestar a uno y llamar a
emergencias para que la chica fuese atendida rápidamente.
—No te alarmes. Llamaré a mi hija, que es profesora al igual que ella, en
el instituto Almudena Grandes. Si es la chica que corría con el Border Collie
lo sabremos enseguida, ya que ella es su compañera en el piso que comparten en
Málaga.
Carlos marcó el número de su hija. La voz que oyó no se correspondía con la
de ella y, tras una breve charla, su teléfono resbalaba de su mano al mismo
tiempo que perdía el conocimiento tras la impactante noticia recibida.
Miguel, sobresaltado, evitó que su acompañante cayese desplomado al suelo
sujetándolo para posarlo poco a poco.
—¿Qué ocurre, Carlos? ¿Qué pasa?
Carlos ya no podía oírle: la impactante noticia recibida le había provocado
un infarto que le hizo perder el conocimiento.
Miguel comenzó a hacer maniobras de resucitación para reanimar a Carlos y
gritó desesperado a unas mujeres que se acercaban caminando que llamasen a
urgencias, que su amigo había sufrido un infarto.
Durante los diez minutos que tardaron en llegar los servicios de
emergencias, él no paró de realizar las compresiones torácicas e insuflar aire
por la boca a Carlos. Por fortuna, su empeño dio como resultado que salvó la
vida de su amigo. Mientras tanto, en el hospital Carlos Haya, Luisa, la hija de
Carlos, se debatía entre la vida y la muerte.
Carlos debería ser intervenido de un cateterismo, por lo que no podría ir a
Málaga; su hija se vería allí sola en ese trance, ya que su madre, esposa de
Carlos, había fallecido cuando esta era una cría. No hizo falta ni que se lo
pidiera: Carlos, Miguel había resuelto que iría a Málaga para acompañar a la
hija de su amigo hasta que fuese posible trasladarla a su pueblo, él mismo en
su coche o en una ambulancia. Le había prometido que vendría de vuelta con
ella.
La tristeza que le producía el sombrío acontecimiento que había sufrido la
hija de su amigo le avergonzaba por la alegría que para él tenía que no fuese la
chica que corría con el Border Collie. Aunque también imaginaba que la
pérdida del perro sería un amargo trance que estaría pasando la joven
corredora.
Consiguió aparcar su coche en una calle paralela al hospital y rápidamente
se dirigió al mismo. En la habitación 408 se hallaba la hija de Carlos y su
compañera, la chica que corría con el Border Collie. Verlas llorar
desconsoladamente le produjo una angustia que, por la expresión de su cara, era
más que evidente.
—¿Puedo pasar?
Las chicas, al verlo, se miraron sorprendidas.
—Debe haberse equivocado de habitación, señor —dijo la chica que yacía en
la cama.
—No, joven. ¿Tú eres Emilia, verdad?
—Yo soy Miguel, amigo de tu padre. Estaba con él cuando recibió la noticia
de tu agresión.
—Tú eres quien le ha salvado la vida. Me ha dicho que estuviste intentando
recuperarle hasta que llegaron los servicios de emergencia. Gracias, señor.
—Solo hice lo que pude. Él ahora está bien, le han practicado un
cateterismo, pero bueno, eso ya lo sabes tú. Le he prometido que no te dejaría
sola en este trance, aunque veo que no lo estás. Tú amiga…
—Isabel, me llamo Isabel —dijo ésta tendiéndole la mano.
—Encantado. Nos conocemos solo de vista: tú, corriendo con tu Border
Collie, y yo, paseando allá por el pueblo.
—Sí, claro, ahora caigo. Encantada, Miguel.
—Perdonad, os vi muy agobiadas al entrar. ¿Va todo bien? ¿Cómo va tu
recuperación, Emilia?
—Bien, Miguel, gracias. Muchas gracias. Estamos esperando que pase el
médico; espero que me den el alta hoy mismo.
—¿Y podrías viajar? Lo digo porque, si has pensado ir a casa de tu padre,
yo estoy aquí para llevarte; así se lo prometí a tu padre.
—Sería genial, pero también podría venir Isabel. Está de baja por
depresión, me ha acompañado todos estos días y no me gustaría dejarla aquí
sola.
—Por supuesto. Os dejo mi número de teléfono. Bajo a desayunar, subo
rápidamente.
—Por cierto, Isabel, te subo un café y una tostada. Veo que a la paciente
ya le han traído el desayuno.
—No se moleste.
—No es molestia, creo que debiera tomar algo. Usted también ha sufrido, y
por partida doble: ha perdido a su precioso Border Collie y casi pierde a su
amiga. Y perdóneme por decirle que, con tanto sufrimiento, presenta un aspecto
más deplorable que Emilia. ¿No querrá que, viéndola así, el médico la deje
ingresada a usted?
—Está bien, por favor, ¿podría subirme un descafeinado y un donut de
chocolate?
—Genial, no tardo en subírselo.
—Espere, déjeme que le dé el dinero.
—No tiene por qué. Permítame que le invite a desayunar, así me sentiré útil
si consigo que se reponga aunque sea mínimamente.
—Gracias, muchas gracias, muy amable.
Cuando se hubo marchado, Isabel preguntó:
—¿Tú conoces a este amigo de tu padre?
—No le conocía en persona. Solo sé que es el director del banco donde trabaja
mi padre, y parece ser que todos están encantados con él. Y, por cierto, veo
que es bastante atractivo y no sé si te habrás fijado, pero solo tiene ojos
para ti.
—Anda, no digas pegos. Está aquí por ti, ¿cómo iba a saber de mí?
La llegada del doctor y la enfermera interrumpió la conversación de las
jóvenes. Este pidió a Isabel que saliese mientras chequeaba a su paciente.
—¿Cómo se encuentra?
—Perfectamente, doctor, esperanzada en que me dé el alta hoy como me dijo.
El doctor revisó unos papeles que tenía en sus manos y dijo:
—Efectivamente, está en condiciones de dejar el hospital. Eso sí, deberá
pasar por enfermería diariamente para curar la herida.
—Doctor, ¿puedo viajar? Tengo que ir a mi pueblo; mi padre sufrió un
infarto cuando supo lo que me había sucedido y me gustaría estar con él en
estos momentos.
—Me parece bien. Le daré un informe y la solicitud para que sea atendida en
el Centro de Salud de su pueblo. Espero que tanto su padre como usted se
recuperen rápidamente.
El doctor salió de la habitación y las dos jóvenes se quedaron en
silencio.
Miguel, desde la puerta, las observaba con la extraña mezcla de alivio
y desasosiego que deja todo suceso inesperado. Había cumplido su promesa a
Carlos, pero algo le decía que aquella historia no acabaría ahí.
—En
cuanto firmes el alta, nos iremos —dijo con voz firme—. Tu padre te necesita, y
yo… yo me encargaré de que llegues a casa sana y salva.
Emilia
asintió agradecida. Isabel, en cambio, lo observó con más detenimiento
que antes. Tal vez por primera vez, reparaba en la firmeza de su gesto y en la
ternura que escondía su mirada.
—Has hecho demasiado por nosotras, Miguel
—murmuró ella—. No todos habrían actuado como tú.
Él esbozó una sonrisa breve, casi tímida.
—No es demasiado. A veces la vida nos pone en el
sitio exacto para hacer lo que debemos…
Isabel
bajó la cabeza, como buscando a su perro. Miguel se acercó despacio, sin
atreverse a interrumpir su duelo.
—No
hay palabras que curen lo que has perdido —murmuró—. Pero a veces el dolor
compartido pesa un poco menos.
Ella
levantó la mirada. Por un instante, sus ojos se encontraron, con la intensidad
de un romance repentino,
Miguel
desvió la vista hacia la ventana, donde el amanecer teñía de naranja las nubes.
Y añadió:
—Lo importante ahora es que estéis bien… lo
demás, ya se verá.
Miguel salió un momento de la habitación para hacer una llamada, Isabel lo siguió con la vista hasta perderlo en el pasillo. Y en sus labios, por primera vez desde la tragedia, asomó una sonrisa. Fue una sonrisa frágil, casi tímida, pero tan calidad que le pareció un destello inesperado de esperanza. En su interior, supo que aquel encuentro no había sido casualidad.